Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

El sol ya casi rozaba el horizonte.

Teppic alargó el brazo, localizó la siguiente hendidura, encontró un asidero…

Dios divisó la cabeza de Ptaclusp asomando por encima del montón de cascotes y envió a un par de sacerdotes para que se lo trajeran. IIb siguió a su padre con su hermano cuidadosamente doblado debajo del brazo.

—¿Qué está haciendo el chico? —preguntó Dios.

—Oh, Dios, dijo que iba a descargar la energía acumulada en la pirámide —replicó Ptaclusp.

—¿Cómo puede hacer eso?

—Oh, gran sacerdote, dice que va a taparla antes de que se ponga el sol.

—¿Y es posible hacerlo? —preguntó Dios volviéndose hacia el arquitecto.

IIb dudó unos momentos antes de responder.

—Quizá —dijo por fin.

—¿Y qué ocurrirá? ¿Volveremos al mundo exterior?

—Bueno, eso depende de si el efecto dimensional ha quedado encajado, por así decirlo, o de si resulta estable en cada estado o si, por el contrario, la pirámide está actuando como una gigantesca banda elástica sometida a una fuerte tensión…

La intensidad de la mirada de Dios hizo que su voz fuera bajando de tono hasta convertirse en un tartamudeo casi inaudible que no tardó en desvanecerse.

—No lo sé —admitió.

—Volver al mundo exterior… —dijo Dios—. No es nuestro mundo. Nuestro mundo es el Valle. Nuestro mundo es un lugar ordenado. Los hombres necesitan orden.

Alzó su báculo.

—¡Ése de ahí es mi hijo! —gritó Teppicamón—. ¡No te atrevas a hacerle nada! ¡Es el faraón!

Las filas de antepasados oscilaron de un lado a otro, pero no consiguieron romper el hechizo.

—Esto… Dios… —murmuró Koomi.

Dios se volvió hacia él y enarcó las cejas.

—¿Has hablado? —le preguntó.

—Eh… Si es el faraón, entonces… Eh… Entonces yo… Es decir, nosotros… creemos que quizá deberías permitir que siguiera adelante… Eh… ¿No te parece que sería una buena idea?

El báculo de Dios sufrió un espasmo, y Koomi sintió la fría presión de las bandas de energía que se cerraron alrededor de sus miembros dejándole totalmente inmovilizado.

—He dado mi vida por el reino —dijo el gran sacerdote—. La he dado una y otra vez, ¿entiendes? Yo creé cuanto existe. He de cumplir con mi deber hacia lo que he creado.

Y entonces vio a los dioses.

Teppic se izó otro medio metro más y extendió cautelosamente un brazo para sacar un cuchillo del mármol, pero ya se había dado cuenta de que el método no iba a funcionar. La escalada con cuchillos era útil para salvar distancias cortas e incómodas carentes de otra clase de asideros, y aun así casi todos los asesinos la tenían en muy poca estima porque sugería que habías escogido una ruta equivocada. No era para este tipo de obstáculos, a menos que contaras con un suministro ilimitado de cuchillos.

Volvió a mirar por encima de su hombro y vio cómo extraños juegos de luces y sombras parpadeaban sobre la cara de la pirámide.

Los dioses estaban volviendo del crepúsculo, donde habían estado muy entretenidos con sus interminables discusiones y peleas.

Ahora avanzaban tambaleándose a través de los campos y los cañaverales, y venían hacia la pirámide. Apenas poseían un cerebro digno de ese nombre, pero eso no les impedía comprender lo que era. Quizá incluso comprendían lo que Teppic estaba intentando hacer. El que la inmensa mayoría tuviera cabeza de animal dificultaba considerablemente afirmarlo con seguridad, pero Teppic tuvo la impresión de que los dioses estaban muy enfadados.

—¿Vas a controlarlos, Dios? —preguntó el faraón—. ¿Vas a decirles que el mundo debería seguir igual eternamente y no cambiar nunca?

Dios alzó los ojos hacia las criaturas que habían empezado a vadear el río empujándose y peleando las unas con las otras. Había demasiados dientes, demasiadas lenguas colgantes que asomaban por las fauces entreabiertas. Las partes humanas de los dioses se estaban empequeñeciendo a cada momento que pasaba. Un dios de la justicia con cabeza de león —Dios recordó que se llamaba Put—, estaba usando sus escamas como flagelo con el que golpear a uno de los dioses del río. Chefet, el Dios con Cabeza de Perro de la metalurgia, gruñía y atacaba con su martillo a todas las deidades que se le aproximaban lo suficiente. «Chefet —pensó Dios—, la deidad que yo creé para que sirviera de ejemplo a los hombres en todo lo referente al arte del alambre, la filigrana y las bellezas diminutas…»

Y aun así el truco había funcionado. Dios había tomado a un grupo de vagabundos del desierto y les había enseñado cuanto podía recordar referente a las artes de la civilización y los secretos de las pirámides. Ah, qué desesperadamente había necesitado a los dioses entonces…

El problema con los dioses es que en cuanto un número suficiente de personas empieza a creer en ellos tienen la molesta costumbre de hacerse reales, y lo que empieza a existir en ese momento no es lo que se había pretendido originalmente.

«Chefet, Chefet… —pensó Dios—. Creador de anillos, moldeador de los metales. Ahora ha salido de nuestras cabezas, y ved cómo sus uñas se alargan convirtiéndose en garras…»

Dios no había imaginado así a sus deidades.

—Alto —gritó—. ¡Os ordeno que os detengáis! Tenéis que obedecerme. ¡Yo os creé!

Dios no tardó en descubrir que las divinidades tienen otro grave defecto: son unas desagradecidas.

Teppicamón sintió cómo el poder que le envolvía se iba debilitando a medida que Dios desviaba su atención hacia los asuntos eclesiásticos más apremiantes. Volvió la cabeza hacia la minúscula silueta que había recorrido la mitad de la cara de la pirámide y vio cómo vacilaba.

El resto de los antepasados también lo vio y reaccionó como un solo cadáver. Sabían lo que tenían que hacer. Dios podía esperar.

Aquello era un asunto de familia.

Teppic oyó cómo la empuñadura del cuchillo se partía con un chasquido debajo de su pie, se deslizó unos centímetros hacia abajo y acabó quedando inmóvil suspendido de una mano. Había conseguido clavar otro cuchillo por encima de su cabeza pero… No, no iba a servirle de nada. No podía llegar hasta él. A efectos prácticos era como si sus brazos se hubieran convertido en dos trozos de cuerda empapada. Si desplegaba los miembros al máximo durante su deslizamiento por la cara de la pirámide quizá conseguiría reducir la velocidad lo suficiente para…

Miró hacia abajo y vio a los escaladores que venían hacia él, una extraña marea que se movía rápidamente hacia arriba.

Los antepasados subían por la cara de la pirámide sin hacer ningún ruido y se deslizaban como insectos. Cada nueva hilera ocupaba su posición sobre los hombros de la generación que tenía debajo, y después los más jóvenes trepaban hasta quedar por encima de ella. Manos huesudas agarraron a Teppic, la ola de momias se rompió a su alrededor y su cuerpo fue medio empujado medio izado a lo largo de las losas de mármol. Voces que recordaban al crujir de los sarcófagos resonaron en sus oídos gimiendo palabras de ánimo.

—Bien hecho, chico —graznó una momia que estaba empezando a desintegrarse mientras le colocaba sobre su hombro—. Me recuerdas a mí cuando estaba vivo. Tuyo, hijo.

—Ya lo tengo —dijo el cadáver de encima tirando de Teppic sin ninguna dificultad con un solo brazo—. Así me gusta, muchacho… El viejo espíritu indomable de la familia, ¿eh? Tu tío tatarabuelo te desea lo mejor, aunque supongo que no te acordarás de mí. Marchando hacia arriba…

Otros antepasados pasaron junto a Teppic dejándole atrás mientras él iba siendo transmitido de una mano a otra. Dedos muy viejos capaces de ejercer tanta presión como si fuesen de acero tiraron de él y fueron llevándole hacia las alturas.

La pirámide se iba estrechando.

Ptaclusp lo observaba todo desde abajo con expresión pensativa.

—Menuda fuerza laboral —dijo—. Quiero decir que… ¡Caray, pero si los de la base están aguantando todo el peso!

—Papá, creo que será mejor que huyamos —dijo Ptaclusp IIb—. Esos dioses están cada vez más cerca.

—¿Crees que podríamos contratarles? —preguntó Ptaclusp sin hacer ningún caso de su advertencia—. Están muertos. No creo que quieran cobrar un sueldo muy alto, y…

—¡Papá!

—Sería algo así como una auto-construcción de…

—Dijiste que se acabaron las pirámides, papá. Dijiste que nunca más, ¿lo recuerdas? ¡Y ahora, vamos!

Teppic logró llegar a la cima de la pirámide ayudado por los dos últimos antepasados. Uno de ellos era su padre.

—Por cierto, creo que no conociste a tu bisabuela —dijo Teppicamón señalando a la otra figura envuelta en vendajes que le había izado hasta allí.

La momia saludó a Teppic con una amable inclinación de cabeza y Teppic abrió la boca.

—No hay tiempo —dijo su bisabuela—. Lo estás haciendo muy bien, jovencito.

Teppic volvió la cabeza hacia el sol. El sol era un profesional con milenios de veteranía en el oficio, y escogió aquel preciso instante para precipitarse sobre el horizonte. Los dioses ya habían cruzado el río, y lo único que frenaba su avance era su tendencia a empujarse y ponerse zancadillas los unos a los otros, pero a pesar de eso los primeros ya empezaban a tambalearse por las calles de la necrópolis. Unos cuantos permanecían inclinados sobre el punto donde había estado Dios.

Los antepasados se dejaron caer y fueron resbalando a lo largo de la pirámide tan deprisa como habían subido por ella dejando a Teppic solo sobre unos pocos metros cuadrados de roca.

Un par de estrellas asomaron en el firmamento.

Los antepasados se apresuraron a dispersarse para cumplir con algún quehacer secreto, y Teppic vio un torrente de siluetas blancas que avanzaban hacia la ancha banda que era el río tambaleándose con una sorprendente velocidad.

Los dioses ya habían dejado de interesarse por el gran sacerdote, aquel extraño humano diminuto del palito y la voz cascada. El dios más cercano —una criatura con cabeza de cocodrilo—, entró en la plaza que se extendía debajo de la pirámide, contempló a Teppic durante unos momentos, entrecerró los ojos y extendió un brazo hacia él. Teppic buscó a tientas un cuchillo preguntándose qué modelo sería el más adecuado para los dioses…

Y las pirámides esparcidas a lo largo del Djel empezaron a iluminarse para descargar la mísera cosecha de tiempo que habían acumulado…

Los sacerdotes y los antepasados huyeron a la carrera en cuanto el suelo empezó a temblar. Incluso los dioses pusieron cara de sorpresa.

IIb agarró a su padre del brazo y empezó a tirar de él.

—¡Vamos! —le gritó acercando la boca a su oreja—. ¡No podemos estar aquí cuando descargue! ¡Si nos quedamos tendrán que acostarnos en un colgador de ropa!

Unas cuantas pirámides más emitieron sus descargas, unos chispazos muy débiles que apenas resultaban visibles y se confundían con los restos de claridad dejados por el crepúsculo.

—¡Papá, ya te he dicho que tenemos que irnos!

Ptaclusp fue arrastrado sobre las losas sin apartar la mirada de la impresionante masa de la Gran Pirámide.

—Aún hay alguien ahí —dijo—. Mira. Y señaló hacia la silueta que se alzaba en el centro de la plaza.

IIb forzó la vista intentando ver algo en la creciente penumbra.

—No es más que Dios, el gran sacerdote —dijo por fin—. Supongo que debe de estar planeando algo y ya sabes que siempre es mejor no meterse en los asuntos de los sacerdotes, y… ¿Quieres hacer el favor de venir conmigo?

El dios con cabeza de cocodrilo movió su hocico de un lado a otro intentando centrar la mirada en Teppic sin gozar del beneficio de la visión binocular. Visto tan de cerca su cuerpo parecía ligeramente transparente, como si alguien hubiera esbozado todas las líneas de un dibujo y se hubiera hartado de él antes de que llegara el momento de hacer el sombreado. El dios pisó una tumba de pequeño tamaño y la redujo a polvo.

Una mano que parecía un haz de canoas terminadas en garras quedó suspendida sobre Teppic. La pirámide tembló y la piedra que había debajo de sus pies parecía estar un poco más caliente que antes, pero aparte de eso la inmensa estructura se abstuvo de dar ninguna señal de que quisiera descargar la energía que había acumulado.

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