Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—¿También has aprobado? —le preguntó Teppic. Broncalo sonrió.

—Estuvo chupado —dijo—. Me tocó Nivor, ¿sabes? Estuvo chupado, aunque me hizo sudar un poco con la Caída de Emergencia. ¿Y tú? ¿Qué tal te ha ido?

—¿Humm? Oh. No. —Teppic intentó poner algo de orden en el caos de sus pensamientos—. Estuvo chupado —dijo por fin.

—¿Sabes algo de los demás?

—No.

Broncalo se echó hacia atrás.

—Pesthilencio aprobará —dijo muy seguro de sí mismo—, y el joven Arthur también. Creo que los demás no lo conseguirán. ¿Qué te parece si les damos veinte minutos para que aparezcan?

Teppic se volvió hacia él. Su rostro habría podido figurar como ilustración en un manual universitario sobre problemas emocionales.

—Bronco, yo…

—¿Qué?

—Cuando llegó el momento de hacerlo, yo…

—¿Qué estás intentando explicarme?

Teppic bajó la cabeza y clavó los ojos en los adoquines.

—Nada —dijo.

—Eres un tipo afortunado. Te diste un paseíto por los tejados y pudiste tomar el aire. A mí me tocó ir por las alcantarillas y después el guardarropa en la Torre del Sastre. Tuve que entrar allí y no me ha quedado más remedio que cambiarme al volver.

—El tuyo era un muñeco, ¿verdad? —preguntó Teppic.

—Cielos… ¿Es que el tuyo no lo era?

—¡Pero nos hicieron creer que sería una persona de verdad! —gimoteó Teppic.

—Bueno, todo parecía muy real, ¿no?

—¡Sí!

—Pues entonces… Y has aprobado, así que no hay motivos para preocuparse.

—Pero… ¿No te preguntaste quién podía estar debajo de esa manta, qué clase de vida había llevado y por qué…?

—Hombre, me preocupaba bastante el no hacerlo bien —admitió Broncalo—. Pero en cuanto a lo que dices… No, pensé que no era asunto mío y lo olvidé.

—Pero yo…

Teppic no siguió hablando. ¿Qué podía hacer? ¿Explicárselo todo? No estaba muy seguro del porqué, pero le pareció que no sería una buena idea.

Su amigo le dio una palmada en la espalda.

—¡No le des más vueltas! —exclamó—. ¡Lo hemos conseguido!

Y Broncalo alzó el pulgar y lo pegó a los dos primeros dedos de su mano derecha en el antiquísimo saludo de los asesinos.

Un pulgar pegado a dos dedos y la flaca silueta del doctor Cruces, el jefe de profesores, se alzó sobre las cabezas de los chicos que le contemplaban con expresión algo atemorizada.

—No asesinamos —dijo.

Tenía una voz suave y agradable. El doctor nunca alzaba la voz, pero sabía alterar los tonos y manipularlos de tal forma que se le habría podido oír incluso durante un huracán.

—No ejecutamos. No masacramos. Ah, y pueden estar totalmente seguros de que nunca torturamos. No tenemos nada que ver con los crímenes motivados por la pasión, el odio o el deseo desordenado de conseguir lucros o ganancias materiales. No hacemos lo que hacemos porque nos guste inhumar a la gente, o para alimentar alguna secreta necesidad interior, o por conseguir algo tan mezquino como mejorar nuestra posición, o por alguna causa o creencia. No, caballeros, yo les digo que todas esas razones son sospechosas en el más alto grado imaginable. Examinen el rostro de un hombre capaz de matarles por una creencia y sus fosas nasales captarán la vaharada pestilente de la abominación. Escuchen el discurso de quien predica una guerra santa y les aseguro que sus oídos no tardarán en captar el tintineo metálico de las escamas del mal y el susurro de su cola monstruosa arrastrándose sobre la pureza del lenguaje.

»No. Lo hacemos por dinero.

»Y como si hay algo que debamos recordar por encima de todo es que la vida humana tiene un valor inmenso, lo hacemos por grandes cantidades de dinero.

»Creo que existen muy pocos motivos más limpios o que estén más libres de falsas excusas y disfraces engañosos.

»Nihil mortifi, sine lucre.Recuérdenlo bien. Si no hay honorarios, no hay cadáver.

Se quedó callado durante unos instantes.

—Y no se olviden nunca de dar el recibo —añadió.

—Así que todo ha salido a pedir de boca —dijo Broncalo.

Teppic asintió con expresión lúgubre. Eso era lo que hacía tan fácil que Broncalo te cayera bien. Poseía la envidiable capacidad de hacer las cosas sin tener que pensar en ellas.

Una silueta entró cautelosamente en la Escuela después de haber cruzado las puertas abiertas que daban a la calle.[7] La luz de la antorcha que ardía dentro de la garita del portero arrancó destellos dorados a los rizados mechones rubios del recién llegado.

—Así que también lo habéis conseguido, ¿eh? —dijo Arthur agitando despreocupadamente la hoja de papel rosa que sostenía entre los dedos de una mano.

Arthur había cambiado mucho en siete años. El fracaso continuado e inexplicable del Gran Orm en llevar a cabo la que para Él debía ser sencillísima tarea de cobrarse la falta de pleitesía con una terrible venganza orgánica había servido para que Arthur acabara librándose de su molesta tendencia a ir de un lado a otro con la cabeza tapada por la chaqueta. Su aptitud innata para la violencia canalizada quedó revelada el día en que Garrotho y unos cuantos secuaces suyos decidieron que mantear a los nuevos podía resultar divertido y escogieron a Arthur como primer candidato al viaje aéreo. Diez segundos después hicieron falta los esfuerzos combinados de todos los chicos del dormitorio para contener a Arthur y arrancarle los restos de la silla de entre los dedos. Poco después sus condiscípulos se enteraron de que era hijo del difunto Johan Ludorum, uno de los asesinos más eminentes de toda la historia del Gremio. Los hijos de los asesinos muertos nunca tenían que pagar la matrícula. Sí, la profesión de asesino no es tan desalmada como parece a veces.

Nadie tenía ni la más mínima duda de que Arthur aprobaría el examen. Le habían dado clases extra y se le había permitido utilizar venenos realmente complicados. Probablemente se quedaría una temporada en la escuela para escribir una tesis y trabajar como posgraduado.

Esperaron a que los gongs de la ciudad dieran las dos. La tecnología relojera de Ankh-Morpork no había alcanzado un grado de precisión muy elevado, y aparte de eso muchas de las numerosísimas comunidades de la ciudad tenían ideas bastante distintas sobre lo que debía considerarse una hora, por lo que las salvas de campanadas rebotaron en los tejados durante casi cinco minutos.

Cuando quedó claro que el consenso de la ciudad estaba a favor de que ya pasaba un buen rato de las dos el trío dejó de contemplarse las punteras de las botas.

—Bueno, se acabó —dijo Broncalo.

—Pobre Pesthilencio… —dijo Arthur—. La verdad es que si lo piensas bien resulta bastante trágico, ¿no os parece?

—Sí —murmuró Broncalo—. Me debía cuatro peniques. Bien, vamos… Os he preparado una pequeña sorpresa.

El faraón Teppicamón XXVII se levantó de la cama y se tapó las orejas con las manos para no oír el rugido del mar. Aquella noche sonaba particularmente fuerte.

El rugido siempre se hacía un poco más intenso cuando estaba nervioso o preocupado por algo. Necesitaba una distracción. Podía ordenar que le trajeran a Ptraci, su sirvienta favorita. Ah, Ptraci era realmente especial… Sus canciones siempre conseguían animarle. Cuando Ptraci dejaba de cantar la vida parecía mucho más hermosa y digna de ser vivida.

También estaba el amanecer. Eso siempre le reconfortaba. Sentarse sobre el tejado más alto del palacio envuelto en una manta viendo cómo las nieblas se iban alejando del río mientras la inundación dorada se derramaba sobre la tierra resultaba muy agradable. Te hacía sentir esa cálida satisfacción que produce otro trabajo bien hecho, y, el que no tuvieras ni idea de cómo te las habías arreglado para hacerlo no disminuía en nada la sensación de bienestar.

Se puso en pie, se calzó las zapatillas, salió de su dormitorio y fue por el pasillo que llevaba hasta la gigantesca escalera de caracol y el tejado. Unos cuantos haces de cañas empapadas de aceite ardían iluminando las estatuas de los otros dioses locales y adornaban las paredes con retratos móviles de criaturas con cabeza de perro, cuerpo de pez o patas de araña en lugar de brazos. El faraón las conocía desde su infancia. Sin ellas sus pesadillas juveniles habrían resultado de lo más aburridas y poco espectaculares.

El mar… Sólo lo había visto una vez cuando era un muchacho. No recordaba muchas cosas acerca de él, dejando aparte el tamaño. Y el ruido. Y las gaviotas, claro.

Las gaviotas se habían convertido en una auténtica obsesión. Ah, las gaviotas parecían habérselo montado mucho mejor… Le habría gustado poder volver en forma de gaviota pero, naturalmente, si eras faraón esa opción quedaba automáticamente descartada. Si eras faraón no volvías nunca. De hecho, incluso podía decirse que nunca llegabas a irte del todo.

—Bueno, ¿qué es? —preguntó Teppic.

—Pruébalo —replicó Broncalo—. Venga, pruébalo. Nunca volverás a tener la oportunidad de hacerlo.

—Es tan bonito que me da pena echarlo a perder —dijo Arthur intentando hablar con el tono de voz admirativo que se esperaba de él mientras contemplaba el complicado mosaico de colores y formas que ocupaba su plato—. ¿Qué son todas esas cositas rojas?

—Oh, no son más que rábanos —dijo Broncalo en un tono de voz algo despectivo—. No tienen mucha importancia. Vamos, adelante.

Teppic cogió el diminuto tenedor de madera, lo llevó hasta el plato y pinchó una rebanada de pescado tan blanca y delgada que parecía un trocito de papel. El chef del restaurante chafashi le estaba observando tan atentamente como si Teppic fuera un bebé en la fiesta de su primer cumpleaños. De hecho, todo el mundo le estaba observando.

Teppic masticó concienzudamente la rebanada de pescado y descubrió que tenía una consistencia gomosa, que era bastante salada y que el olor le recordaba un poco al que sale de los desagües.

—¿Está bueno? —preguntó Broncalo con cierto nerviosismo.

Algunos comensales de las mesas más cercanas empezaron a aplaudir.

—Es… Es distinto —admitió Teppic sin dejar de masticar—. ¿Qué es?

—Pez globo de las profundidades abisales —dijo Broncalo—. Calma, calma… —se apresuró a añadir al ver que Teppic se apresuraba a dejar su tenedor sobre la mesa e intentaba fulminarle con la mirada—. No hay el más mínimo peligro siempre que se haya extraído hasta el último fragmento de estómago, hígado y conducto digestivo y por eso cuesta tantísimo dinero, porque si te dedicas a servir pez globo o eres el mejor o cambias de oficio, y es el alimento más caro del mundo y hay gente que ha escrito poemas sobre él y…

—Una auténtica explosión de nuevos sabores —murmuró Teppic intentando no perder el control de sí mismo.

Aun así el pez globo debía de estar correctamente preparado, visto que Teppic no se había convertido en papel de pared y no estaba formando parte de la decoración del local. Volvió a coger el tenedor y lo usó para examinar las raíces que ocupaban el resto del plato.

—Y esas cosas… ¿Qué efecto producen? —preguntó.

—Bueno, a menos que sean maceradas y preparadas de la forma correcta a lo largo de un período de seis semanas reaccionan de una forma catastrófica apenas entran en contacto con los ácidos de tu estómago —dijo Broncalo—. Lo siento. Pensé que debíamos celebrar el haber aprobado con la cena más cara que nos pudiéramos permitir.

—Comprendo. Pescado y patatas fritas para hombres que los tengan bien puestos, ¿eh? —dijo Teppic.

—Oye, ¿crees que podrían traer un poco de vinagre si lo pido? —preguntó Arthur con la boca llena—. Ah, y unos guisantitos no irían nada mal para acompañar…

Pero el vino era bueno. No es que fuese increíblemente bueno, desde luego. No pertenecía a una de las grandes cosechas, pero explicaba el porqué Teppic había tenido dolor de cabeza todo el día.

Había estado sufriendo los efectos de un remete particularmente fuerte. Su amigo había comprado cuatro botellas de un vino blanco perfectamente normal cuya única particularidad era que no provocaba resaca sino lo que los expertos en magia temporal conocían como remete. ¿Por qué resultaba tan caro? Porque las uvas de las que estaba hecho aún tenían que plantarse.[8]

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