Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—Así pues, hermanos… y hermana, naturalmente… hemos de preguntarnos… hemos de preguntarnos… eh… sí… —Ya lo tenía. La nueva confianza en sí mismo que le invadió hizo que su voz perdiera el tono vacilante del comienzo—. Sí, hemos de preguntarnos cuál es la razón de que los dioses y las diosas estén entre nosotros. Y no me cabe duda de que si están aquí es porque no hemos sido lo bastante asiduos y devotos en nuestra adoración y porque… eh… nos hemos dejado dominar por la concupiscencia y nos hemos prosternado ante ídolos litografiados.

Los sacerdotes intercambiaron miradas entre perplejas y preocupadas. ¿Eso habían hecho? Y, pensándolo bien, ¿cómo te las arreglabas para hacer algo así?

—Y… Sí, ¿y qué pasa con los sacrificios? Hubo un tiempo en el que un sacrificio era un sacrificio, no esas tonterías con gallinas y flores de ahora.

La última frase provocó unas cuantas toses entre la audiencia sacerdotal.

—Perdona, pero… ¿Estamos hablando de doncellas? —preguntó un sacerdote con voz vacilante.

—Ejem…

—Y también de jóvenes faltos de experiencia, evidentemente —se apresuró a añadir el sacerdote que había hecho la pregunta.

Sarduk era una de las diosas más antiguas, y sus adoradoras se reunían en bosquecillos sagrados donde hacían cosas francamente desagradables. La mera idea de Sarduk vagabundeando por el país con sangre hasta los codos bastaba para erizar los pelos de cualquiera.

El corazón de Koomi estaba latiendo a toda velocidad.

—Bueno, ¿por qué no? —replicó—. Por aquel entonces todo iba mejor, ¿no?

—Pero… eh… Yo creía que habíamos decidido prescindir de esa clase de ceremonias. Debido al declive de la población y todo lo demás, ya sabes…

Las aguas del río temblaron agitadas por un monstruoso chapoteo. Khal-la, el Dios con Cabeza de Serpiente del Alto Djel, emergió a la superficie y contempló a los sacerdotes con expresión tan solemne como inescrutable. Fhez, el Dios con Cabeza de Cocodrilo del Bajo Djel, emergió a su lado un instante después y trató de arrancarle la cabeza con un enérgico mordisco que estuvo a punto de conseguir su objetivo. Las dos divinidades se sumergieron envueltas en una columna de espuma y una marejada de fuerza tres que se esparció sobre el balcón.

—Ah, pero puede que el declive de la población tuviera como única causa el que dejamos de sacrificar vírgenes… de ambos sexos, naturalmente —se apresuró a añadir Koomi—. ¿Habíais pensado alguna vez en esa posibilidad?

Los sacerdotes pensaron en ella, le dieron unas cuantas vueltas y decidieron pensar en ella un poquito más.

—Creo que el faraón no lo aprobaría… —dijo cautelosamente un sacerdote.

—¿El faraón? —gritó Koomi—. ¿Dónde está el faraón? ¡Venga, traedlo aquí y enseñádmelo! ¡Preguntadle a Dios dónde está el faraón!

Algo cayó junto a sus pies haciendo bastante ruido. Koomi bajó la vista y, horrorizado, contempló cómo la máscara dorada rebotaba y seguía rodando en dirección a los sacerdotes, quienes se apresuraron a dispersarse en todas direcciones como otros tantos bolos hartos de recibir impactos.

Dios entró en la zona iluminada por la cada vez más disputada bola del sol. Estaba tan furioso que tenía la cara de un color grisáceo.

—El faraón ha muerto —anunció.

La presión de su furia era tan palpable que Koomi se tambaleó, pero logró recobrar el control de sí mismo de una forma admirable.

—Entonces su sucesor… —empezó a decir.

—No hay ningún sucesor —dijo Dios.

El gran sacerdote alzó la cabeza hacia el cielo. Muy pocas personas pueden mirar directamente al sol, pero el veneno que hervía y burbujeaba en los ojos de Dios era tan letal que el sol decidió no tomárselo en cuenta y desvió la mirada como si no se hubiese enterado. Los ojos de Dios bajaron lentamente, quedaron enfilados hacia aquella nariz temible y se clavaron en la sala. Sus pupilas parecían dos miras telescópicas.

—Presentarse aquí como si fueran los amos… Cualquiera diría que el reino es suyo. ¿Qué se han creído? —dijo Dios como si hablara con el aire.

Koomi sintió que se le aflojaban las mandíbulas. Abrió la boca para protestar, pero una mirada francamente kilovática le impidió hacerlo.

Koomi se volvió hacia el grupo de sacerdotes buscando apoyo, pero sus colegas estaban muy ocupados inspeccionándose las uñas o examinando las motas de polvo que flotaban delante de sus narices. El mensaje no podía estar más claro. Tendría que apañárselas solo, aunque si por algún milagro conseguía salir vencedor de la inminente batalla de voluntades que se iba a producir no tardaría en quedar rodeado de seguidores entusiastas que le asegurarían que siempre habían estado con él.

—Bueno, son los que mandan, ¿no? —farfulló.

—¿Qué?

—Ellos… Eh… Son los que mandan, Dios —repitió Koomi, y no pudo seguir conteniendo por más tiempo la ira que se había acumulado en su interior—. ¡Por todos los Empapes de la historia, son los malditos dioses!

—Son nuestros dioses —siseó Dios—. Pero nosotros no somos su pueblo, ¿entendido? ¡Son mis dioses, y aprenderán a obedecer las instrucciones que se les den!

Koomi decidió renunciar al ataque frontal. Aquella mirada de zafiro ganaría cualquier concurso de resistencia pupilar, esa nariz tan afilada como un hacha de guerra podía abrirse paso a través de cualquier muro de argumentos que se le pusiera delante y, por encima de todo, ningún hombre podía albergar la esperanza de que lograría hacer mella en la aterradora aleación emocional compuesta a partes iguales de tengo-razón y no-me-equivoco que protegía al gran sacerdote.

—Pero… —consiguió balbucear.

Dios le hizo callar alzando una mano temblorosa.

—¡No tienen ningún derecho! —gritó—. ¡No he dado ninguna orden al respecto! ¡No tienen derecho!

Las manos de Dios se abrían y se cerraban espasmódicamente. Se sentía más o menos como habría podido sentirse un monárquico de toda la vida, un monárquico devoto que recortaba las fotos de la realeza en los periódicos y las pegaba en un álbum de recortes, un monárquico que no consentía que nadie hablara mal de Sus Majestades en su presencia porque hacían un trabajo magnífico y estaban allí para poder defenderse… si la familia real al completo se hubiera presentado en su sala de estar y hubiese empezado a cambiar de sitio todos los muebles sin tomarse la molestia de pedirle permiso antes. Dios anhelaba la necrópolis, y el frío silencio de que gozaría cuando volviera a estar entre sus viejos amigos, y echar una siestecita después de la que podría pensar con mucha más claridad que ahora…

Koomi sintió que el corazón le daba un vuelco. La visible incomodidad de Dios era una grieta, y si la trabajaba con el cuidado y la atención debidas quizá consiguiera meter una cuña en ella. Habría que ser muy sutil, naturalmente, y métodos tan groseros como los martillazos quedaban descartados desde el principio. El cráneo de Dios era tan duro que ni todos los martillos del mundo podrían hacerle cambiar de opinión.

El anciano sacerdote volvía a temblar.

—Jamás se me ocurriría decirles cómo han de gobernar el Aquí-abajo —murmuró—. ¿Cómo se atreven a decirme cuál es la forma más adecuada de gobernar mi reino?

Koomi echó un poco de sal sobre aquella frase para conservarla con vistas a su estudio posterior —su aparente potencial como delito de alta traición podía resultarle muy útil para el futuro—, la archivó en su mente y le dio una palmadita en la espalda.

—Tienes razón, claro —dijo.

Dios volvió lentamente la cabeza y le miró.

—¿Sí? —preguntó con bastante suspicacia.

—Estoy seguro de que encontrarás una solución —dijo—. Después de todo eres el primer ministro del faraón, ¿no?

Koomi se volvió hacia el grupo de sacerdotes, levantó una mano y éstos respondieron obedientemente con un coro de entusiástico asentimiento. Quizá no pudieras confiar en los monarcas y en las divinidades, pero siempre podías confiar en el viejo Dios. La ira de los dioses podía errar el blanco, pero la de Dios tenía una puntería infalible. No había ni uno solo de ellos que prefiriese la no muy precisa ira divina a la furia del gran sacerdote. Dios les aterrorizaba de una forma muy clara y humana que jamás estaría al alcance de ninguna entidad sobrenatural. Sí, Dios les sacaría de aquel lío.

—Y haremos oídos sordos a todos esos rumores ridículos sobre la desaparición del faraón que corren por ahí —dijo Koomi—. Estamos seguros de que son exageraciones totalmente carentes de base que no tienen ni el más mínimo fundamento.

Los sacerdotes asintieron mientras un rumorcito minúsculo desenroscaba su cola en la mente de cada uno.

—¿Qué rumores? —preguntó Dios por una comisura de los labios.

—Así pues, oh reverenciado gran sacerdote, te pedimos que nos ilumines y nos muestres el camino a seguir —dijo Koomi.

Dios abrió la boca y volvió a cerrarla.

No sabía qué hacer, y para él eso era una experiencia sin precedentes. Estaba ante un claro caso de Cambio.

Su mente se había convertido en un confuso remolino de pensamientos, y lo único que estaba claro de cuanto se agitaba dentro de ella eran las palabras del Ritual de la Tercera Hora que había pronunciado en ese momento del día desde… ¿Cuántos años habían pasado desde la primera vez? ¡Demasiados, demasiados! Dios tendría que haber abandonado sus deberes hacía ya mucho tiempo para gozar del bien merecido descanso que se había ganado, pero nunca encontraba el momento adecuado, nunca había nadie lo suficientemente capacitado, sin él todos habrían estado perdidos, el reino se habría hundido, habría traicionado la confianza de todos los que dependían de él, y… Y Dios había cruzado el río, y cada vez que lo cruzaba se prometía que era la última vez, pero nunca lo era y cuando el frío se iba apoderando de sus miembros volvía a cruzar las aguas y las décadas se habían ido volviendo… ¿Qué? ¿Más largas? Sí, las décadas se habían ido alargando. Y ahora, justo cuando su reino le necesitaba, las palabras del Ritual parecían haberse grabado en los senderos de su cerebro como si tuvieran voluntad propia y estaban frustrando todos sus intentos de pensar.

—Eh… —dijo.

Maldito Bastardo masticaba y era feliz. Teppic le había atado demasiado cerca de un olivo, y el pobre árbol estaba sufriendo el equivalente a una poda terminal. De vez en cuando el camello dejaba de masticar, alzaba la mirada durante unos momentos hacia las gaviotas que revoloteaban sobre la ciudad de Efebas y las sometía a un breve pero letal ametrallamiento con huesos de aceituna.

Su cerebro estaba muy ocupado dando vueltas a un nuevo concepto de física tau-dimensional muy interesante que unificaba el tiempo, el espacio, el magnetismo, la gravedad y, por alguna razón que Maldito Bastardo aún no tenía demasiado clara, la coliflor. De vez en cuando emitía sonidos que recordaban a los de una cantera lejana durante las fases más estrepitosas del trabajo, pero Maldito Bastardo era un camello y por lo tanto los ruidos sólo indicaban que todos los estómagos de que se hallaba provisto estaban funcionando a la perfección.

Ptraci estaba sentada debajo del olivo y se entretenía alimentando a la tortuga con hojas de parra.

El calor rebotaba en las blancas paredes de la taberna con un crujido casi audible, pero Teppic no podía evitar encontrarlo muy distinto al calor del Viejo Reino. Allí incluso el calor era viejo; la atmósfera carecía de vida y olía a moho y te oprimía como una prensa hasta que tenías la sensación de que el aire había sido obtenido hirviendo siglos. Aquí había una brisa marina que ayudaba a soportar el calor. El aire olía a cristales de sal, y llevaba consigo atisbos de vino que te hacían cosquillas en la nariz… más que atisbos, de hecho, ya que Xeno iba por su segunda ánfora. Efebas era la clase de lugar en el que las cosas se arremangaban y empezaban a ocurrir.

—Pero sigo sin entender lo de la tortuga —dijo Teppic con cierta dificultad.

Acababa de probar su primer sorbo del vino de Efebas, y había descubierto que uno de sus efectos más extraños parecía ser el de que te dejaba la garganta recubierta por una capa de barniz.

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