Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Miró a Teppic con expresión expectante.

—Sí, sí —dijo Teppic—. Estupendo.

Dios tragó aire.

—El faraón exige mucho más que eso —dijo.

—¿Sí? —murmuró Teppic poniendo cara de duda—. No, creo que me conformaré con…

—No, Alteza. Es vuestro deseo expreso que vuestro padre repose en el mayor de los monumentos que se han erigido hasta la fecha —dijo Dios sin perder la calma.

Teppic comprendió que aquello era una especie de juego entre él y Dios. El problema era que no conocía las reglas, no tenía ni idea de cómo jugar y sabía que iba a perder.

—¿De veras? Oh. Sí. Sí, claro, supongo que sí. Sí.

—Una pirámide que no tenga igual en todo el Djel —dijo Dios—. Es la orden del faraón. Así es como tiene que ser, ¿no os parece?

—Sí, claro, algo así. Eh… Y que tenga el doble del tamaño normal —dijo Teppic desesperadamente.

Tuvo la breve satisfacción de ver cómo incluso Dios parecía desconcertado aunque sólo fuese durante unos momentos.

—¿Alteza? —exclamó el gran sacerdote.

—Así es como tiene que ser, ¿no te parece? —replicó Teppic.

Dios abrió la boca disponiéndose a protestar, se dio cuenta de cómo le estaba mirando Teppic y volvió a cerrarla.

Ptaclusp movía velozmente el punzón sobre la tablilla mientras la nuez de su garganta subía y bajaba convulsivamente. Era maravilloso, realmente maravilloso… Algo así sólo ocurría una vez a lo largo de una carrera profesional.

—Puedo incluiros un recubrimiento exterior de mármol negro precioso —dijo sin apartar la vista de su tablilla—. Puede que tengamos la cantidad suficiente en la cantera… oh rey de las esferas celestiales —se apresuró a añadir.

—Estupendo —dijo Teppic.

Ptaclusp terminó de hacer anotaciones en la primera tablilla de cera y cogió otra.

—En cuanto a la punta, ¿qué os parece si la ponemos de electro? Si dibujas los planos con esa idea en la cabeza desde el principio siempre sale un poquito más barato, y además hay quien primero se conforma con que la punta sea de plata y luego vienen y te dicen «No sé, no me acaba de gustar, ¿y si la cambiáramos por otra de electro?», y entonces…

—Sí, que sea de electro.

—Y supongo que también querréis la distribución del modelo habitual, ¿verdad?

—¿Cómo?

—Una cámara funeraria y una antecámara, naturalmente. Si me lo permitís yo os recomendaría el modelo Memfis. Es muy elegante, y además incluye una sala del tesoro extra que hace juego con la decoración de las demás. Resulta muy útil para guardar todos esos pequeños objetos personales de los que no puedes separarte. —Ptaclusp dio la vuelta a la tableta y empezó a deslizar el punzón por el otro lado—. Y, naturalmente, supongo que también querréis una suite similar para la Reina, oh monarca que vivirá eternamente…

—¿Eh? Oh, sí… Sí, claro, supongo que sí —dijo Teppic mirando a Dios—. Quiero todo lo que sea necesario en estos casos, ya sabéis.

—No hay que olvidar los laberintos, por supuesto —dijo Ptaclusp intentando que no le temblara la voz—. Son muy populares en esta era. Ah, el laberinto es muy importante… Decidir que quieres un laberinto después de que los ladrones hayan entrado en la pirámide es una pérdida de tiempo y de dinero, ya podéis imaginarlo. Puede que yo sea un poquito anticuado, pero soy un firme partidario de los laberintos. Sí, no hay nada como un buen laberinto… Tal y como solemos decir los del oficio, puede que consigan entrar, pero nunca conseguirán salir. Hace aumentar un poquito el coste final, pero… ¿qué es el dinero en un momento como éste, oh señor de las aguas?

«¿Qué es el dinero? ¿Algo de lo que no disponemos, quizá?», dijo una vocecita perdida en las profundidades de la cabeza de Teppic. Teppic la ignoró. «Es el destino —se dijo—, y resistirse al destino nunca ha servido de nada.»

—Sí —dijo, y se irguió—. Laberintos… Una idea excelente. Que sean dos.

El punzón de Ptaclusp atravesó limpiamente la tablilla.

—Claro, oh piedra de las piedras, uno para él y uno para ella —graznó—. Muy bien pensado, y siempre resulta más cómodo. ¿Deseáis la selección de trampas habitual? Nuestra gama ofrece abismos, pozos de arena, pendientes engrasadas, bolas de piedra, lanzas que caen del techo, flechas…

—Sí, sí —dijo Teppic—. Queremos trampas. Que haya muchas trampas, montones de trampas. Las queremos todas. Sí, eso es… Poned una de cada.

El arquitecto tragó una honda bocanada de aire.

—Y, naturalmente, supongo que también desearéis incluir el número habitual de estelas, avenidas, esfinges ceremoniales… —empezó a decir.

—Cuantas más haya mejor —dijo Teppic—. Lo dejamos en vuestras manos.

Ptaclusp se limpió el sudor de la frente.

—Estupendo —dijo—. Maravilloso. —Se sonó la nariz—. Si me permitís que me atreva a decirlo, oh sembrador de la semilla, creo que vuestro padre es extremadamente afortunado al tener un hijo tan respetuoso y considerado. ¿Puedo añadir que…?

—Puedes marcharte —dijo Dios—, y esperamos que los trabajos empiecen de forma inmediata.

—Os aseguro que empezarán enseguida —dijo Ptaclusp—. Yo… Esto…

A juzgar por su expresión Ptaclusp parecía estar debatiéndose con algún problema filosófico de dimensiones más bien colosales.

—¿Sí? —preguntó Dios con voz gélida.

—Es que uh. Está el pequeño detalle del uh. No olvidemos el uh. Naturalmente, apreciadísimo y más antiguo de los clientes, pero el hecho es que uh. No es que exista ni la más leve duda sobre vuestra solvencia o capacidad de crédito, pero uh. No, yo no querría dar a entender ni por un solo instante que uh.

Dios le lanzó una mirada que habría hecho parpadear a una esfinge. De hecho una esfinge joven no sólo habría parpadeado, sino que habría acabado volviendo la cabeza en otra dirección.

—¿Deseas decir algo? —preguntó—. El tiempo de Su Majestad es extremadamente limitado y valioso.

Ptaclusp movió las mandíbulas sin emitir ningún sonido, pero no se necesitaban grandes dotes proféticas para predecir cómo terminaría la cosa. Cuando el gran sacerdote miraba de aquella forma incluso un dios podía quedar reducido a un estado de confusión balbuceante y temblorosa. Y lo peor era que las serpientes del báculo también parecían estarle observando…

—Uh. No, no. Lo siento, disculpadme. Estaba… eh… pensaba en voz alta, nada más. Entonces me marcho, ¿verdad? Sí, sí, creo que me marcho… Hay tanto que hacer. Uh.

Ptaclusp se despidió con una reverencia tan pronunciada que su cabeza casi tocó el suelo.

Llevaba recorrida la mitad de la distancia que le separaba del arco cuando Dios volvió a hablar.

—La pirámide tiene que estar terminada dentro de tres meses —añadió—. Ha de estar lista para la Inundación.[11]

—¿Qué?

—Estás hablando con el monarca número 1.398 del linaje real —dijo Dios con voz gélida.

Ptaclusp tragó saliva.

—Lo siento —murmuró—. Lo que quería decir es… ¿Qué, oh, gran rey? Quiero decir que… Sólo el acarreo de los bloques exigirá… Uh. —Los labios del arquitecto temblaron espasmódicamente mientras su imaginación jugueteaba con varios comentarios posibles, los desarrollaba y veía cómo se convenían en cenizas bajo la mirada de Dios—. Bueno, Espadarta no se construyó en un día —farfulló por fin.

—Nos parece que ese trabajo no fue encargado por nosotros —dijo Dios, y obsequió a Ptaclusp con una sonrisa. En ciertos aspectos la sonrisa era aún peor que todo cuanto la había precedido—. Pagaremos una bonificación extra, naturalmente —añadió.

—Pero si nunca pa… —empezó a decir Ptaclusp, y no terminó la frase.

El arquitecto clavó la mirada en el suelo y dejó que sus hombros se fueran encorvando lentamente.

—Las penalizaciones por no terminar el trabajo a tiempo serán terribles, naturalmente —dijo Dios—. La cláusula habitual, ya sabes.

Ptaclusp ya no se sentía con ánimos de seguir discutiendo.

—Naturalmente —dijo admitiendo la derrota—. Es un honor, claro. Y ahora, si sus eminencias tienen la bondad de disculparme… Aún quedan unas cuantas horas de luz.

Teppic asintió.

—Gracias —dijo el arquitecto—. Que vuestras sagradas ingles den el máximo fruto posible. Eh… Con la respetuosa excepción debida a vuestro rango y condición, gran sacerdote.

Dios y Teppic le oyeron bajar corriendo por la escalera.

—Será magnífica. Un poco demasiado grande, pero… Sí, será magnífica —dijo Dios.

Volvió la cabeza hacia la columnata y contempló el panorama necropolitano que se extendía por la otra orilla del Djel.

—Será magnífica… —repitió.

Sintió una nueva punzada de dolor en una pierna y torció el gesto. Ah, sí, tendría que volver a cruzar el río aquella misma noche, no cabía duda… Tendría que haberlo hecho hacía varios días, y lo había estado retrasando con pretextos estúpidos. Pero, naturalmente, no estar en situación de servir adecuadamente al reino sería algo impensable…

—¿Te ocurre algo, Dios? —preguntó Teppic.

—¿Alteza?

—Me pareció que estabas un poco pálido.

Una oleada de pánico inundó los arrugados rasgos de Dios. El gran sacerdote hizo un terrible esfuerzo de voluntad y se irguió en toda su considerable estatura.

—Alteza, os aseguro que mi estado de salud no puede ser mejor. ¡Me encuentro perfectamente, Alteza!

—No te habrás estado excediendo, ¿verdad?

La expresión de terror provocada por las palabras de Teppic fue tan intensa que resultaba imposible confundirla con otra emoción.

—¿Excederme… Alteza?

—Siempre estás tan ocupado. Dios. El primero en levantarse, el último en acostarse… Deberías tomártelo con más calma.

—Sólo existo para servir, Alteza —replicó Dios en el tono de voz más firme de que fue capaz—. Sólo existo para servir.

Teppic se reunió con él en el balcón. El sol de primera hora del anochecer arrancaba reflejos a una cordillera creada por las manos del hombre. Lo que estaban contemplando no era más que el macizo central; las pirámides se extendían sin ninguna interrupción desde el delta hasta la segunda catarata, allí donde el Djel desaparecía en las montañas. Las pirámides ocupaban las mejores tierras, las que estaban más cerca del río. Hasta los labradores habrían considerado imperdonablemente sacrílego sugerir que quizá estarían mejor en otro sitio.

Algunas de ellas eran pequeñas y estaban construidas con bloques sin desbastar que conseguían darles un aspecto mucho más antiguo que el de las montañas que delimitaban el valle separándolo de las arenas del desierto. Después de todo las montañas siempre habían estado allí, y no se les podían aplicar adjetivos como «joven» o «vieja»; pero aquellas primeras pirámides habían sido construidas por seres humanos, esas bolsitas de agua pensante encerrada en frágiles acumulaciones de calcio que impedían su dispersión durante períodos de tiempo generalmente muy cortos. Las bolsitas habían convertido los peñascos en trozos más pequeños y relativamente más manejables que habían vuelto a juntar laboriosamente dándoles una forma más elegante que la original. Oh, sí, las pirámides eran realmente viejas…

Las modas habían ido fluctuando a lo largo de los milenios. Las pirámides más recientes eran de contornos esbeltos y ángulos más pronunciados, o tenían la parte superior plana y recubierta con losetas de mica. Teppic pensó que ni tan siquiera la más empinada de ellas obtendría una puntuación superior al 1 en la escala de cualquier escalador urbano, aunque algunas de las estelas y templos que se amontonaban alrededor de la base de las pirámides como si fuesen remolcadores apelotonados alrededor de los gigantescos acorazados de la eternidad podían ser dignos de que se les tomara en consideración.

«Acorazados de la eternidad que navegan majestuosamente a través de las neblinas del Tiempo —pensó Teppic—, navíos donde todo el mundo viaja en primera clase…»

Unas cuantas estrellas habían obtenido permiso para salir temprano. Teppic alzó los ojos hacia ellas. «Quizá haya vida en otros lugares —pensó—. Puede que en las estrellas… Si es cierto que existen miles de millones de universos colocados el uno al lado del otro y separados por una distancia tan minúscula como el grosor de un pensamiento tiene que haber gente en otros sitios. Pero estén donde estén, por mucho que lo intenten y por muy admirable que sea el esfuerzo que inviertan en ello estoy seguro de que jamás podrán llegar a ser tan increíblemente estúpidos como nosotros. Hay que reconocer que hemos hecho un trabajo magnífico, ¿no? Oh, claro, cuando llegamos los cimientos ya estaban puestos, pero llevamos centenares de millares de años dejándonos la piel en ello y hemos conseguido resultados insuperables.»

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