Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Teppic reanudó el avance moviéndose bastante más despacio que antes y fue hacia la torre siguiendo una trayectoria diagonal a través de la pendiente del tejado. Un instante después le pasó por la cabeza que sus iniciales estaban allí arriba, grabadas en el latón de la cúpula junto a las de Bronco y varios centenares de jóvenes aspirantes a asesinos, y que seguirían allí arriba incluso si no llegaba a ver la luz del nuevo día. Pensar en ello resultaba consolador, pero no mucho.

Desenrolló la cuerda de seda y lanzó el gancho hacia el parapeto que corría por debajo de la cúpula dando la vuelta a la torre. Estaba tan cerca que no podía fallar, y el gancho dio en el blanco. Teppic dio un suave tirón y oyó el tintineo metálico del gancho al quedar asegurado.

Después tiró con todas sus fuerzas apoyando un pie en la chimenea.

Y un trozo de parapeto cayó hacia adelante sin hacer ningún ruido y se precipitó en el vacío.

El trozo de parapeto chocó con el tejado que había debajo haciendo bastante ruido y fue resbalando sobre las tejas hasta volver a caer en el vacío. El nuevo período de silencio que se produjo a continuación terminó con un ruido ahogado cuando el trozo de parapeto se estrelló contra los adoquines de la calle. Un perro ladró a lo lejos.

El silencio y la inmovilidad volvieron a adueñarse de los tejados. Una brisa casi imperceptible removió el aire recalentado en el espacio que había ocupado Teppic.

Varios minutos después Teppic emergió de las sombras proyectadas por una chimenea. Sus labios estaban curvados en una sonrisa extraña y francamente terrible.

El examinador podía hacer cualquier cosa y fuera la que fuese no se consideraría excesiva o injusta. Los clientes de un asesino siempre eran lo bastante ricos para poder permitirse protecciones extremadamente ingeniosas, las cuales podían llegar hasta el extremo de contratar a sus propios asesinos.[5] Mericet no estaba intentando matarle. Se estaba limitando a hacer todo lo posible para que Teppic cometiera un error tan grave que le costara la vida.

Teppic consiguió llegar a la base de la torre y la examinó hasta encontrar un desagüe. Se llevó la sorpresa inicial de ver que la tubería no estaba recubierta de resbalina, pero sus dedos siguieron palpando delicadamente hasta encontrar los dardos envenenados pintados de negro pegados a la parte interior de la tubería. Teppic extrajo uno con sus pinzas y lo olisqueó.

Hinchón destilado… Era una sustancia bastante cara que poseía unos efectos realmente asombrosos. Teppic cogió un frasquito de su cinturón, metió dentro de él todos los dardos que pudo arrancar, se puso los guantes protegidos con escamillas metálicas y empezó a trepar moviéndose un poquito más despacio que una babosa.

—Bien, es muy posible que cuando se desplacen por la ciudad durante el desempeño de una misión acaben encontrándose en una situación de enfrentamiento con algún miembro del gremio, el cual incluso puede ser uno de los caballeros con los que están compartiendo un banco ahora. Eso es perfectamente normal y… ¿Qué demonios está haciendo, señor Broncalo? No, no me lo diga, estoy seguro de que prefiero no saberlo… Pase por mi despacho después de la clase… y legítimo, y en tal caso pueden defenderse lo mejor que sepan. Pero hay otros enemigos que les seguirán los pasos y contra los que ninguno de ustedes podría hacer gran cosa. ¿Quiénes son esos enemigos a los que acabo de referirme, señor Pesthilencio?

Mericet giró sobre sí mismo hasta quedar de espaldas a la pizarra moviéndose con la rapidez del buitre que acaba de oír un estertor agónico y señaló a Pesthilencio con la mano que sostenía la tiza. Pesthilencio tragó saliva haciendo bastante ruido.

—¿El Gremio de los Ladrones, señor? —consiguió decir por fin.

—Venga aquí, muchacho.

Los dormitorios eran un hervidero de rumores sobre lo que Mericet había hecho con alumnos distraídos en el pasado. Los rumores no eran muy precisos, pero tendían a lo horripilante. La clase se relajó. Mericet tenía la costumbre de concentrarse en una sola víctima cada vez, por lo que lo único que debían hacer era poner cara de atención y disfrutar del espectáculo. Pesthilencio se puso en pie y recorrió el pasillo que se extendía entre las dos filas de pupitres. Estaba muy rojo, y sus orejas parecían dos faros carmesíes.

El profesor le observó con expresión pensativa.

—Bien, bien… —dijo—. Hete aquí a Pesthilencio G., deslizándose sigilosamente sobre los tejados que crujen bajo sus pies. Observen la decisión que se percibe incluso en el ángulo de sus orejas. Observen la firmeza de esas rodillas.

La clase emitió la risita colectiva que se esperaba de ella. Pesthilencio respondió a la burla de sus condiscípulos con una sonrisa alarmantemente parecida a una mueca de imbecilidad y puso los ojos en blanco.

—Pero… Eh, ¿qué son esas siluetas siniestras que le siguen? Ya que parece encontrarlo tan divertido, señor Teppic, quizá tenga la bondad de ayudar al señor Pesthilencio revelándole sus identidades.

Teppic sintió cómo los músculos de su rostro quedaban paralizados en plena carcajada.

Los ojos de Mericet se clavaron en su rostro y trataron de taladrar el hueso. «Mira igual que Dios, el gran sacerdote —pensó Teppic—. Incluso papá tiene miedo de Dios…»

Teppic era consciente de lo que debía hacer, y no pensaba hacerlo. Tendría que estar muy asustado, pero…

—Preparación insuficiente —dijo—. Descuido. Falta de concentración. Herramientas descuidadas y en mal estado. Oh, y el exceso de confianza en uno mismo, señor.

Mericet le sostuvo la mirada durante algún tiempo, pero Teppic había practicado con los gatos del palacio.

El profesor acabó permitiéndose una fugaz sonrisa que no tenía absolutamente nada que ver con el humor, arrojó el trozo de tiza al aire y lo pilló al vuelo.

—El señor Teppic tiene toda la razón —dijo por fin—, especialmente en lo referente al exceso de confianza.

Había una cornisa que llevaba hasta una ventana abierta que era toda una invitación. La cornisa estaba cubierta de aceite, y Teppic pasó los minutos siguientes introduciendo los diminutos crampones de escalada en las grietas antes de reanudar el avance.

Llegó a la ventana y sacó las varillas metálicas que llevaba en el cinturón. Los extremos de las varillas estaban unidos mediante un alambre, y unos cuantos segundos de manipulaciones le permitieron obtener una varilla de noventa centímetros de longitud. Teppic sacó uno de los espejitos que llevaba en un bolsillo y lo colocó en el extremo de la varilla.

El espejo no reveló ninguna silueta acechando en la penumbra que había al otro lado de la ventana. Teppic retiró la varilla y probó suerte con otro sistema. Quitó el espejo y colocó su capucha al extremo de la varilla después de haberla rellenado con sus guantes para producir la impresión de una cabeza cuyo propietario había cometido el descuido de revelar su presencia dejando que se silueteara contra la luz del exterior. Teppic estaba casi seguro de que la capucha recibiría el impacto de un dardo o una flecha, pero no hubo ningún ataque.

El que la noche siguiera siendo asfixiante no impedía que Teppic tuviera la impresión de estar convirtiéndose en un bloque de hielo. El terciopelo negro resultaba muy elegante, pero aparte de eso… Bueno, la lista de ventajas de llevar puesto un traje de terciopelo negro empezaba y terminaba con la elegancia. Un poco de ejercicio físico y unas cuantas emociones, y era como si te hubieran tirado encima varios litros de agua helada.

Avanzó.

Un cable negro tan delgado que casi resultaba invisible iba de un extremo a otro del alféizar, y cuando levantó la cabeza Teppic vio una hoja aserrada unida al marco de la ventana. Asegurar el marco con unas cuantas varillas más y cortar el cable sólo requirió unos momentos. El marco de la ventana bajó una fracción de centímetro. Teppic sonrió y escrutó la oscuridad.

Un barrido con una varilla más larga reveló que la habitación tenía suelo y que éste parecía hallarse libre de obstrucciones. También reveló otro cable colocado más o menos a la altura del pecho. Teppic retiró la varilla, sujetó un gancho a su extremo, volvió a meterla por la ventana, enganchó el cable con el garfio y tiró.

Oyó el golpe ahogado de un dardo de ballesta incrustándose en una superficie de yeso reblandecido por el tiempo.

Teppic sustituyó el gancho por una bola de masilla y la deslizó por el suelo. La inspección reveló varias tachuelas de distintos tamaños. Teppic retiró la varilla y las examinó con bastante interés. Eran de cobre. Si hubiera utilizado la técnica del imán —que era el método habitual en aquellos casos—, no habría logrado detectar su presencia.

Se quedó inmóvil durante unos momentos y pensó en cuál debía ser su siguiente paso. Llevaba un par de sacerdotes dentro de su faltriquera. Moverse por una habitación con los sacerdotes puestos era molestísimo, pero Teppic los sacó de la faltriquera y los encajó en sus botas. (Un sacerdote es una especie de chanclo reforzado con láminas metálicas. Te protegían las suelas, y unos pies protegidos son el primer paso en el camino que lleva a la salvación del alma. Es un chiste de asesinos, y todo el mundo sabe que los asesinos no se distinguen por su gran sentido del humor.) No había que olvidar que Mericet era un experto en venenos. ¡Hinchón! Si Mericet había untado la punta de las tachuelas con esa sustancia Teppic acabaría esparcido por las paredes. No haría falta que le enterrasen. Bastaría con que ocultaran sus restos dando una nueva capa de pintura.[6]

Las reglas… Mericet tendría que obedecer las reglas. No podía limitarse a matarle sin ninguna clase de advertencia previa. Lo único que podía hacer era aprovechar el descuido o el exceso de confianza en sí mismo de Teppic y explotarlo para que fuese él mismo quien acabara con su vida.

Teppic se dejó caer ágilmente al suelo dentro de la habitación y esperó a que sus ojos se hubiesen adaptado a la oscuridad. Unos cuantos barridos exploratorios con la varilla no detectaron más cables. Un sacerdote aplastó una tachuela produciendo un leve crujido metálico.

—Ya iba siendo hora, señor Teppic.

Mericet estaba inmóvil en una esquina de la habitación. Teppic oyó el arañar casi imperceptible de su lápiz cuando hizo una anotación en la tablilla. Teppic intentó convencerse de que Mericet no estaba allí. Intentó pensar.

Había una silueta acostada sobre una cama. El cuerpo quedaba totalmente oculto por una manta.

La última etapa del examen… Teppic estaba en la habitación donde se decidiría todo. Los estudiantes que habían logrado aprobar nunca hablaban de aquella parte. Los que habían fracasado ya no estaban en condiciones de ser interrogados al respecto.

La mente de Teppic se llenó de opciones. «En momentos así no iría nada mal un poquito de ayuda divina que te guiara —pensó—. ¿Dónde estás ahora, papá?»

Sintió una aguda envidia hacia aquellos compañeros de estudios que creían en dioses intangibles que vivían en la cima de alguna montaña muy distante. Creer en esos dioses era coser y cantar, pero creer en un dios al que veías desayunar cada día resultaba extremadamente difícil.

Teppic cogió su ballesta y sus dedos se movieron rápidamente uniendo las distintas piezas. No era el arma adecuada para la situación, pero se había quedado sin cuchillos y sus labios estaban demasiado secos para utilizar la cerbatana.

Oyó un chasquido procedente de la esquina. Mericet se estaba golpeando los dientes con el lápiz.

Lo que había debajo de la manta podía ser un muñeco. Teppic no tenía forma de averiguarlo, pero… No, tenía que ser una persona, alguien de carne y hueso. Todos los estudiantes habían oído historias y rumores al respecto. Quizá debiera probar con las varillas…

Meneó la cabeza, alzó la ballesta y apuntó con el mayor cuidado posible.

—Cuando quiera, señor Teppic.

El momento de la verdad.

El momento en el que descubrían si eras capaz de matar.

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