Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Ptaclusp puso los ojos en blanco.

—No emplees tu jerga de arquitecto conmigo, chico —replicó—. ¿Qué le ocurre a tu hermano?

—Creo que sufre un desajuste dimensional, papá. Se ha hecho un pequeño lío con el tiempo y el espacio. Por eso no para de moverse de lado.

Ptaclusp IIb miró a su padre y le obsequió con un valeroso intento de sonrisa.

—Siempre ha tenido una cierta tendencia a moverse así —dijo Ptaclusp.

Su hijo suspiró.

—Sí, papá —dijo—, pero entonces el que se moviera de esa forma resultaba perfectamente normal. Todos los contables se mueven así porque no les gusta enfrentarse a la realidad. Ahora se mueve de lado porque para él… bueno, ahora es el Tiempo lo que le obliga a moverse así.

Ptaclusp frunció el ceño. Moverse de lado y muy despacio no era el único problema del que estaba aquejado IIa. También había quedado aplanado. No es que se hubiera vuelto como una carta, naturalmente, que tiene anverso, reverso y filo sino que… bueno, se había vuelto plano en todas direcciones a la vez.

—Me recuerda a los tipos de los frescos —dijo Ptaclusp—. ¿Dónde está su profundidad, su perspectiva o como demonios se le llame a eso?

—Creo que está en el Tiempo —dijo IIb poniendo cara de impotencia—. En el nuestro, claro, no en el suyo.

Ptaclusp caminó alrededor de su hijo, se dio cuenta de que la chatez le seguía y se rascó el mentón.

—Así que puede moverse en el Tiempo, ¿eh? —dijo hablando muy despacio.

—Sí, es posible que pueda hacerlo.

—¿Crees que podríamos convencerle para que se diera un paseíto de unos cuantos meses hacia atrás y nos dijese que no construyéramos esa maldita pirámide?

—No puede comunicarse, papá.

—Bueno, al menos en eso no ha cambiado mucho…

Ptaclusp se dejó caer sobre los cascotes y apoyó la cabeza en las manos. Las cosas no podían estar peor. Un hijo normal e imbécil y un hijo más plano que una sombra… ¿Y qué clase de vida iba a tener el pobre chaval ahora? Pasaría el resto de su existencia siendo utilizado para forzar cerraduras o para quitar el hielo de los limpiaparabrisas… Bueno, al menos siempre tendría un sitio en el que dormir. Podría pasar la noche en cualquier prensa-pantalones de la habitación de un motel barato,[22] pero eso y el ser capaz de meterse por debajo de las puertas y leer libros sin necesidad de abrirlos no parecía gran cosa como compensación.

IIa se deslizó unos centímetros hacia un lado. Ptaclusp pensó que parecía un recortable moviéndose sobre el paisaje.

—¿No podemos hacer nada? —preguntó—. No sé… ¿No podemos enrollarle o algo parecido? Quizá estaría más cómodo…

IIb se encogió de hombros.

—Podríamos ponerle algo en el camino. Quizá fuese buena idea. Impediría que le ocurriese algo peor porque entonces… eh… no habría tiempo de que le ocurriese. Creo.

Empujaron la estatua de Chist-Hera el Dios con Cabeza de Buitre hasta colocarla en el camino del hermano plano. Un par de minutos después su lento deslizarse de lado le hizo entrar en contacto con el obstáculo. El chispazo azul que se produjo a continuación derritió la mitad de la estatua, pero el movimiento se detuvo.

—¿Por qué echa chispas? —preguntó Ptaclusp.

—Creo que es un fenómeno parecido al de los resplandores que emiten las pirámides.

Ptaclusp no había llegado a donde estaba hoy… mejor dicho, no había llegado a donde estaba la noche anterior por casualidad. El constructor de pirámides era capaz de encontrar las ventajas implícitas, incluso en las situaciones más improbables.

—Ahorrará mucho en ropa —murmuró—. Quiero decir que… Bueno, ahora puede pasar con una lata de pintura, ¿no?

—Papá, creo que aún no lo has entendido del todo —dijo IIb con voz cansada.

Se sentó junto a su padre y levantó la cabeza para contemplar el río y el palacio que se alzaba al otro lado.

—Parece que ahí está ocurriendo algo —dijo Ptaclusp—. ¿Crees que se han dado cuenta de lo de la pirámide?

—No me sorprendería demasiado. Después de todo ha girado noventa grados, ¿no?

Ptaclusp volvió la cabeza para mirar por encima de su hombro y asintió lentamente.

—Tiene un aspecto muy extraño, ¿verdad? —dijo—. Me parece que hay un poquito de inestabilidad estructural.

—¡Papá, es una pirámide! ¡Tendríamos que haberla descargado! ¡Te lo advertí! Las fuerzas involucradas… Bueno, sencillamente son demasiado…

Una sombra cayó sobre ellos. Padre e hijo miraron a su alrededor, no vieron nada y acabaron levantando la cabeza. Después la levantaron un poquito más.

—Oh, oh —dijo Ptaclusp—. Es Chist-Hera, el Dios con Cabeza de Buitre…

Efebas se extendía delante de ellos, un poema clásico de mármol blanco que se desplegaba perezosamente sobre las rocas curvándose alrededor de una bahía de un azul tan intenso que deslumbraba…

—¿Qué es aquello de ahí? —preguntó Ptraci después de haberlo examinado con mucha atención durante unos momentos.

—Es el mar —dijo Teppic—. Ya te he hablado de él, ¿recuerdas? Las olas y todo lo demás.

—Pero tú dijiste que era verde, y que estaba lleno de bultos y ondulaciones.

—A veces se pone así.

—Hmmm.

El tono de voz sugería que Ptraci no aprobaba el mar, pero antes de que pudiera explicar por qué oyeron el sonido de varias voces irritadas que discutían. Las voces venían de detrás de una duna cercana.

En lo alto de la duna había un cartel.

ESTACIÓN COMPROBADORA DE AXIOMAS, decía en varios idiomas.

Y debajo, en letras un poquito más pequeñas, se leía: PRECAUCIÓN – POSTULADOS SIN RESOLVER.

Mientras leían el cartel —o, por lo menos, mientras Teppic lo leía y Ptraci no—, detrás de la duna se oyó un tañido musical acompañado casi inmediatamente por un chasquido, el cual fue seguido por la aparición de una flecha que pasó zumbando sobre sus cabezas. Maldito Bastardo alzó la mirada hacia ella durante unos momentos, volvió la cabeza y clavó los ojos en una zona muy concreta y muy pequeña de la arena.

La flecha se clavó en ella un segundo después.

Maldito Bastardo evaluó el peso que soportaban sus pies, llevó a cabo un pequeño cálculo y averiguó que las dos personas que había estado transportando sobre su espalda ya no se encontraban allí. Unos cuantos cálculos más le indicaron que su peso había sido añadido al de la duna.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Ptraci escupiendo un chorro de arena.

—¡Alguien ha disparado una flecha contra nosotros!

—No lo creo. Quiero decir que… Bueno, no sabían que estábamos aquí, ¿verdad? No hacía falta que me empujaras de esa manera.

Teppic lo admitió, aunque de bastante mala gana, y fue ascendiendo cautelosamente por la pendiente de la duna con el cuerpo pegado a la arena. Las voces habían reanudado su discusión.

—¿Renunciar?

—No tenemos los datos necesarios. Los parámetros no están lo bastante afinados.

—Yo sé por qué no lo están.

—¿Ah, sí? Bien, te ruego que me digas por qué.

—Porque se nos han acabado las malditas tortugas. Eso es lo que no tenemos, tortugas.

Teppic asomó la cabeza por encima de la duna moviéndose con la máxima precaución posible.

Vio una explanada rodeada por complicadas hileras de señales y banderas. La explanada contenía un par de edificios —que consistían básicamente en jaulas—, y unas cuantas estructuras muy extrañas que no consiguió reconocer. En el centro de la explanada había dos hombres, uno bajito, regordete y sonrosado, y otro alto y bastante flaco envuelto en una indefinible aureola de autoridad. Los dos vestían lo que parecía una sábana. Formando círculo a su alrededor había un grupo de esclavos que apenas llevaban ropa. Uno de ellos sostenía un arco.

Varios esclavos sostenían tortugas atravesadas por palos que tenían un aspecto más bien patético. Teppic pensó que parecían chupa-chups con sabor a tortuga.

—Y de todas formas es cruel —dijo el hombre alto—. Pobres criaturas… Fíjate en todas esas patitas que no paran de moverse. Parecen estarlo pasando muy mal.

—¡Es lógicamente imposible que sean alcanzadas por la flecha! —El hombre bajito y regordete alzó las manos hacia el cielo—. ¡No debería ocurrir! Tiene que ser culpa de las tortugas que me has proporcionado hasta ahora —añadió con voz acusadora—. Deberíamos volver a intentarlo con tortugas más rápidas.

—¿Y por qué no con flechas más lentas?

—Posiblemente, posiblemente.

Teppic se percató de que llevaba unos momentos oyendo una especie de roce ahogado junto a su mentón. Miró hacia abajo y vio una tortuga muy pequeña que intentaba desaparecer lo más deprisa posible. Su caparazón mostraba las señales de rebote dejadas por varias flechas.

—Haremos un último intento —dijo el hombre regordete, y se volvió hacia los esclavos—. Eh, vosotros… Id a buscar la tortuga.

El pequeño reptil volvió la cabeza hacia Teppic y le lanzó una mirada en donde la súplica se mezclaba con la esperanza. Teppic la contempló en silencio durante unos momentos. Después se inclinó sobre ella, la cogió con mucho cuidado y la escondió detrás de una roca.

Se dejó resbalar rápidamente por la pendiente de la duna y se reunió con Ptraci.

—Ahí abajo está ocurriendo algo muy raro —dijo—. Están disparando flechas contra unas tortugas.

—¿Por qué?

—No tengo ni idea. Parecen estar convencidos de que la tortuga debería ser capaz de ir más deprisa.

—¿Más deprisa que una flecha?

—Exactamente. Es realmente muy raro… Quédate aquí. Si me parece que no hay peligro y que puedes venir silbaré.

—¿Y qué harás si te parece que hay peligro?

—Gritaré.

Teppic volvió a trepar por la duna, se quitó toda la arena que pudo de la ropa, se puso en pie y empezó a agitar su gorra para llamar la atención del grupito de abajo. Una flecha le arrancó la gorra de las manos.

—¡Ooops! —dijo el hombrecito regordete—. ¡Lo siento!

Fue corriendo hacia Teppic y clavó la mirada en sus manos, que ya estaban empezando a enrojecer.

—Lo tenía en la mano y no sé qué ha pasado… —jadeó—. Te ruego que me disculpes. No me había dado cuenta de que estaba cargado, ¿sabes? Oh, no sé qué vas a pensar de mí…

Teppic tragó una honda bocanada de aire.

—Me llamo Xeno —siguió diciendo el hombrecillo antes de que Teppic pudiera abrir la boca—. ¿Estás herido? Tendríamos que haber puesto carteles de advertencia. ¿Has venido por el desierto? Supongo que estarás sediento, ¿no? ¿Quieres beber algo? ¿Quién eres? Oye, no habrás visto una tortuga, ¿verdad? Esos bichos son condenadamente rápidos. Se mueven más deprisa que el rayo. Crees que ya las has pillado, y de repente…

Teppic dejó escapar el aire que había aspirado.

—¿Tortugas? —preguntó—. ¿Estamos hablando de esas… ya sabes, de esas piedras con patas?

—Exacto, exacto —dijo Xeno—. Les quitas la vista de encima un momento, y… ¡Vazooooom!

—¿Vazooooom? —repitió Teppic.

Sabía todo lo que hay que saber sobre las tortugas. El Viejo Reino estaba lleno de tortugas. Se las podía llamar montones de cosas —vegetarianas, pacientes, distraídas e incluso maníacas sexuales extremadamente diligentes y tozudas—, pero que Teppic supiera hasta aquel momento a nadie se le había pasado por la cabeza llamarlas veloces. La velocidad era una palabra que casi nunca se asociaba a las tortugas, quizá porque las tortugas eran muy lentas.

—¿Estás seguro? —preguntó.

—Sí, la tortuga común es el animal más rápido que existe en toda la faz del Disco —dijo Xeno, aunque tuvo el detalle de bajar la vista al decirlo—. Lógicamente hablando, claro —añadió.[23]

El hombre alto saludó a Teppic con una inclinación de cabeza.

—No le hagas ningún caso, muchacho —dijo—. Aún nos acordamos del accidente de la semana pasada, y está intentando cubrirse las espaldas.

—La tortuga venció a la liebre —dijo Xeno empezando a enfurruñarse.

—La liebre estaba muerta, Xeno —dijo el hombre alto con extremada paciencia—. Tú disparaste la flecha, ¿recuerdas?

—Pero apuntaba a la tortuga. Ya sabes… Intentaba combinar dos experimentos en uno, quería reducir al máximo el tiempo de investigación para ahorrar gastos, pretendía utilizar todos los recursos disponibles…

Xeno movió el arco y Teppic vio que ya había otra flecha colocada en él.

Autore(a)s: