Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Copolímero se quedó callado y contempló la mesa. Parecía muy satisfecho de sí mismo.

—Fue una pelea condenadamente buena, sí señor, ya lo creo…—murmuró.

Y se quedó dormido con una leve sonrisa en los labios.

Teppic se percató de que tenía la boca abierta y la cerró. Unos cuantos comensales se estaban limpiando las lágrimas.

—Magia —dijo Xeno—. Pura magia… Cada palabra es como una borla en el dosel del Tiempo.

—Lo más increíble es la forma en que recuerda hasta los detalles más insignificantes —murmuró Ídem—. Qué memoria, qué retentiva, qué precisión…

Teppic volvió la cabeza hacia el otro extremo de la mesa.

—¿Quién es quién? —preguntó dándole un suave codazo a Xeno, que estaba sentado junto a él.

—Bueno, a Ídem ya le conoces. Y a Copolímero, también, claro… Ése de ahí es Iesopo, el fabulista más eximio del mundo, y ése es Antífono, el escritor de comedias más eximio del mundo.

—¿Y dónde está Ptagonal? —preguntó Teppic.

Xeno señaló hacia el final de la mesa. Teppic siguió la dirección indicada por su dedo y vio a un hombre de aspecto sombrío que no paraba de beber y estaba absorto intentando determinar el ángulo formado por dos panecillos.

—Después te lo presentaré —dijo.

Teppic contempló las calvas y las largas barbas blancas que le rodeaban y decidió que debían de ser algo inherente a la profesión. Si poseías una calva y una larga barba blanca lo que se encontraba entre ellas tenía que estar atiborrado de sabiduría. La única excepción a la regla era Antífono, que parecía haber sido construido a base de embutidos.

«Son grandes mentes —se dijo Teppic—. Estos hombres intentan averiguar cómo funciona el mundo no mediante la magia o la religión, sino metiendo su cerebro en la primera grieta que encuentran y usándolo como palanca para separar los bordes…»

Ídem golpeó la mesa con los nudillos pidiendo silencio.

—El Tirano ha decidido que declaremos la guerra a Espadarta —dijo—. Y ahora, consideremos cuál es el lugar de la guerra en la república ideal —añadió—. Necesitaremos…

—Disculpa, ¿podrías pasarme el apio? —le pidió Iesopo—. Muchas gracias.

—… la república ideal, tal y como estaba diciendo, basada en las leyes fundamentales que gobiernan…

—Y la sal. La tienes justo al lado del codo.

—… las leyes fundamentales que… eh… que gobiernan a todos los hombres. Bien, no cabe duda de que la guerra… ¿Te importaría dejar de hacer eso?

—Es apio —dijo Iesopo masticando entusiásticamente—. Ya se sabe lo que pasa con el apio. No lo puede evitar, créeme.

Xeno lanzó una mirada suspicaz a lo que había clavado en la punta de su tenedor.

—Eh, esto es pulpo —dijo—. Yo no he pedido pulpo. ¿Quién ha pedido pulpo?

—… no cabe duda —repitió Ídem alzando el tono de voz—, no cabe duda, os lo aseguro…

—Creo que esto es el cuscús de cordero —dijo Antífono.

—¿Y el pulpo era para ti?

—Yo pedí marida y dolmades.

—Eh, el cuscús lo he pedido yo. ¿Serías tan amable de pasarlo hacia aquí?

—No recuerdo que nadie haya pedido todas esas tostadas con ajo —dijo Xeno.

—Escucha, algunos de nosotros estamos intentando poner a flote un concepto filosófico —dijo Ídem con voz sarcástica—. No nos interrumpas a cada momento, ¿quieres?

Alguien le arrojó un bastoncito.

Teppic inspeccionó lo que había en la punta de su tenedor. La dieta del Viejo Reino no incluía ningún producto procedente del mar, y el número de válvulas y ventosas existente en lo que había pinchado era tan elevado que resultaba vagamente inquietante. Teppic alargó la mano hacia una hoja de parra hervida, la levantó con extremada cautela y vio huir una criatura minúscula que se apresuró a esconderse detrás de una aceituna.

Ah. Otra cosa que debía recordar… Los naturales de Efebas eran capaces de hacer vino con cualquier cosa que pudieran meter dentro de un cubo, y se comían cualquier cosa que no pudiera escapar de un cubo.

Teppic cogió el tenedor y hurgó entre la comida que había en su plato. Una parte de la comida se lo tomó bastante mal.

Y los filósofos no se escuchaban los unos a los otros. Y parecían tener una terrible tendencia a divagar y andarse por las ramas. «Creo que estoy viendo cómo funciona una auténtica mocracia», pensó Teppic.

Un panecillo pasó volando junto a su cabeza. Otro rasgo de los filósofos parecía ser el que se excitaban con muchísima facilidad.

Teppic se fijó en el comensal que estaba sentado delante de él, un hombrecillo bastante flaco que masticaba delicadamente un tentáculo anónimo. Dejando aparte a Ptagonal el geómetra, quien había empezado a calcular el radio de su plato con la misma expresión sombría que había aplicado para la averiguación del ángulo formado por los panecillos, el hombrecillo era la única persona de la mesa que no pregonaba sus opiniones a pleno pulmón. De vez en cuando tomaba notas en un pergamino que guardaba dentro de su toga.

Teppic se inclinó sobre la mesa. Iesopo había empezado a contar una fábula larguísima sobre un zorro, un pavo, un ganso y un lobo que habían hecho una apuesta para averiguar quién podía aguantar más tiempo debajo del agua con pesos atados a las patas. El eximio fabulista estaba tan entusiasmado que apenas si prestaba atención a los ocasionales impactos de los panecillos y huesos de aceituna lanzados en su dirección.

—Disculpa —dijo Teppic subiendo el tono de voz para hacerse oír por encima del tumulto—. ¿Quién eres?

El hombrecillo le lanzó una mirada recelosa e impregnada de timidez. Tenía unas orejas extremadamente grandes, y Teppic pensó que en la luz adecuada se le habría podido confundir con un ánfora muy esbelta.

—Soy Endos —dijo.

—¿Y por qué no estás filosofando?

Endos empezó a diseccionar un molusco de aspecto bastante extraño.

—La verdad es que no soy filósofo —dijo.

—¿No escribes comedias ni nada parecido? —preguntó Teppic.

—Me temo que no. Soy Oyente. Endos el Oyente, así me llaman.

—Fascinante —dijo Teppic automáticamente—. ¿Y qué tienes que hacer?

—Escuchar.

—¿Nada más?

—Me pagan para que escuche —dijo Endos—. A veces asiento con la cabeza. O sonrío, o asiento y sonrío al mismo tiempo. Siempre poniendo cara de estar de acuerdo y animándoles a que sigan hablando, claro… Les gusta.

Teppic tuvo la sensación de que Endos le estaba pidiendo que hiciera algún comentario al respecto.

—Caramba —dijo.

Endos replicó con un asentimiento de cabeza y una sonrisa. La combinación del asentimiento y la sonrisa sugerían que en todo el mundo no había una actividad más fascinante que la de estar sentado allí escuchando a Teppic. Quizá fuera un efecto de sus orejas. Las orejas de Endos eran como un inmenso agujero negro auditivo que suplicaba ser llenado con palabras. Teppic sintió un impulso casi incontenible de contarle hasta el último detalle de su vida, sus esperanzas y sus sueños.

—Apuesto a que te pagan mucho dinero, ¿eh? —preguntó.

Endos sonrió.

—¿Cuántas veces le has oído contar esa historia a Copolímero?

Endos asintió y sonrió, aunque Teppic creyó detectar un dolor sordo y distante agazapado detrás de sus ojos.

—Supongo que cuando llevas algún tiempo en el oficio tus orejas acaban desarrollando unas cuantas callosidades protectoras, ¿no? —añadió Teppic.

Endos asintió.

—Sigue, sigue —murmuró.

Teppic volvió la cabeza hacia Ptagonal, quien estaba dibujando ángulos rectos en su taramasalata.

—Me encantaría quedarme y escuchar cómo me escuchas durante todo el día —dijo—, pero al final de la mesa hay un hombre con el que quiero hablar.

—Eso es asombroso —dijo Endos.

Hizo una anotación en su pergamino y concentró su atención en una conversación que se estaba desarrollando un par de platos más allá.[24] Un filósofo acababa de afirmar que aunque la verdad era belleza, la belleza no era necesariamente verdad, y la discusión empezaba a caldearse. Endos estaba decidido a no perderse ni una palabra.

Teppic se puso en pie y caminó a lo largo de la mesa hasta llegar a Ptagonal. El geómetra parecía sentirse espantosamente triste y miserable, y Teppic le sorprendió levantando la corteza de un pastel y examinando lo que había debajo con expresión suspicaz.

Teppic miró por encima de su hombro.

—Creo que he visto moverse algo ahí dentro —dijo.

—Ah —murmuró el geómetra descorchando un ánfora con los dientes—. Hete aquí al misterioso joven vestido de negro que viene del reino perdido…

—Tenía la esperanza de que quizá podrías ayudarme a encontrarlo —dijo Teppic—. He oído comentar que en Efebas tenéis ideas bastante raras.

—Tenía que ocurrir —dijo Ptagonal. Sacó un compás de entre los pliegues de su toga y midió el pastel con expresión pensativa—. Es una constante, ¿no te parece? Sí, estoy seguro de que es una constante. Qué concepto más deprimente…

—Perdona, pero me temo que no te entiendo —dijo Teppic.

—El diámetro divide a la circunferencia, ¿sabes? Tendría que ser tres veces. Es lo que pensaría cualquiera, ¿no te parece? Pero ¿es así? No. Tres coma uno cuatro uno y montones de números más… No sé de dónde salen, pero los muy malditos no se acaban nunca. ¿Sabes lo mucho que me cabrea el que no se acaben nunca?

—Supongo que te debe de cabrear considerablemente —dijo Teppic en su tono más cortés.

—Exacto. Me indica que el Creador usó la clase de círculos que no debía. ¡Ni tan siquiera es un número presentable! Quiero decir que… Bueno, a tres coma cinco le puedes tener respeto. O a tres coma tres, por ejemplo… Sí, eso sí que tendría buen aspecto.

Clavó los ojos en el pastel y lo contempló con expresión meditabunda.

—Disculpa, pero… Dijiste algo sobre qué tenía que ocurrir, ¿no?

—¿Qué? —murmuró Ptagonal emergiendo de las profundidades de su melancolía—. ¡Maldito pastel! —añadió.

—¿Qué es lo que tenía que ocurrir? —insistió Teppic.

—No se puede tontear con la geometría, amigo mío. Y nada menos que las pirámides, ¿eh? Son muy peligrosas. Trastear con ellas es buscarse problemas. Lo que quiero decir es… —Ptagonal alargó una mano vacilante hacia su vaso de vino—. ¿Cuánto tiempo creían que podían seguir construyendo pirámides más y más grandes? No sé si me sigues, pero… ¿De dónde creían que procedía la energía? Quiero decir que… —Eructó—. Tú has estado en ese sitio, ¿no? Bueno, ¿nunca te habías fijado en lo despacio que parece ir todo allí?

—Oh, sí —respondió Teppic con voz átona.

—Eso es debido a que las pirámides absorben el tiempo, ¿comprendes? Ah, las pirámides… Y, claro, tienen que librarse del tiempo que han ido acumulando, y de ahí las luces y los fuegos artificiales. ¡Y les parece bonito! ¡Lo que están quemando es nada más y nada menos que su tiempo!

—Lo único que sé es que cuando respiras te parece que el aire ha sido hervido dentro de un calcetín —dijo Teppic—. Y nada cambia, aunque no siga siendo lo mismo.

—Exacto —dijo Ptagonal—. ¿Y sabes por qué? Por el pasado, por eso. Lo que hacen es utilizar el pasado una y otra vez. Las pirámides consumen todo el tiempo nuevo. Y si no dejas que las pirámides se desprendan de la energía acumulada ésta irá aumentando hasta que… —Hizo una pausa—. Claro que supongo que acabaría escapando por una como-se-llame… —añadió—. Una fractura. Sí, eso. Una fractura en el espacio…

—Yo estaba allí antes de que el reino se… se fuera —dijo Teppic—, y me pareció que la gran pirámide se movía.

—Ahí lo tienes. Probablemente habrá hecho que las dimensiones girasen noventa grados —dijo Ptagonal con la seguridad en sí mismo que sólo puede poseer un hombre absolutamente borracho.

—¿Quieres decir que la longitud se ha convertido en altura y que la altura se ha convertido en anchura?

—No, no, no —replicó Ptagonal—. Quiero decir que la longitud se ha convertido en altura y la altura ahora es anchura y la anchura es grosor y el grosor es… —Volvió a eructar—. Es tiempo. Otra dimensión, ¿entiendes? Ah, esas cuatro bastardas siempre están acechando por ahí… Y el tiempo es una de ellas. Noventa trastos con respecto a las otras tres. No, trastos no… grados, eso. Sólo que, sólo que ahora no puede existir en este mundo,[25] y el lugar tuvo que hacer pop hacia fuera, ¿comprendes? De lo contrario la gente envejecería caminando de lado… —Clavó los ojos en las profundidades de su vaso y las contempló con una inmensa tristeza—. Y cada cumpleaños envejecerías otro kilómetro —añadió.

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