Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Teppic acercó la cabeza a la pirámide. Estaba muy fría, y zumbaba. Teppic creyó detectar una leve vibración oculta debajo del zumbido, y le pareció que se estaba volviendo más estridente a cada momento que pasaba.

La pirámide se alzaba sobre él. IIb podría haberle explicado que eso era debido a que los muros iban descendiendo en un ángulo de 56 grados exactos, y un efecto conocido como reforzamiento hacía que la pirámide pareciese todavía más alta de lo que era en realidad. Probablemente también habría utilizado palabras como «perspectiva» y «altura virtual».

El mármol negro era tan liso como un cristal. Los canteros habían hecho un trabajo magnífico. Las grietas que había entre cada panel de textura sedosa apenas eran lo bastante anchas para insertar la punta de un cuchillo… pero bastarían.

—¿Y crees que aguantaría una sola descarga? —preguntó Teppic.

Koomi se estaba mordisqueando las uñas, y parecía nervioso.

—Fuego —dijo—. Eso las detendría. Son muy inflamables, todo el mundo lo sabe. O agua… Probablemente se disolverían.

—Algunas de ellas estaban destruyendo las pirámides —dijo el gran sacerdote de Juf, el Dios con Cabeza de Cobra del Papiro.

—No sé por qué será, pero los muertos que salen de la tumba siempre están de muy mal humor —dijo otro sacerdote.

Koomi observó con creciente perplejidad al ejército que se aproximaba hacia ellos.

—¿Dónde está Dios? —preguntó. El anciano gran sacerdote fue empujado hacia la primera fila del grupo de sacerdotes.

—¿Qué he de decirles? —le preguntó Koomi.

Afirmar que Dios sonrió habría sido erróneo. Sonreír no entraba en la lista de actividades musculares que realizase con frecuencia, pero las comisuras de sus labios se arrugaron un poquito y sus párpados se entrecerraron.

—Podrías decirles que los nuevos tiempos exigen nuevos hombres —dijo—. Podrías decirles que ha llegado el momento de abrir paso a personas más jóvenes con ideas frescas. Podrías decirles que se han quedado anticuados. Sí, creo que podrías decirles todo eso…

—¡Me matarían!

—Oh, no creo que tengan tantas ganas de disfrutar de tu compañía durante toda la eternidad.

—¡Sigues siendo gran sacerdote!

—¿Por qué no hablas con ellos? —replicó Dios—. Ah, y que no se te olvide decirles que los tiempos están cambiando y que lo quieran o no tendrán que acostumbrarse a la idea de que vivimos en el Siglo de la Cobra. —Le alargó su báculo—. O como se llame este siglo, me da igual…—añadió.

Koomi sintió que los ojos de sus hermanos y su hermana en el sacerdocio se clavaban en su rostro. Carraspeó, se puso bien los pliegues de la túnica y se volvió hacia las momias.

Las momias estaban canturreando lo que parecía una sola palabra repetida una y otra vez. Koomi no logró distinguirla con claridad, pero fuera la que fuese no cabía duda de que se estaban tomando el cántico con mucho entusiasmo.

Koomi alzó el báculo y la luz acuosa hizo que las serpientes de madera parecieran desusadamente vivas.

Los dioses del Disco —y nos referimos a los dioses del gran consenso popular, los que realmente moran en su Valhalla particular semi-desconectado del mundo que se encuentra en esas montañas centrales de alturas imposibles y que se entretienen observando la ridícula agitación de los mortales mientras redactan quejas interminables en las que se deplora el que la influencia de los gigantes de Hielo haya hecho bajar el valor de las propiedades en las regiones celestes— siempre se han sentido fascinados por la increíble capacidad de decir exactamente las palabras menos adecuadas en el peor momento imaginable, de la que ha dado tan repetidas muestras la humanidad.

No se refieren a errores tan fáciles de cometer como «Os aseguro que no corremos ningún peligro» o «Los que gruñen tanto nunca muerden», sino a frasecitas sencillas que son introducidas en situaciones muy difíciles produciendo un efecto general muy parecido al que se obtendría si se deslizara una barra de acero entre los engranajes de una turbina de 660 megawatios de potencia que gira a 3.000 revoluciones por minuto.

Y cualquier estudioso de esa curiosa tendencia a meter la extremidad locomotora allí donde debería estar la lengua que distingue a la humanidad debería estar de acuerdo en que cuando se abran los sobres que contienen las votaciones de los jueces la maravillosa aportación de Ptra-hi-dor Koomi —«Abandonad este lugar, espectros repugnantes y pestilenciales», para ser exactos—, contará con muchas posibilidades de ser considerada como el saludo más imbécil y poco adecuado de todos los tiempos.

La primera fila de antepasados se detuvo, pero la presión de los que venían detrás hizo que siguiera avanzando un poquito antes de volver a inmovilizarse.

Teppicamón XXVII —los veintiséis Teppicamones anteriores habían conferenciado entre ellos y habían decidido nombrarle portavoz—, se tambaleó hacia Koomi en solitario y acabó cogiendo al tembloroso sacerdote por los brazos.

—¿Qué has dicho? —le preguntó afablemente. Koomi puso los ojos en blanco. Su boca se abrió y se cerró, pero su voz era lo bastante inteligente para comprender que aquel quizá no fuese el momento más adecuado para abandonar el refugio.

Teppicamón se inclinó sobre el sacerdote hasta que su rostro vendado casi rozó su puntiaguda nariz.

—Me acuerdo de ti —gruñó—. Te he visto por el palacio, y recuerdo que siempre me hacías pensar en una mancha de aceite… «Ahí va el tipo más rastrero y untuoso que he visto en toda mi vida.» Sí, recuerdo haber pensado eso al verte.

Se volvió hacia los otros sacerdotes.

—Todos sois sacerdotes, ¿verdad? Habéis venido a decir que lo lamentáis, ¿no? ¿Dónde está Dios?

Los antepasados dieron un paso colectivo hacia adelante y empezaron a murmurar. Llevar cientos de años muerto hace que no te sientas muy inclinado a ser generoso con las personas que se aseguraron de que ibas a disfrutar de una eternidad muy larga y agradable. El faraón Tharum-ba-net —quien había pasado cinco mil años de encierro sin más distracción que el reverso de la tapa de su sarcófago—, perdió el control de sus amojamados nervios y tuvo que ser contenido por algunos de sus colegas más jóvenes, lo que produjo un considerable tumulto en el centro de la multitud de momias.

Teppicamón volvió a concentrar su atención en Koomi, quien seguía paralizado delante de él.

—Espectros repugnantes y pestilenciales, ¿eh? —murmuró.

—Yo… Esto… —balbuceó Koomi.

—Bájale. —Dios recuperó el báculo de entre los cada vez más fláccidos dedos de Koomi, quien no opuso ninguna resistencia—. Soy Dios, el gran sacerdote —dijo—. ¿Por qué estáis aquí?

La voz de Dios no podía ser más tranquila y razonable, y vibraba con los matices de la autoridad preocupada pero indiscutible. Era una voz que los faraones de Djelibeibi habían oído durante millares de años, una voz que había regulado los días, prescrito los rituales, dividido el tiempo en rebanadas cuidadosamente medidas e interpretado los deseos y la voluntad de los dioses para transmitírsela a los hombres. Era una voz indiscutible que debía ser obedecida, y oírla trajo a la memoria de los antepasados un sinfín de viejos recuerdos. Las momias se removieron nerviosamente y unas cuantas llegaron a inclinar la cabeza para contemplarse los vendajes de los pies en una clara muestra de incomodidad.

Uno de los faraones más jóvenes se separó de la primera fila de antepasados y avanzó tambaleándose hacia Dios.

—Maldito hijo de perra… —graznó—. Nos hiciste embalsamar y nos fuiste encerrando uno a uno mientras tú seguías viviendo. Todo el mundo creía que el nombre se transmitía de un gran sacerdote a otro, pero siempre eras tú. ¿Cuántos años tienes, Dios?

No hubo ni el más mínimo sonido. Nadie se movió. Una brisa jugueteó con unos cuantos granos de polvo creando un pequeño remolino.

Dios suspiró.

—No quería hacerlo —dijo—. Había tantas cosas de las que ocuparse… El día nunca parecía tener horas suficientes. Os juro que no comprendí lo que estaba ocurriendo. Pensaba que era… refrescante, nada más. No sospeché nada. Sólo tenía ojos para la sucesión de los rituales, no para el transcurrir de los años.

—Supongo que en tu familia es habitual vivir muchos años, ¿no? —preguntó Teppicamón sarcásticamente. Dios le miró fijamente y sus labios se movieron sin emitir ningún sonido.

—Familia… —dijo por fin, y su voz se había suavizado dejando de ser el ladrido seco que esperaba ser obedecido de costumbre—. Familia. Sí. Supongo que debí de tener una familia, ¿no? Pero… Bueno, me temo que no me acuerdo de ella. La memoria es lo primero que desaparece. Por extraño que pueda pareceros, las pirámides son capaces de conservarlo todo salvo la memoria.

—¿Y éste es Dios, el que redacta las notas a pie de página de la historia? —preguntó Teppicamón.

—Ah. —El gran sacerdote sonrió—. La memoria desaparece de la cabeza, pero los recuerdos me rodean por todas partes. Todos los pergaminos, todos los libros…

—¡Pero todo eso es la historia del reino!

—Sí. Mi memoria…

El faraón se tranquilizó un poco. La fascinación horrorizada que se estaba adueñando de él era tan intensa que estaba empezando a deshacer el nudo de la furia.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó.

—Creo que… unos siete mil. Pero a veces me parece que ha pasado mucho más tiempo.

—¿Realmente tienes siete mil años?

—Sí —dijo Dios.

—¿Y cómo es posible que un ser humano pueda aguantar el vivir tanto tiempo? —preguntó el faraón.

Dios se encogió de hombros.

—Si lo piensas bien te darás cuenta de que basta con ir aguantando cada día tal y como viene —dijo.

Hincó una rodilla en el suelo moviéndose muy despacio y con alguna que otra mueca de dolor, y extendió sus manos temblorosas con el báculo sobre las palmas.

—Oh, monarcas —dijo—. Siempre he existido única y exclusivamente para servir.

Hubo un silencio muy largo y extremadamente incómodo.

—Destruiremos las pirámides —dijo Far-re-ptah abriéndose paso por entre las momias de la primera fila.

—Destruirías el reino —dijo Dios—. No puedo permitirlo.

—¿Que no puedes permitirlo?

—Sí. ¿Qué seremos sin las pirámides? —preguntó Dios.

—Bueno, hablando en nombre de los muertos… Seremos libres —replicó Far-re-ptah.

—Pero entonces el reino no será más que otro pequeño país como hay muchos —dijo Dios, y cuando alzó la cabeza los antepasados se horrorizaron al ver que tenía los ojos llenos de lágrimas—. Todo lo que nos es precioso, todo lo que valoramos… Haréis que flote a la deriva por el tiempo. Se volverá incierto, sin guía… Se volverá mudable.

—Tendrá que correr esos riesgos —dijo Teppicamón—. Apártate, Dios.

Dios alzó su báculo. Las serpientes enroscadas a su alrededor se desenroscaron, miraron al faraón y le amenazaron con un siseo estridente.

Relámpagos oscuros empezaron a chisporrotear entre las filas de antepasados. Dios contempló su báculo con cara de asombro. Hasta aquel momento el báculo nunca había hecho nada remotamente semejante, pero siete mil años de generaciones sacerdotes habían creído en lo más hondo de sus corazones que el báculo de Dios podía regir este mundo y el siguiente.

El repentino silencio que se produjo a continuación permitió oír con toda claridad el débil tintineo de la punta de un cuchillo al ser introducida entre dos losas de mármol negro situadas muy por encima de las momias y los sacerdotes.

La pirámide palpitaba debajo de Teppic y el mármol estaba tan resbaladizo como si fuese hielo. La inclinación hacia adentro del obstáculo no le ayudaba tanto como había esperado.

«El truco está en no mirar hacia arriba o hacia abajo —se dijo—, sino mantener la mirada fija en el mármol que tienes delante de los ojos. Hay que parcelar esa altura imposible en secciones que puedan ser manejadas. Igual que hacemos con el tiempo… Así es como sobrevivimos a lo infinito. Lo matamos dividiéndolo en pedacitos muy pequeños.»

Teppic oyó gritos debajo de él y se arriesgó a lanzar una rápida ojeada por encima de su hombro. Apenas había recorrido una tercera parte de la distancia que debía escalar, pero podía ver las multitudes congregadas al otro lado del río, una masa gris puntuada por las manchitas pálidas de los rostros vueltos hacia arriba. Más cerca de él estaba el pálido ejército de los muertos encarado con el grupito grisáceo de los sacerdotes, con Dios al frente de ellos. Parecía como si estuvieran discutiendo.

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