Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

La puerta que había al extremo del dormitorio giró lentamente sobre sus goznes y Arthur entró en la habitación caminando de espaldas y tirando de un chivo muy grande que no parecía tener demasiados deseos de estar allí. El chivo se resistió ferozmente cada metro del pasillo que se extendía entre las dos filas de camas.

Los chicos observaron en silencio a Arthur durante los minutos que tardó en atar el animal a los pies de su cama con una cuerda, meter las manos dentro de la bolsa y sacar de ella varias velas negras, un manojo de hierbas, un collar de cráneos y un trozo de tiza. Arthur cogió el trozo de tiza y sus rosados rasgos adoptaron la expresión entre tozuda y concentrada de quien se dispone a hacer lo que sabe es correcto pase lo que pase. Arthur dibujó un doble círculo alrededor de su cama, puso sus regordetas rodillas sobre el suelo y empezó a llenar el espacio existente entre los dos círculos con la colección de símbolos ocultos más desagradables y repulsivos que Teppic había visto en toda su vida. Les dio los últimos retoques, los examinó hasta convencerse de que no les faltaba ningún detalle, colocó las velas en puntos estratégicos del círculo y procedió a encenderlas. Las velas chisporrotearon y empezaron a desprender un olor que te sugería que dormirías mucho mejor si no sabías de qué estaban hechas.

Después alargó la mano hacia el montón de objetos que había encima de la cama, cogió un cuchillo de hoja corta y mango escarlata, fue hacia el chivo…

Una almohada cruzó los aires y chocó con su nuca.

—¡Vale ya, bastardo santurrón!

Arthur dejó caer el cuchillo y se echó a llorar. Broncalo se irguió en la cama.

—¡Has sido tú, Pesthilencio! —exclamó—. ¡Te he visto!

Pesthilencio —un chico pelirrojo bastante flaco cuya cara parecía una peca gigante—, intentó fulminarle con la mirada.

—Bueno, esto es increíble —dijo—. Quiero dormir y con tanta ceremonia religiosa suelta por aquí no hay forma de pegar ojo. Hoy en día sólo los mocosos rezan antes de acostarse, ¿no? Se supone que vamos a ser asesinos y…

—¡Cierra el pico, Pesthilencio! —gritó Broncalo—. El mundo sería un sitio bastante mejor de lo que es si todo el mundo dijera sus oraciones antes de acostarse, ¿no te parece? En lo que a mí respecta, estoy seguro de que no rezo todo lo…

Una almohada se estrelló contra su rostro impidiéndole terminar la frase. Broncalo se levantó de un salto y se lanzó sobre el chico pelirrojo moviendo los puños como si fueran las aspas de un molino de viento.

El resto del dormitorio no tardó en formar un círculo alrededor de la pareja de combatientes. Teppic aprovechó la confusión para ponerse en pie e ir hacia Arthur, quien se había sentado en el borde de su cama y seguía sollozando.

Teppic le dio unas palmaditas en el hombro. No sabía si servirían de mucho, pero se suponía que consolaban a la gente que tenía problemas.

—Yo no lloraría por eso, jovencito —gruñó.

—Pero… pero… ¡Todas las runas se han borrado! —gimió Arthur—. ¡Es demasiado tarde! ¡Y eso quiere decir que el Gran Orm vendrá a buscarme en la hora más oscura de la noche y enrollará mis entrañas alrededor de un palo!

—¿Estás seguro?

—¡Y mi madre me ha dicho que me sacará los ojos antes!

—¡Caramba! —exclamó Teppic poniendo cara de fascinación—. ¿De veras? —Su cama se hallaba situada justo enfrente de la de Arthur y Teppic pensó que estaba de suerte. Asistiría al espectáculo en primera fila—. Oye, ¿qué religión practicas?

—Somos Ormitas Estrictos Autorizados —dijo Arthur, y se sonó la nariz—. Me he dado cuenta de que no has rezado —siguió diciendo—. ¿No tienes ningún dios?

—Oh, claro que sí —respondió Teppic con voz algo vacilante—. Puedes estar seguro de que lo tengo.

—Pues no pareces querer hablar con él.

Teppic meneó la cabeza.

—No puedo —dijo—. Al menos no aquí… No podría oírme, ¿entiendes?

—Mi dios puede oírme esté donde esté —dijo Arthur con fervor.

—Bueno, pues el mío empieza a tener dificultades de audición en cuanto me voy al otro extremo del cuarto —dijo Teppic—. A veces puede ser realmente molesto.

—No serás offliano, ¿verdad? —preguntó Arthur.

Offler era un Dios Cocodrilo, y no tenía orejas.

—No.

—Bueno, entonces… ¿A qué dios adoras?

—Adorar no es la palabra adecuada —replicó Teppic sintiéndose un poquito incómodo—. No, no creo que se pueda decir que le adoro. Entiéndeme, le tengo afecto y todo eso, claro, pero… Bueno, ya que quieres saberlo… Es mi padre.

Arthur le contempló con los ojos desorbitados.

—¿Eres hijo de un dios? —murmuró.

—En mi país todo eso forma parte del ser rey —se apresuró a replicar Teppic—. No tiene que hacer gran cosa. Los sacerdotes se encargan del gobierno y la administración. La tarea principal de mi padre es asegurarse de que el río se salga de su cauce cada año, ¿entiendes? Ah, sí, y también celebra los ritos de la Gran Vaca del Arco Celeste. Bueno, al menos solía hacerlo…

—La Gran…

—Me refiero a mi madre —le explicó Teppic—. Oye, apenas nos conocemos y todo esto me resulta un poco embarazoso.

—¿Y castiga a los incrédulos fulminándolos con sus rayos?

—No lo creo. Al menos nunca me ha hablado de ello.

Arthur volvió la cabeza hacia los pies de la cama. El chivo había aprovechado la confusión para roer la cuerda con los dientes y estaba trotando hacia la puerta del dormitorio jurándose que en el futuro intentaría evitar hasta el más mínimo contacto con la religión.

—Creo que voy a tener serios problemas —dijo—. Supongo que no podrías pedirle a tu padre que hablara con el Gran Orm y le explicara que no ha sido culpa mía, ¿verdad?

—No sé… —dijo Teppic con expresión dubitativa—. Quizá pueda hacerlo. De todas formas pensaba escribir una carta a casa mañana y…

—El Gran Orm es fácil de encontrar. Normalmente está en uno de los Infiernos Exteriores —dijo Arthur—. Nos vigila y se entera de todo lo que hacemos, ¿sabes? Bueno, al menos se entera de todo lo que hago… Ahora sólo quedamos yo y mi madre, y ella es tan mayor que no creo que le cueste mucho mantenerla vigilada.

—No te preocupes. Le pediré que hable con él.

—¿Crees que el Gran Orm vendrá esta noche?

—No, no lo creo. Le diré a mi padre que se asegure de que ha entendido que no era culpa tuya y que no hace falta que se moleste en venir.

Broncalo acababa de arrodillarse sobre la espalda de Pesthilencio, le había agarrado por el cuello e intentaba agujerear la pared del otro extremo del dormitorio con su cabeza.

—Repítelo —ordenó—. Venga, venga… No hay nada malo en…

—No hay nada malo en que un tipo sea lo bastante hombre… Maldito seas, Broncalo, asqueroso…

—No te oigo, Pesthilencio —dijo Broncalo.

—Lo bastante hombre para decir sus oraciones delante de los demás, bravucón asqueroso.

—Perfecto. Y procura no olvidarlo, ¿de acuerdo?

El dormitorio no tardó en quedar a oscuras. Teppic se acostó en su cama y empezó a pensar en la religión. No cabía duda de que era un tema realmente complicado.

El valle del Djel tenía sus propios dioses y éstos no tenían nada que ver con los dioses del mundo exterior, cosa de la que el valle del Djel siempre se había sentido especialmente orgulloso. Los dioses eran justos y sabios y gobernaban las vidas de los hombres con gran prudencia y mesura, eso estaba clarísimo, pero aún así quedaban algunos puntos oscuros.

Por ejemplo, Teppic sabía que su padre hacía salir el sol, se encargaba de que el río inundara el valle cuando debía hacerlo y ese tipo de cosas. Era algo tan básico que hasta un niño de pecho estaba al corriente de ello. Los faraones habían hecho salir el sol desde los tiempos de Khuft, y había que ser realmente muy idiota para ponerlo en tela de juicio. Pero Teppic no tenía muy claro si su padre hacía salir el sol únicamente en el Valle o en todo el mundo. Que hiciera salir el sol únicamente en el Valle parecía una proposición bastante más razonable —sobre todo teniendo en cuenta que a cada día que pasaba su padre era un día más viejo y no más joven—, pero resultaba bastante difícil imaginar al sol saliendo en todas partes excepto en el Valle, y si seguías esa cadena de razonamientos acababas obteniendo una idea tan inquietante como la de que el sol saldría incluso si su padre sufría un despiste, una eventualidad que parecía bastante probable dado lo distraído que se estaba volviendo últimamente. Y, después de todo, Teppic tenía que admitir que nunca había visto que su padre hiciera nada de particular en lo tocante al sol. Lo mínimo que podías esperar era un gruñido de esfuerzo al amanecer, ¿no? Su padre nunca se levantaba hasta después de la hora de desayunar, y a pesar de eso el sol salía como si tal cosa.

Tardó bastante en conciliar el sueño. Dijera lo que dijese Broncalo la cama era demasiado blanda, el dormitorio estaba demasiado frío y, lo peor de todo, el cielo que se extendía al otro lado de los ventanales estaba demasiado oscuro. En el valle del Djel habría estado iluminado por los resplandores de la necrópolis y el fantasmagórico pero familiar y reconfortante brillo de las llamas silenciosas, como si los antepasados siguieran vigilando su valle para que no le ocurriese nada malo. No, aquella oscuridad no le gustaba nada…

La noche siguiente un chico que había nacido en la costa intentó encerrar al ocupante de la cama contigua en una jaula de mimbre que había hecho en la clase de Manualidades y trató de prenderle fuego, pero no se lo tomó con mucho entusiasmo y el otro chico logró escapar de la jaula; y a la noche siguiente Snoxall —que ocupaba la cama situada junto a la puerta y venía de un país minúsculo perdido en los bosques—, se pintó el cuerpo de verde y pidió voluntarios que se dejaran sacar los intestinos para atarlos a las ramas de un árbol. El martes hubo una pequeña guerra entre los que adoraban a la Diosa Madre en su aspecto lunar y los que la adoraban en su aspecto de mujer increíblemente gorda con un par de nalgas descomunales. Después de aquello los profesores decidieron intervenir y les explicaron que la religión era algo magnífico, pero que no había que llevarla demasiado lejos.

Teppic ya había albergado la sospecha de que la falta de puntualidad no sería perdonada, pero aun así Mericet tenía que llegar a la torre un poco antes que él, ¿no? Y Teppic iba a seguir la ruta directa. El anciano no podía llegar allí antes que él. Naturalmente, no había que olvidar que tampoco podía haber llegado al callejón antes que Teppic, pero el tablón había desaparecido… Teppic se dijo que Mericet debía haber quitado el tablón antes de hacerle el examen oral y que había trepado hasta el tejado mientras él escalaba la pared, pero ni él mismo se creía una sola palabra de sus razonamientos.

Corrió a lo largo de un tejado con los sentidos en estado de alerta máxima para que le avisaran de si había alguna teja suelta o una trampa de alambres. Su imaginación estaba muy atareada equipando cada sombra con un pelotón de siluetas que le observaban.

La torre del gong no tardó en alzarse delante de él. Teppic se quedó inmóvil y la contempló. Ya la había visto en mil ocasiones, y la había escalado muchas veces aunque eso sólo te proporcionaba 1,8 puntos —a pesar de que la cúpula de latón en que terminaba era un obstáculo bastante interesante—, por lo que la torre formaba parte del paisaje cotidiano con el que estaba familiarizado. Esa familiaridad era lo que hacía que enfrentarse a ella ahora resultara tan terrible. La torre se había convertido en una silueta achaparrada y amenazadora que se recortaba contra el cielo grisáceo.

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