Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—He aprendido siete idiomas —dijo Teppic, envalentonado por la seguridad de que las calificaciones obtenidas en tres de esos siete idiomas estaban a buen recaudo en los archivos del Gremio y allí seguirían.

—¿De veras, Alteza?

—Oh, sí. Morporkiano, vanglemeshto, efébico, laotatiano y… algunos más —dijo Teppic.

—Ah. —Dios asintió, sonrió y siguió avanzando por el pasillo. Cojeaba ligeramente, pero aun así verle caminar te hacía pensar en el tictac del gran reloj de los siglos—. Las tierras bárbaras, ¿eh?

Teppic contempló a su padre. Los embalsamadores habían hecho un buen trabajo, y bastaba con mirarles para comprender que estaban esperando oírselo decir.

«Estoy contemplando un cadáver envuelto en vendas —dijo la parte de su ser que seguía viviendo en Ankh-Morpork—, y supongo que no creerán que envolverle en vendas le ayudará en algo, ¿verdad? En Ankh te mueres y te entierran o te queman o te arrojan a los cuervos. Aquí el morirse significa que debes adaptarte a una existencia muy sedentaria y que a partir de ese momento te darán lo mejor que haya en la cocina. Es ridículo… ¿Cómo se puede gobernar un reino semejante? Parecen creer que estar muerto es como estar sordo. Basta con hablar un poco más alto y todo arreglado.»

Pero Teppic también podía oír una segunda voz mucho más vieja que la primera. «Llevamos siete mil años gobernando un reino así —dijo la segunda voz—. Aquí el cultivador de melones más humilde puede enorgullecerse de un linaje tan antiguo que a su lado los reyes de otras tierras parecen efímeros. Tuvimos que acabar vendiéndolo para pagar las pirámides, cierto, pero hubo un tiempo en el que todo el continente era nuestro. Ni tan siquiera pensamos en los países que tienen menos de tres mil años de historia. Todo parece funcionar bien. ¿Para qué cambiar?»

—Hola, padre —dijo Teppic.

La sombra de Teppicamón XXVII le había estado observando con gran atención y se apresuró a cruzar la habitación en cuanto le oyó hablar.

¡Tienes un aspecto magnífico! —exclamó—. ¡Me alegro mucho de verte! Escucha, esto es muy importante. Préstame atención, por favor. Es sobre la muerte y…

Dice que le complace mucho veros —dijo Dios.

—¿Puedes oírle? —preguntó Teppic—. Yo no he oído nada.

—Los muertos hablan a través de los sacerdotes, naturalmente —dijo el gran sacerdote—. Es la costumbre, Alteza.

—Pero él puede oírme, ¿verdad?

—Por supuesto.

He estado pensando en todo eso de la pirámide y… En fin, no estoy muy seguro de si es una buena idea.

Teppic se inclinó sobre la cabeza de su padre.

—Muchos recuerdos de la tía —dijo en voz alta. Pensó en lo que acababa de decir, y decidió que quizá no había sido muy claro—. Me refiero a mi tía, no a la tuya…

«Eso espero», añadió mentalmente.

Hijo, ¿puedes oírme?

Vuestro padre os saluda desde el mundo que se encuentra más allá del velo —dijo Dios.

Bueno, sí, supongo que sí, pero escucha, no quiero que te tomes la molestia de construir una…

Te construiremos una pirámide maravillosa, padre. Te gustará, te lo aseguro… Habrá gente que cuidará de ti y dispondrás de todo lo que te haga falta. —Teppic volvió la cabeza hacia Dios buscando alguna clase de confirmación—. Eso le gustará, ¿verdad?

¡No quiero una pirámide! —aulló el faraón—. Hay toda una eternidad de lo más interesante que aún no he visto. ¡Te prohíbo que me encierres en una pirámide!

Dice que así es como tiene que ser y que sois un hijo respetuoso y obediente —dijo Dios.

¿Puedes verme? ¿Cuántos dedos te estoy enseñando? Supongo que crees que pasar el resto de tu muerte debajo de un millón de toneladas de roca viendo cómo te vas desmoronando resulta divertido, ¿eh? ¿Es ésa tu idea de una época digna de ser recordada?

Me parece que este lugar está lleno de corrientes de aire, Alteza —dijo Dios—. Creo que será mejor que nos vayamos.

¡Y además no puedes permitirte gastar tanto dinero!

Y pondremos tus frescos y tus estatuas favoritas dentro de la pirámide. Te gustará, ¿verdad? —preguntó Teppic en un tono de voz que empezaba a ser francamente desesperado—. Todas tus cositas, tus objetos personales… No te faltará nada, ya lo verás.

Salieron al pasillo y fueron hacia la sala del trono.

—Le gustará, ¿verdad? —preguntó Teppic mirando a Dios—. Es que a veces… No sé, tengo la sensación de que no le hace demasiada gracia.

—Os aseguro que no puede tener ningún otro deseo, Alteza —dijo Dios.

El silencio volvió a adueñarse de la sala de embalsamamiento. Teppicamón XXVII intentó atraer la atención de Gern dándole un golpecito en el hombro y, naturalmente, no lo consiguió. El difunto faraón lanzó un suspiro de cansancio y se sentó junto a sí mismo.

—No lo hagas, chico—dijo con amargura—. Arréglatelas como puedas, pero procura no tener descendencia.

Y allí estaba. Bastaba con verla para darse cuenta de que era la Gran Pirámide.

Teppic caminó alrededor del modelo. Sus pies creaban ecos al moverse sobre las losas de mármol. No estaba muy seguro de lo que se suponía que debía hacer, pero sospechaba que los reyes tenían que pasar con mucha frecuencia por ese tipo de situaciones. Bueno, siempre quedaba el viejo e infalible recurso de mostrar interés.

—Bien, bien… —dijo—. ¿Y cuánto tiempo llevas diseñando pirámides?

Ptaclusp, arquitecto y constructor de pirámides para la nobleza, le hizo una profunda reverencia.

—Toda mi vida, oh luz del mediodía.

—Supongo que es un trabajo fascinante, ¿eh? —dijo Teppic.

Ptaclusp lanzó una rápida mirada de soslayo al gran sacerdote, quien asintió con la cabeza.

—Tiene sus cosas buenas, oh manantial de las aguas —se atrevió a decir.

Ptaclusp no estaba acostumbrado a que un faraón le hablara como si fuese un ser humano, y tenía la vaga sensación de que no era demasiado correcto.

Teppic movió una mano señalando al modelo que había sobre el estrado.

—Sí —dijo con voz algo vacilante—. Bien, perfecto… Cuatro muros y una punta arriba de todo. Estupendo, estupendo… Es de primera calidad, ¿eh? Te das cuenta enseguida.

La cantidad de silencio que había a su alrededor seguía pareciéndole demasiado elevada, y Teppic decidió que la única forma de que no le asfixiara era continuar hablando.

—Magnífica, magnífica —dijo—. Sí, no cabe duda, ¿verdad? Esto sí que es una pirámide. ¡Y menuda pirámide! Sí, sí…

Seguía teniendo la impresión de que se esperaba algo más de él, y empezó a estrujarse los sesos buscando desesperadamente más palabras.

—La gente la contemplará en siglos venideros y quienes la vean dirán… dirán… dirán «¡Vaya maravilla de pirámide!». Sí… Esto… —Tosió—. La pendiente de los muros es preciosa, ¿no? —logró graznar—. Pero…

Dos pares de ojos giraron velozmente hacia él.

—Eh… —dijo Teppic. Dios enarcó una ceja.

—¿Alteza?

—Creo recordar que en una ocasión mi padre dijo que cuando… en fin, ya sabes… que cuando se… cuando se muriera le gustaría que… que… que le enterráramos en el mar.

El bufido de incredulidad ofendida que había estado esperando oír no se produjo.

—Se refería al delta —dijo Ptaclusp—. El suelo de esa zona es muy blando. Haría falta trabajar meses enteros para conseguir unos cimientos mínimamente decentes. Y, claro, luego corres el riesgo de que haya hundimientos, y no hay que olvidar la humedad. La humedad dentro de una pirámide es lo peor que hay.

—No, claro —dijo Teppic sudando bajo la mirada implacable de Dios—. Creo que mi padre pensaba en… bueno, yo… creo que quería ser enterrado no al lado del mar o cerca del mar sino… eh… dentro del mar.

La frente de Ptaclusp se llenó de arrugas.

—Vaya, eso es bastante más complicado —dijo con voz pensativa—. Es una idea muy interesante, desde luego. Sí, supongo que se podría hacer. Habría que construir una pirámide pequeña, un millón de toneladas como mucho, y transportarla sobre pontones o algo así…

—No —dijo Teppic intentando contener la risa—. Creo que mi padre pensaba en ser enterrado sin…

—Teppicamón XXVII sólo quiere una cosa y es que se le entierre sin ninguna dilación y lo más deprisa posible —dijo Dios en un tono de voz algo más untuoso que la seda engrasada—. Y no cabe duda de que necesitará lo mejor que puedas construir, arquitecto.

—No, estoy seguro de que lo has entendido mal —dijo Teppic.

Los rasgos de Dios se quedaron absolutamente inmóviles. Ptaclusp adoptó la expresión entre incómoda y atontada de quien se encuentra repentinamente de más en un lugar, y empezó a contemplar el suelo como si su supervivencia dependiera de que memorizase hasta el más mínimo detalle de las losas.

—¿Mal? —murmuró Dios.

—No te ofendas —dijo Teppic—. Estoy seguro de que ha sido sin querer y de que tus intenciones son buenas, pero… Bueno, cuando lo dijo parecía tenerlo muy claro y…

—¿Mis intenciones son buenas? —repitió Dios saboreando cada palabra como si fuese una uva en mal estado.

Ptaclusp tosió. Ya había terminado de estudiar el suelo, y decidió empezar con el techo.

Dios tragó una honda bocanada de aire.

—Alteza —dijo—, siempre hemos sido constructores de pirámides. Todos nuestros faraones están enterrados en pirámides. Es nuestra forma de hacer las cosas, Alteza. Es la única forma de hacer las cosas que existe.

—Sí, pero…

—No puede ser discutida —dijo Dios—. ¿Quién podría desear cualquier otro destino? Sellado con todos los artificios posibles y protegido contra las profanaciones del Tiempo… —La seda engrasada de su voz se convirtió en una coraza tan dura como el acero y tan burlonamente despectiva como un bosque de lanzas—. Protegido por toda la duración del Tiempo contra los insultos del Cambio…

Teppic bajó la vista hacia los nudillos del gran sacerdote y vio que estaban muy blancos. El hueso presionaba la carne como si quisiera escapar de ella.

Sus ojos fueron subiendo por el brazo cubierto de tela gris y acabaron llegando al rostro del gran sacerdote. «Dioses —pensó—, es realmente cierto. Su aspecto… Es como si se hubieran hartado de esperar a que muriera y hubieran decidido embalsamarle sin pasar por ese pequeño trámite preliminar.» Un instante después sus ojos se encontraron con los del gran sacerdote, y el encuentro de miradas resultó bastante ruidoso.

Teppic sintió como si su carne estuviera separándose lentamente de sus huesos. Tenía la sensación de ser tan insignificante como una efímera. Oh, una efímera necesaria, ciertamente, una efímera a la que se trataría con todo el respeto debido, pero aun así era un insecto y los derechos inherentes a su situación no eran muy impresionantes. La furia de aquella mirada que caía sobre él hacía que su cuota de libre albedrío fuese tan insignificante como la de un trozo de papiro atrapado en un huracán.

—Es voluntad del faraón que sea enterrado dentro de una pirámide —dijo Dios en el tono de voz que el Creador debía de haber utilizado para hacer los primeros esbozos de la luna y las estrellas.

—Esto… —dijo Teppic.

—El faraón tendrá la más hermosa e imponente de todas las pirámides —dijo Dios. Teppic se rindió.

—Oh —dijo—. Bueno, entonces… De acuerdo. Sí. Estupendo. La mejor, claro.

Ptaclusp dejó que el alivio se fuera extendiendo por toda su cara, sacó una tablilla de cera de un bolsillo con una floritura y extrajo un punzón de las profundidades de su peluca. Tenía bastante experiencia en aquel tipo de situaciones, y sabía que lo principal era cerrar el trato lo más pronto posible. Si permitía que las cosas llegaran hasta cierto punto sin tomar medidas al respecto un hombre podía acabar encontrándose con 1.500.000 toneladas de piedra caliza en las manos y nada que hacer con ellas.

—Entonces estamos de acuerdo en que se usará el modelo habitual, ¿verdad, oh agua en el desierto?

Teppic miró a Dios, quien estaba totalmente inmóvil con los ojos clavados en la nada dominando a los bulldogs de la Entropía por pura fuerza de voluntad.

—Yo había pensado en algo más grande —dijo con cierta desesperación.

—Ah, por supuesto, el modelo Ejecutivo —dijo Ptaclusp—. Muy exclusivo y elegante, oh base de la columna eterna. Dura una auténtica perpetuidad, desde luego… Además nuestra oferta especial de este eón consiste en varias medidas de significado paracósmico incorporadas al diseño básico sin ningún coste extra.

Autore(a)s: