Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—Eh… Tengo que golpear la puerta con él, señora —dijo Gern.

—No hace falta que llames. Siempre está dentro.

—Mi ayudante quiere decir que romperá los sellos con él, señora —dijo Dil intentando congraciarse con la anciana.

—¿Y quién eres tú? —preguntó la reina.

—Me llamo Dil, oh reina, y soy jefe de embalsamadores.

—Ah, conque eres jefe de embalsamadores, ¿eh? Bueno, pues yo tengo unas cuantas costuras a las que no les iría nada mal que les dieran un repaso.

—Será un honor y un privilegio, oh reina —dijo Dil.

—Sí. Lo será —murmuró la reina, y se volvió hacia Gern con un aparatoso acompañamiento de crujidos—. ¡Vamos, jovencito, demuestra que esos músculos no son de adorno!

Sus palabras animaron de tal forma a Gern que el mazo surcó los aires moviéndose en un arco tan veloz que apenas resultaba visible. El mazo pasó por delante de la nariz de Dil haciendo un ruido parecido al de una codorniz en celo y chocó con el sello reduciéndolo a fragmentos diminutos.

Lo que emergió de la pirámide en cuanto el polvo se hubo disipado no parecía estar muy enterado de cuál era la última moda funeraria. Los vendajes estaban marrones y mohosos, y las costuras de los codos ya habían empezado a desintegrarse, lo que hizo que Dil sintiera una punzada de preocupación profesional. Cuando habló todos pensaron en el crujido de un sarcófago muy viejo abriéndose después de llevar milenios cerrado.

—Desperteme et non vi luminaria alguna —dijo—. ¿Hállome por ventura en el Otro Mundo?

—Parece ser que no —dijo la reina.

—¿Et esto es todo?

—No valía la pena morirse, ¿verdad? —gruñó la reina.

El viejo faraón asintió con mucha lentitud y delicadeza, como si temiera que la cabeza se le pudiera desprender del tronco.

—Algo debe facerse al respectamen —dijo. Se volvió hacia la Gran Pirámide y extendió lo que en tiempos había sido un brazo.

—¿Quién dormita acullá? —preguntó.

—Bueno, es mía —dijo Teppicamón dando un paso hacia él—. Creo que no nos hemos visto antes. Aún no he sido enterrado, por cierto. Mi hijo la construyó para mí… en contra de mis deseos, te lo aseguro.

—Es cosa horrible et fementida —dijo el viejo faraón—. Sentí la tarea et la construcción, et incluso entre los vapores et el sopor de la muerte llegó hasta mí. Grande es, et lo bastante para atumular el orbe entero.

—Yo quería que me enterraran en el mar —dijo Teppicamón—. Odio las pirámides.

—Non —dijo secamente Eshk-aler-atep.

—Disculpa, pero te aseguro que las odio —replicó cortésmente el faraón.

—Non et non. Agora sólo sentís un débil et pálido disgustamiento. Cuando llevares un milenio de años en una… —dijo el monarca de la antigüedad—, ah, entonces et sólo entonces comprenderetes realmente qué es odiarla.

Teppicamón se estremeció.

—El mar… —dijo—. Es el mejor sitio posible. Te vas disolviendo poco a poco sin darte cuenta.

Fueron hacia la pirámide siguiente. Gern iba el primero, y su rostro era un auténtico estudio pictórico sobre el tema de las emociones contrapuestas, probablemente uno pintado a altas horas de la noche por un artista cuya inspiración estaba en tratamiento médico. Dil le seguía procurando mantener bien alta la cabeza y el pecho abombado. Siempre había tenido la esperanza de que se abriría camino en el mundo y aquí estaba ahora, caminando junto a los reyes.

Bueno, tambaleándose junto a los reyes…

El desierto estaba disfrutando de otro día precioso. En el desierto los días siempre son preciosos, a condición de que tu concepto de la belleza meteorológica incluya una temperatura del aire superior a la de un horno en funcionamiento y una arena tan caliente que podrías asar castañas encima de ella.

Maldito Bastardo iba al galope, más que nada porque quería mantener los pies alejados del suelo el máximo de tiempo posible. Subieron tambaleándose la pendiente de una colina cercana al oasis de olivos y campos que rodeaba a Efebas y Teppic creyó ver el Anónimo, una manchita minúscula perdida sobre el azul del mar; pero quizá fuese un reflejo del sol al chocar con una ola.

Y un instante después ya estaban en la cima entrando en un mundo de sombras y matices amarillos. Hileras de árboles achaparrados se resistieron al dominio de la arena durante un tiempo, pero la arena acabó ganando y empezó a desfilar triunfalmente hacia adelante dejando detrás suyo un reguero de dunas.

El desierto no sólo era un sitio muy cálido, sino también muy silencioso. No había pájaros, y el susurro de las criaturas orgánicas que se afanan en el negocio del seguir con vida estaba totalmente ausente. De noche quizá se oyera el chirriar de los insectos, pero ahora estaban ocultos debajo de la arena para protegerse del calor calcinante del día, y el cielo amarillo y la arena amarilla se convertían en una cámara desprovista de ecos en la que la respiración de Maldito Bastardo resonaba tan estrepitosamente como si sus pulmones funcionasen a vapor.

Teppic había aprendido muchas cosas desde que salió por primera vez del Viejo Reino, y estaba a punto de aprender una más. Todas las autoridades que se han ocupado del tema están de acuerdo en que si has decidido atravesar un desierto es conveniente haber salido de casa llevando sombrero.

Maldito Bastardo redujo la velocidad y adoptó el trote bamboleante que un buen camello de carreras es capaz de mantener durante horas.

Habían recorrido unos tres kilómetros cuando Teppic vio una columna de polvo alzándose detrás de la duna que tenían delante. Unos minutos después se encontraron con el contingente principal del ejército efebense, una masa de soldados con media docena de elefantes de guerra por centro. La brisa recalentada hacía que las plumas de sus cascos temblaran levemente, y cuando vieron pasar a Teppic los soldados le saludaron con unos cuantos vítores más por principio que porque estuvieran realmente contentos de verle.

¡Elefantes de guerra! Teppic lanzó un gemido. Espadarta también era muy aficionada a los elefantes de guerra y, de hecho, la moda de los elefantes de guerra parecía estar haciendo furor últimamente. El único problema era que cuando sucumbían al pánico —cosa inevitable dada su naturaleza más bien pacífica—, sólo servían para convertir en puré a los soldados del bando que había cometido la imprudencia de emplearlos, y las mentes militares de los dos estados habían reaccionado presionando a los criadores para que produjeran elefantes cada vez más grandes. Los elefantes impresionaban mucho, eso era innegable.

Por alguna razón inexplicable casi todos los elefantes remolcaban gigantescas carretas llenas de troncos y tablones.

Teppic y Maldito Bastardo siguieron avanzando mientras el sol iba subiendo por el cielo. Unos puntitos de color azul y púrpura empezaron a bailotear lentamente por el horizonte, cosa bastante inusual.

Y también estaba ocurriendo otra cosa muy extraña. El camello parecía estar trotando por el cielo. Teppic pensó que aquello quizá guardara alguna relación con el persistente zumbar de sus oídos.

¿Y si tiraba de las riendas para detenerle? Pero entonces el camello podía caerse del cielo…

Maldito Bastardo entró tambaleándose en la zona de sombra proyectada por el risco de caliza que en tiempos había indicado el comienzo del valle y se fue derrumbando muy lentamente sobre la arena. Teppic se inclinó a un lado, cayó de la grupa y fue rodando a lo largo de su flanco. El mediodía ya había quedado bastante atrás.

Cuando volvió a abrir los ojos Teppic se llevó la desagradable sorpresa de encontrarse con varias máscaras de bronce que le observaban. Las bocas de metal estaban congeladas para toda la eternidad en muecas espantosamente despectivas, y las frentes resplandecientes se retorcían en una contorsión iracunda. La patrulla efebense había formado un círculo a su alrededor.

—Está volviendo en sí, sargento —dijo uno de ellos.

Un rostro metálico que hacía pensar en la ira de los elementos se acercó un poco más y ocupó todo el campo visual de Teppic.

—Hemos salido a dar un paseíto y nos hemos olvidado del sombrero, ¿eh, chico? —dijo el sargento en un tono jovial que creó ecos muy extraños dentro de la máscara—. Ardías en deseos de enfrentarte al enemigo, ¿verdad?

El cielo giró locamente alrededor de Teppic, pero un pensamiento logró abrirse paso por el frenético burbujear de la sartén en que se había convertido su mente y asumió el control de sus cuerdas vocales.

—¡El camello! —graznó.

—¿A quién se le ocurre tratarlo de esa manera? Hay quien se ha pasado una larga temporada en el calabozo por mucho menos, ¿sabes? —dijo el sargento agitando un dedo delante de la cara de Teppic—. Nunca había visto un camello que se encontrara en tan mal estado.

—¡No le dejéis beber!

Teppic se irguió de golpe. Una orquesta de gongs empezó a resonar dentro de su cabeza en contrapunto al estallido de los fuegos artificiales. Las máscaras metálicas se volvieron las unas hacia las otras.

—Dioses, debe tenerle un odio realmente terrible a los pobres camellos —dijo una de ellas.

Teppic logró incorporarse y avanzó tambaleándose sobre la arena en dirección a Maldito Bastardo, quien estaba intentando resolver la complicada ecuación que le permitiría ponerse en pie. La lengua le asomaba por entre los labios, y no se encontraba demasiado bien.

Un camello que no se encuentra demasiado bien no es una criatura tímida. No se consuela yendo al bar de la esquina para hacer durar al máximo la copa que ha pedido mientras mata el tiempo en la soledad del mostrador. No telefonea a las viejas amistades para lloriquear y contarles lo mal que le han tratado. No se deprime, y no escribe poemas interminables sobre la Vida y lo horrible que resulta cuando la contemplas desde la ventana de tu cuarto. Un camello no sabría reconocer la melancolía ni aunque le pateara la joroba.

Lo que hace es sacar el máximo provecho posible a esos dos pulmones con la potencia de fuelles de herrero y esa voz capaz de hacer callar a toda una recua de burros que están siendo aserrados por la mitad de que le ha provisto la naturaleza.

Teppic intentó abrirse paso por entre la barrera sonora que rodeaba a Maldito Bastardo. El camello alzó la cabeza y la movió primero hacia un lado y luego hacia otro en una soberbia operación de paralaje y triangulación. Sus ojos rodaron locamente en las órbitas, la primera etapa del viejo truco de contemplarte con las fosas nasales que todos los camellos utilizan de vez en cuando.

Y escupió.

O, mejor dicho, intentó escupir.

Teppic cogió el ronzal y se lo puso.

—Vamos, maldito bastardo —dijo—. Hay agua cerca. Puedes olerla, ¿no? ¡Lo único que debes hacer es llegar hasta ella!

Se volvió hacia la patrulla efebense. Los soldados que se habían quitado la máscara le estaban contemplando con expresiones de asombro y los que seguían con ella puesta le observaban con expresiones de espantosa ferocidad metálica.

Teppic cogió el odre de agua que le alargaba uno de ellos, le quitó el corcho y esparció el contenido del odre delante del tembloroso hocico del camello.

—Mira, esto es un río —siseó—. Sabes dónde está. ¡Lo único que debes hacer es llegar hasta él!

Los soldados efebenses miraron a su alrededor poniendo cara de nerviosismo. La patrulla de soldados espadartanos que se había acercado para averiguar qué estaba ocurriendo les imitó.

Maldito Bastardo se puso en pie con un espantoso temblequeo de rodillas y empezó a girar sobre sí mismo. Teppic se agarró al ronzal y se dejó llevar.

«… supongamos que d es igual a 4 —estaba pensando Maldito Bastardo con creciente desesperación—. Supongamos que el Anno Domini es igual a más menos 90. Supongamos que no-d es igual a 45…»

—¡Necesito un palo! —aulló Teppic cuando la rotación del camello le hizo pasar delante del sargento—. ¡Nunca entienden nada a menos que les atices con un palo! Para ellos es algo parecido a la puntuación…

—¿Crees que podrías arreglártelas con una espada?

—¡No!

El sargento vaciló y acabó alargándole su lanza.

Autore(a)s: