Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—Es un cesto muy bonito —dijo Gern como si ofreciera una información vital—. Está adornado con patitos y gallinitas pintadas.

Dil intentó concentrarse en lo que estaba haciendo. Oh, era una excelente muestra de artesanía, no le importaba admitirlo. El Gremio de Embalsamadores y Oficios Relacionados le había concedido más de una medalla por trabajos similares.

—Es como para sentirse orgulloso, ¿verdad? —preguntó Gern.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, mi mamá dice que después de haberle rellenado y haberle cosido el faraón sigue viviendo como si nada. No lo tengo muy claro, pero mi mamá dice que el faraón vivirá para siempre en el Mundo Subterráneo y eso quiere decir que lucirá vuestras costuras durante toda la eternidad, ¿no?

«Por no hablar de lo que llevaré dentro, claro —pensó melancólicamente la sombra del faraón—. Cinco sacos de paja y un par de cubos de brea, si no me fallan las cuentas…» Y no había que olvidar el papel que había servido para envolver el bocadillo de Gern, aunque el faraón no culpaba al pobre chico. Gern era un poco despistado y se lo había dejado olvidado. Tendría que pasar toda la eternidad con el envoltorio de un almuerzo formando parte de sus órganos vitales, por no mencionar la media salchicha que Gern no se había llegado a comer.

Había acabado encariñándose con Dil y con Gern, y en cuanto a su cuerpo parecía que también seguía teniéndole bastante cariño —por lo menos se sentía incómodo cuando se alejaba más de unos centenares de metros de él—, y durante el curso de los últimos dos días había llegado a conocer bastante bien al embalsamador y a su aprendiz.

Era realmente extraño. Había pasado toda su vida en el reino hablando con unos cuantos sacerdotes y prácticamente con nadie más. El conocimiento objetivo de que había otras personas a su alrededor siempre estuvo allí, desde luego —sirvientes, jardineros, etcétera—, pero el papel que jugaban en su existencia se reducía al de meras manchas borrosas. Él estaba arriba de todo, luego venía su familia y luego los sacerdotes y los nobles, naturalmente, y luego estaban las manchas borrosas. Oh, por supuesto que eran unas manchas borrosas estupendas y algunas de ellas podían contarse entre las manchas borrosas más soberbias del mundo entero. Ningún monarca habría podido desear una colección de manchas borrosas más leal y entusiasta sobre la que gobernar. Pero… eran manchas borrosas, y nada más.

Y sin embargo ahora concentraba toda su atención en las novedades del día y guardaba como un tesoro los últimos detalles sobre las tímidas esperanzas de conseguir un ascenso dentro del gremio que albergaba Dil, por no hablar del último capítulo en la apasionante historia del más bien torpe cortejo de que Gern estaba haciendo objeto a Glwenda, la hija del granjero cultivador de ajos que vivía cerca de su casa. Escuchaba con una mezcla de asombro y fascinación las conversaciones que iban describiendo un mundo lleno de distinciones de grado y posición tan sutiles como las del que había abandonado hacía muy poco tiempo. Pensar que había una posibilidad de que jamás llegara a saber si Gern conseguía vencer las objeciones de su padre y obtener la mano de su amada, o de si la excelente labor que Dil había hecho en su último desafío profesional —es decir, en el cadáver del faraón— le permitiría aspirar al rango de Grandiosa Variación Exaltada de los Noventa Grados de la Logia Natrónica del Gremio de Embalsamadores y Oficios Relacionados, era pura y simplemente terrible.

Era como si la muerte fuese un asombroso artilugio óptico que convertía incluso algo tan insignificante como una gota de agua en una colmena asombrosa llena de vida.

El difunto monarca descubrió que estaba empezando a sentir un impulso incontenible de dar algunos consejos de política elemental a Dil, o de informar a Gern de los indudables beneficios que le reportaría el lavarse y tratar de ofrecer un aspecto lo más respetable posible. Hizo varias intentonas. Dil y Gern podían sentir su presencia, de eso no cabía duda, pero la confundían con una corriente de aire.

Vio cómo Dil iba hacia la mesa de los vendajes y volvía sosteniendo en su mano un grueso trozo de tela que sostuvo con expresión pensativa junto a lo que incluso el faraón estaba empezando a considerar su cadáver.

—Creo que el lino le sentará bien —dijo—. Y no cabe duda de que es su color.

Gern ladeó la cabeza y observó el contraste.

—Pues yo creo que el yute no le quedaría nada mal —dijo—. O quizá el calicó…

—No, el calicó no. Cualquier cosa antes que el calicó, eso está claro. Le viene demasiado grande.

—Quizá acabaría adaptándose. Ya se sabe, con el uso y el desgaste…

Dil lanzó un bufido despectivo.

—¿El desgaste? ¿El desgaste? Oye, guárdate todas esas tonterías del calicó y el desgaste para otro, ¿quieres? Lo que me gustaría saber es qué pasaría si nos decidimos por el calicó y unos ladrones de tumbas rompen los sellos dentro de mil años. ¿Qué pasaría entonces? Oh, sí, conseguiría recorrer medio pasillo y quizá lograra estrangular a uno o dos, de acuerdo, pero luego se le empezaría a descoser todo. Los codos, por ejemplo… No quiero ni pensarlo. Me moriría de vergüenza.

—¡Pero dentro de mil años estaréis muerto de todas formas, maese Dil!

—¿Muerto? ¿Y qué tiene que ver eso con lo que estamos discutiendo? —Dil hurgó entre las muestras—. No, tendrá que ser el yute. El yute tiene mucho aguante, y el coeficiente de tracción tampoco está nada mal. Así podrá ir deprisa y no resbalar por los pasillos. Nunca se sabe cuándo puedes tener necesidad de moverte con rapidez, ¿no te parece?

El faraón suspiró. Personalmente habría preferido algo discreto y alegre que no pesara mucho, a ser posible en tafetán.

—Y haz el favor de cerrar la puerta —dijo Dil—. Cada vez hay más corrientes de aire aquí dentro.

—Y ahora ha llegado el momento de que veamos a nuestro difunto padre —dijo el gran sacerdote, y se permitió el lujo de sonreír—. Estoy seguro de que él ya está un poquito impaciente —añadió.

Teppic pensó en lo que acababa de decir. No tenía muchas ganas de ver a su padre, pero por lo menos la ceremonia serviría para distraer a los sacerdotes y les haría olvidar su obsesión de que se casara con una parienta aunque sólo fuese durante un rato. Teppic se inclinó y alargó un brazo en lo que esperaba resultara un gesto elegante y majestuoso para acariciar a uno de los gatos del palacio. Fue un error. La bestia olisqueó la mano que se le acercaba, hizo tal esfuerzo mental que bizqueó espantosamente y acabó atizándole un buen mordisco.

—Los gatos son sagrados —dijo Dios.

Las palabras que salieron de los labios de Teppic después de que hubiese recibido el mordisco le habían dejado entre sorprendido y escandalizado.

—Los gatos de patas largas, pelaje plateado y expresiones desdeñosas quizá lo sean —replicó Teppic examinando su mano—, pero en cuanto a éstos tengo mis dudas. Estoy seguro de que los gatos sagrados no van dejando ibis muertos debajo de la cama. Ah, Dios, y también estoy seguro de que los gatos sagrados que viven en un palacio rodeado por kilómetros y más kilómetros de arena no hacen sus necesidades dentro del palacio y, concretamente, sobre las sandalias del faraón.

—Todos los gatos son gatos —dijo Dios, lo cual era indiscutible pero también un tanto vago—. Y ahora, si tenéis la bondad de seguirnos…

Extendió una mano señalando hacia un arco distante.

Teppic le siguió lentamente. Llevaba lo que ya le parecían eras en su tierra natal, y seguía teniendo la sensación de que no encajaba. La atmósfera era demasiado seca. La ropa le molestaba. Hacía demasiado calor, e incluso los edificios le parecían indefiniblemente extraños. Las columnas, para empezar. En ca… en la escuela del Gremio de Asesinos las columnas eran unas cosas muy esbeltas con racimos de uvas, hojas de parra y otros adornos vegetales tallados alrededor de la parte de arriba. Aquí las columnas eran unas masas gigantescas con forma de pera, y cada vez que las miraba Teppic tenía la impresión de que la piedra se había escurrido hasta acumularse en la base.

Media docena de sirvientes iban detrás de ellos transportando los diversos objetos que simbolizaban el rango real.

Teppic intentó imitar la forma de caminar de Dios y descubrió que iba recordando los movimientos poco a poco. Tenías que girar el torso así, y luego volvías la cabeza así, y después extendías los brazos formando un ángulo de cuarenta y cinco grados con relación al cuerpo, ponías las palmas hacia abajo e intentabas dar un paso.

El báculo del gran sacerdote creaba ecos cada vez que entraba en contacto con las losas del suelo. Un ciego podría haber recorrido todo el palacio de un extremo a otro sin perderse siempre que fuese descalzo y siguiera las hileras de pequeñas oquedades que había ido creando a lo largo de los años.

—Me temo que descubriremos que nuestro padre ha cambiado un poquito desde la última vez en que le vimos —dijo Dios en un tono tan tranquilo como si quisiera charlar del tiempo.

Estaban ondulando por delante del fresco en el que la Reina Kaphut aceptaba el Tributo de los Reinos del Mundo.

—Sí, claro —dijo Teppic, algo sorprendido ante su tono de voz—. Ha muerto, ¿no?

—Cierto, cierto, ése es otro factor que no debemos olvidar —dijo Dios.

Teppic comprendió que no se había estado refiriendo a algo tan trivial como el estado físico actual del difunto faraón.

Sintió una avasalladora mezcla de horror y admiración. Dios no era especialmente cruel o insensible. Para el gran sacerdote la muerte era una simple transición irritante en el eterno negocio de la existencia, y el hecho de que las personas muriesen era una mera molestia cotidiana más, algo así como el ir de visita y descubrir que no hay nadie en casa.

«Qué mundo tan extraño —pensó Teppic—. No hay más que sombras que van de un lado a otro como si estuviesen muy ocupadas, y nunca cambia. Y yo formo parte de él…»

—¿Quién es? —preguntó.

Extendió una mano señalando un fresco particularmente grande en el que se veía a un hombre muy alto con un sombrero en forma de chimenea y una barba que parecía una soga. El carro de guerra tirado por caballos blancos que conducía estaba pasando sobre un montón de siluetas mucho más pequeñas.

—Su nombre está escrito en el cartucho que hay debajo —replicó Dios en un tono más bien seco.

—¿En el qué?

—En ese óvalo pequeño que hay debajo del fresco, Alteza —dijo Dios.

Teppic se acercó al fresco y examinó la densa masa de jeroglíficos.

—Águila flacucha, ojo, garabato, hombre con un palo, pájaro sentado en el suelo, garabato —leyó. Dios torció el gesto.

—Creo que deberíamos pensar seriamente en estudiar idiomas modernos —dijo, recobrándose un poquito del disgusto que le había producido la ignorancia de Teppic—. Su nombre es Pta-ka-ba. Es rey cuando el Imperio del Djel se extiende desde el Mar Circular hasta el Océano del Borde, cuando casi la mitad del continente nos paga tributo.

Teppic por fin se dio cuenta de qué era lo que tanto le había extrañado en la forma de hablar del gran sacerdote y que no había conseguido localizar hasta entonces. Dios era capaz de retorcer cualquier frase hasta el punto de ruptura sintáctica e incluso más allá de él si eso le permitía evitar el uso del pasado verbal. Señaló otro fresco.

—¿Y ésa? —preguntó.

—Es la Reina Khata-lina-ra-pta —dijo Dios—. Conquista el reino de Hocuantalandia mediante la astucia y los ardides. Esto ocurre en la época del Segundo Imperio.

—Pero está muerta, ¿no? —preguntó Teppic.

—Tengo entendido que sí —replicó el gran sacerdote después de una pausa tan corta que resultó casi imperceptible.

Sí, estaba claro que Dios y algunos tiempos verbales no se llevaban demasiado bien…

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