Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Estaba luchando con el terrible palpitar de sus piernas, las cuales no paraban de insistir en que deberían estar moviéndose por el pasillo central a fin de supervisar el Rito del Cielo Bajo. Su cuerpo exigía el alivio que sólo podía encontrar al otro lado del río. Y cuando hubiera cruzado el río no volvería jamás… pero siempre decía eso, claro.

—En ausencia del faraón el gran sacerdote debe asumir sus deberes. ¿No es así, Dios? —preguntó Koomi.

Era cierto. Estaba escrito. En cuanto algo quedaba escrito ya no podías alterarlo. Dios mismo lo había escrito, aunque ya hacía mucho tiempo de eso.

Dios inclinó la cabeza. Esto era peor que la fontanería, esto era peor que cualquier catástrofe moderna. Y pese a ello… pese a ello… cruzar el río…

—Muy bien —dijo—. Tengo una última petición que hacer.

—¿Sí?

La voz de Koomi había adquirido repentinamente un timbre que la hacía mucho más fácil de oír. Ya era la voz de un gran sacerdote.

—Deseo ser enterrado en… —empezó a decir Dios.

El murmullo de los sacerdotes que podían contemplar el otro lado del río le impidió terminar la frase.

Todos los ojos se volvieron hacia la lejana mancha de tinta que era la orilla.

Las legiones de los monarcas de Djelibeibi se habían puesto en movimiento.

Avanzaban tambaleándose y tropezando, pero cubrían terreno con mucha rapidez. Había pelotones, batallones enteros de momias. Ya no necesitaban el mazo de Gern.

—Debe de ser cosa del adobo —dijo el faraón mientras observaba cómo las manos vendadas de media docena de antepasados arrancaban un sello incrustado en la piedra—. Te hace más correoso.

Algunos de los antepasados más viejos se dejaban llevar por el entusiasmo y atacaban las mismísimas pirámides con tanto vigor que lograban mover bloques de piedra más altos que ellos. El faraón no les culpaba. Qué terrible era estar muerto y saber que lo estabas, y que pasarías toda le eternidad encerrado en las tinieblas…

«Nunca me meterán dentro de una de esas cosas», se prometió.

La marea de las momias llegó a otra pirámide. La pirámide era una estructura pequeña, oscura y no muy alta, medio enterrada en las dunas de arena acumulada por el viento, y los peñascos de bordes toscamente redondeados que la formaban apenas si habían conocido las manos de los canteros. Estaba claro que había sido edificada mucho antes de que el Reino dominara el arte de construir pirámides, y más que una pirámide parecía un montón de rocas.

Tallados sobre el umbral se veían los jeroglíficos angulosos y profundos del Reino Primordial: Khuft me mandó erigir. La primera.

Varios antepasados fueron hacia ella.

—Oh, oh —dijo el faraón—. Quizá estemos yendo demasiado lejos.

—La Primera… —murmuró Dil—. La Primera de todo el Reino… Antes de que se construyera no había nadie; sólo hipopótamos y cocodrilos. Setenta siglos nos contemplan desde el interior de esa pirámide. Es más vieja que cualquier…

—Sí, sí, de acuerdo —le interrumpió Teppicamón—. No creo que haya ninguna razón para ponerse lírico, ¿entendido? Fue un hombre, igual que todos nosotros.

—Y Khuft el camellero contempló el valle… —empezó a salmodiar Dil.

—Et tras llevar siete milenarios de años dentro cierto estoy de que apetecerale volver a contemplarlo, et mucho —dijo secamente Eskh-aler-atep.

—Aun así… —murmuró el faraón—. No sé, me parece un poco…

—Toda la caravedalia igual est —dijo Eskh-aler-atep—. Tú, zagal. Llámale et despabílale.

—¿Quién, yo? —balbuceó Gern—. Pero él fue el Pri…

—Sí, sí, ya hemos hablado de todo eso —le cortó Teppicamón—. Vamos, hazlo. Todo el mundo se está impacientando, y supongo que él también.

Gern puso los ojos en blanco y levantó el mazo. Se disponía a hacerlo caer sobre el sello con un silbido cuando Dil echó a correr hacia adelante haciendo que Gern bailoteara locamente sobre sus pies para no enterrar el mazo en la cabeza de su maestro gremial. Gern logró salir vencedor de su lucha contra la inercia, pero el esfuerzo estuvo a punto de tener graves consecuencias para su ingle.

—¡Está abierta! —exclamó Dil—. ¡Mirad! ¡El sello gira a un lado con solo tocarlo!

—¿Acaso pretendieres decirnos por ventura que non se halla en su morada?

Teppicamón dio un paso tambaleante hacia adelante, se agarró a la puerta de la pirámide y descubrió que no costaba nada moverla. Después examinó la piedra que había debajo. Estaba medio cubierta de polvo y arena, pero no cabía duda de que alguien se había ocupado de mantener despejado un camino que conducía hasta el interior de la pirámide. Y la piedra estaba muy desgastada, como si hubiera soportado el roce de muchos pies…

Y, naturalmente, eso indicaba que en aquella pirámide estaba ocurriendo algo muy raro. Después de todo, lo habitual era que cuando habías entrado en una pirámide ya no volvieras a salir jamás de ella.

Las momias examinaron la piedra de la entrada e intercambiaron crujidos de sorpresa. Una de las más viejas —un montón de vendajes tan antiguos que apenas conseguían mantenerse unidos—, emitió un ruido idéntico al de una colonia de termitas que por fin consigue adueñarse de la última rama intacta de un árbol.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Teppicamón.

La momia de Eskh-aler-atep se encargó de traducírselo.

—Ha proclamado et afirmado que esto parécele Espeluznante et un tanto Misterioso —graznó.

El difunto faraón asintió.

—Voy a echar un vistazo. Eh, los vivos, venid conmigo.

Dil se puso pálido.

—Oh, venga, hombre —dijo secamente Teppicamón mientras abría la puerta—. Oye, yo no estoy asustado. Demuestra que tienes redaños. Nosotros ya nos hemos despedido de ellos, pero no lo estamos haciendo tan mal, ¿verdad?

—Pero necesitaremos un poco de luz —protestó Dil.

Las momias más cercanas se apresuraron a retroceder tambaleándose en cuanto Gern sacó su cajita de yesca y pedernal del bolsillo y la ofreció tímidamente a su maestro.

—Necesitaremos algo para quemar —dijo Dil.

Las momias retrocedieron un par de pasos más y empezaron a murmurar entre ellas.

—Ahí dentro hay antorchas —dijo Teppicamón. Su voz sonaba ligeramente ahogada—. Tú te encargarás de mantenerlas alejadas de mí, muchacho.

Era una pirámide muy pequeña desprovista de laberinto y de trampas, y sólo consistía en un pasadizo que iba ascendiendo. Los embalsamadores siguieron al faraón temblando y esperando ver horrores innombrables saltando sobre ellos en cualquier momento, y el trío acabó llegando a una pequeña cámara cuadrada que olía a arena. El techo estaba ennegrecido por el hollín.

No había sarcófago ceremonial, ataúd ni terrores nombrables o innombrables. El centro de la cámara estaba ocupado por un bloque de piedra sobre el que se veían una manta y una almohada.

Ni la manta ni la almohada tenían un aspecto particularmente antiguo. Casi resultaba decepcionante.

Gern miró a su alrededor.

—No está nada mal, ¿eh? —dijo—. Parece muy cómodo.

—No —dijo Dil.

—¡Eh, señor rey, venid a ver! —exclamó Gern, y trotó hacia uno de los muros de la cámara—. Fijaos. Alguien ha estado haciendo señales en la pared. Fijaos en todas esas rayitas…

—Y en ésta —dijo el faraón—, y en el suelo también. Alguien ha estado contando. Hay una rayita encima de cada grupo de diez rayitas, ¿veis? Alguien ha estado contando cosas. Montones de cosas…

Se echó hacia atrás.

—¿Qué cosas ha contado? —preguntó Dil mirando por encima de su hombro.

—Es muy extraño —murmuró el faraón, y se inclinó hacia adelante—. Apenas se pueden distinguir las inscripciones que hay debajo.

—¿Podéis leerlas, rey? —preguntó Gern dando muestras de lo que a Dil le pareció un entusiasmo totalmente innecesario.

—No. Están en uno de los dialectos más viejos. No consigo distinguir ni un bendito jeroglífico —dijo Teppicamón—. No me extrañaría que ya no hubiese ninguna persona capaz de leerlas.

—Qué pena —dijo Gern.

—Cierto —dijo el faraón, y suspiró.

El trío se sumió en un silencio bastante lúgubre y contempló las inscripciones durante unos momentos.

—Quizá podríamos hablar con los muertos para averiguar si hay alguno que sea capaz de leerlas —dijo Gern de repente.

—Eh… Gern —dijo Dil dando un paso hacia atrás.

El faraón se inclinó hacia Gern y le dio una palmada en la espalda. El aprendiz se tambaleó y estuvo a punto de caerse de narices.

—¡Una idea condenadamente inteligente! —exclamó—. Bastará con traer aquí a uno de los antepasados realmente antiguos y… —Se quedó callado y se le encorvaron los hombros—. No servirá de nada. Nadie podrá comprenderle.

—¡Gern! —exclamó Dil.

Sus ojos estaban sufriendo un aparatoso proceso de desorbitamiento acelerado.

—No, rey, sí que servirá de algo —dijo Gern, quien estaba disfrutando muchísimo con aquella libertad de pensamiento recién descubierta—, porque… por la razón de que… todo el mundo entiende a alguien, ¿verdad?, y lo único que hemos de hacer es averiguar quién entiende a quién.

—Eres un chico muy listo —dijo el faraón.

—¡Gern!

El faraón y el aprendiz se volvieron hacia Dil y le contemplaron con expresión de asombro.

—Maese Dil, ¿os encontráis bien? —preguntó Gern—. Os habéis puesto muy blanco de repente.

—La a… —farfulló Dil.

El maestro embalsamador estaba tan aterrorizado que tenía todos los músculos rígidos.

—¿La qué, maese Dil?

—La an… fíjate en la an…

—Creo que le convendría acostarse un rato —dijo el faraón—. Conozco a esta clase de personas, ¿sabes? Los artistas son muy excitables y cualquier emoción fuerte…

Dil tragó una honda bocanada de aire.

—¡Gern, mira lo que le está pasando a la maldita antorcha!

El faraón y Gern se volvieron hacia la antorcha.

La antorcha había decidido arder al revés y estaba convirtiendo las cenizas negras en paja seca.

El Viejo Reino se extendía delante de Teppic, y no parecía real.

Volvió la cabeza hacia Maldito Bastardo, quien acababa de meter el hocico en el arroyo que corría junto al camino y hacía un ruido idéntico al que se produce cuando intentas sorber la última gota de tu vaso de batido.[27] Maldito Bastardo parecía francamente real —no hay que olvidar que en cuestiones de solidez y realidad es muy difícil superar a un camello—, pero el paisaje poseía una cualidad curiosamente vacilante, como si aún no hubiese decidido si quería estar allí o en otro sitio.

Con la excepción de la Gran Pirámide, claro. La Gran Pirámide era una masa enorme agazapada en el centro de la perspectiva y parecía tan real como el alfiler que clava una mariposa al tablero de corcho. También se las arreglaba para parecer extremadamente sólida, como si estuviera absorbiendo la solidez de todo el paisaje y la acumulara en su estructura.

Bueno, por lo menos Teppic estaba allí. Fuera donde fuese ese allí, claro…

¿Cómo se mata una pirámide?

¿Y qué ocurriría si consiguieses matarla?

Teppic había decidido actuar basándose en la hipótesis de que todo volvería a su lugar anterior, o sea al estanque de tiempo recirculado del Viejo Reino.

Observó a los dioses durante un rato y se preguntó qué demonios eran y por qué no parecía importar demasiado lo que fuesen. Los dioses absortos en sus incomprensibles quehaceres divinos daban la impresión de ser tan poco reales como la tierra sobre la que se movían. El mundo no era más que un sueño, y Teppic se sentía incapaz de sorprenderse por nada. Si hubiera visto pasar delante de él a siete vacas muy gordas apenas les habría echado un vistazo distraído.

Volvió a montar sobre la grupa de Maldito Bastardo e hizo que el camello avanzara por el camino balanceándose lentamente de un lado a otro. Los campos que lo flanqueaban tenían todo el aspecto de haber sido concienzudamente devastados.

El sol había empezado a hundirse en el horizonte. Los dioses del crepúsculo y de la noche habían conseguido imponerse a los dioses de la luz diurna, pero la contienda había sido larga y encarnizada, y si cometías la imprudencia de pensar en todas las cosas que le ocurrirían ahora —ser devorado por diosas, ser llevado en embarcaciones por debajo del mundo, etcétera—, no tardabas en sospechar que había muy pocas posibilidades de que el pobre sol volviera a subir por el cielo al día siguiente.

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