Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Teppic la agarró por la punta, intentó no perder el equilibrio y la hizo caer sobre el flanco del camello creando una espesa nube de polvo y pelos.

Maldito Bastardo se detuvo de repente. Sus orejas empezaron a girar como si fueran dos platos de radar. Volvió la cabeza hacia la pared de rocas y puso los ojos en blanco. El camello se lanzó hacia adelante una fracción de segundo antes de que Teppic agarrara sendos puñados de pelo y saltara sobre su grupa.

«Pensemos en fractales…»

—Esto… Me temo que vas directo hacia… —empezó a decir el sargento.

El silencio que siguió a esas palabras se prolongó durante mucho, mucho tiempo.

El sargento se removió nerviosamente. Después alzó la mirada hacia los espadartanos y sus ojos se encontraron con los de su líder. El centurión y el sargento fueron el uno hacia el otro guiados por ese entendimiento que no necesita palabras, compartido por los centuriones y los sargentos de todos los tiempos y lugares, y se detuvieron junto a la grieta apenas visible que recorría el risco.

El centurión espadartano deslizó una mano sobre ella.

—Tendría que haber… No sé, pelos de camello o algo así —dijo.

—O sangre —dijo el efebense.

—Supongo que es uno de esos fenómenos inexplicables que ocurren de vez en cuando, ¿no?

—Oh. Sí, claro. Bueno, entonces no hay por qué preocuparse, ¿verdad?

Los dos hombres contemplaron el risco sin decir nada durante unos momentos.

—Como un espejismo —dijo el espadartano.

—Sí, algo así.

—Me pareció oír a una gaviota.

—Ridículo, ¿verdad? Aquí no hay gaviotas.

El centurión espadartano emitió una tosecilla cortés y volvió la cabeza hacia sus hombres. Después se inclinó hacia el sargento efebense.

—Supongo que el resto de tu gente no tardará mucho en llegar, ¿verdad?

El efebense se acercó un poquito más al centurión y cuando habló lo hizo por la comisura de los labios mientras sus ojos parecían seguir absortos en la contemplación de las rocas.

—Exacto —dijo—. Y si me permites preguntarlo, los tuyos tampoco tardarán mucho, ¿no?

—Sí. Si los nuestros llegan primero me temo que tendremos que masacraros.

—Desde luego, desde luego… Y si los nuestros llegan antes no me extrañaría nada que tuviéramos que masacraros a vosotros. No hay forma de evitarlo, ¿verdad?

—Sí, supongo que tendrá que ser una cosa o la otra —dijo el espadartano.

El sargento efebense asintió.

—Qué extraño es el mundo, ¿verdad? Si te paras a pensarlo… No hay quien lo entienda.

—Oh, desde luego. Has puesto el dedo en la llaga. —El centurión se aflojó un poco el peto pensando en lo mucho que le gustaría poder quedarse un rato más a la sombra—. ¿Qué tal están vuestras raciones? —preguntó.

—Oh, así así, ya sabes. Nunca hay que quejarse por nada.

—A nosotros nos pasa igual.

—Porque si te quejas lo único que consigues con eso es pasarlo peor.

—Lo mismo digo. Oye, vuestras raciones… ¿No te sobrará por casualidad algún higo? Creo que un par de higos me sentarían estupendamente.

—Lo siento.

—En fin, por preguntar no se pierde nada, ¿verdad?

—Pero si te apetecen tenemos montones de dátiles.

—Oh, nosotros también, gracias.

—Lo siento.

Los dos hombres siguieron inmóviles delante del risco durante unos momentos más, absortos en sus pensamientos. Después, el sargento efebense volvió a ponerse el casco y el centurión espadartano se ajustó los correajes del peto.

—Bueno, pues nada…

—Bueno, pues… eso.

Cuadraron los hombros, tensaron las mandíbulas y se pusieron en movimiento. Un instante después giraron elegantemente sobre sus talones, intercambiaron una sonrisa de incomodidad apenas perceptible y se encaminaron cada uno hacia su patrulla.

LIBRO CUARTO
EL LIBRO DE LAS 101 COSAS QUE PUEDE HACER UN MUCHACHO

Teppic había esperado…

¿Qué?

Oír el sonido entre líquido y gomoso de la carne chocando contra la roca, posiblemente, o quizá contemplar los panoramas del Viejo Reino extendiéndose debajo de él, aunque eso ya rozaba los límites del anhelo tan tímido que no se atreve ni a soñar que pueda ser verdad.

Lo que no había esperado era encontrarse con una neblina fría y húmeda.

La ciencia actual sabe que existen muchas más dimensiones que las cuatro clásicas. Los científicos afirman que lo normal es que esas dimensiones no tengan ningún contacto con el mundo porque las dimensiones extra son muy pequeñas y se curvan sobre sí mismas, y el hecho de que la realidad sea fractal hace que la mayor parte de ella esté cómoda y a buen recaudo dentro de sí misma. Eso significa que el universo está tan lleno de maravillas que ya podemos irnos despidiendo de la esperanza de comprenderlas todas o, más probablemente, que los científicos se van inventando las respuestas a medida que se les plantean nuevas preguntas.

Pero el multiverso está repleto de dimensioncitas, los pequeños parques de juegos de la creación donde los seres de la imaginación pueden divertirse sin ser atropellados por la parte más seria de la realidad. A veces se meten por los agujeros de la realidad y entran en contacto con este universo dando origen a los mitos, las leyendas y las acusaciones de Embriaguez y Conducta Desordenada.

Y un error de cálculo de lo más trivial había hecho que Maldito Bastardo entrara al trote en una de esas dimensioncitas.

La leyenda casi había dado en el blanco. La Esfinge rondaba por las fronteras del reino. El único problema era que la leyenda no había sido muy precisa a la hora de definir de qué fronteras hablaba.

La Esfinge es una criatura irreal, y existe únicamente porque ha sido imaginada. Es bien sabido que en un cosmos infinito todo aquello que pueda ser imaginado tiene que existir en algún sitio, y como una gran parte de los frutos de la imaginación son criaturas que no deberían estar presentes en un marco espacio-temporal mínimamente bien ordenado acaban viéndose empujadas a una dimensión colateral. Este hecho quizá explique el mal genio crónico que aqueja a la Esfinge, aunque naturalmente cualquier criatura que tenga cuerpo de león, pechos de mujer y alas de águila es propensa a sufrir serias crisis de identidad y no necesita mucho para enfadarse.

Ésa era la razón de que la Esfinge hubiera decidido inventar el Acertijo.

A esas alturas el Acertijo ya había demostrado su utilidad en varias dimensiones, y le había proporcionado considerable diversión e innumerables cenas.

Mientras guiaba a Maldito Bastardo por entre los remolinos de niebla Teppic no sabía nada de todo aquello, pero los huesos que crujían bajo las patas del camello bastaron para que se hiciera una idea general de la situación.

Un montón de personas habían muerto allí, y parecía razonable suponer que los añadidos más recientes a la alfombra de huesos habían visto los restos de sus predecesores antes de perecer y habían decidido moverse con la máxima cautela posible. No parecía haberles servido de nada.

Así pues, moverse con sigilo no tenía ningún sentido, y además algunas de las rocas que asomaban de la neblina poseían formas realmente inquietantes. Por ejemplo, aquella de ahí era idéntica a una…

—Alto —dijo la Esfinge.

El silencio que siguió a esa orden fue absoluto, dejando aparte el perezoso gotear de la neblina y algún que otro sonido de aspiración producido por Maldito Bastardo cuando intentaba extraer humedad de la atmósfera.

—Eres una esfinge —dijo Teppic.

—Soy la Esfinge —le corrigió la Esfinge.

—Caray. En casa tenemos montones de estatuas tuyas. —Teppic alzó la mirada, se estremeció y siguió alzándola un poquito más—. Siempre te había imaginado más pequeña —añadió.

—Acurrúcate y tiembla, mortal —dijo la Esfinge—, pues te hallas en presencia de la más terrible sabiduría que tu pobre mente puede concebir. —Parpadeó—. Y esas estatuas de las que hablas… ¿Se me parecen?

—Oh, no te hacen justicia —dijo Teppic, y era sincero.

—¿De veras lo crees? Sí, casi siempre tienen problemas con la nariz —dijo la Esfinge—. Me han asegurado que mi mejor perfil es el derecho y…

La Esfinge se dio cuenta de que se estaba desviando del tema y dejó escapar una tosecilla muy seca.

—No podrás seguir adelante a menos que respondas a mi acertijo, oh mortal —dijo.

—¿Por qué? —preguntó Teppic.

—¿Qué?

La Esfinge puso cara de sorpresa y parpadeó. No la habían diseñado para aquel tipo de cosas.

—¿Por qué? ¿Por qué? Pues porque… Eh… Porque… espera un momento… sí, claro, porque si no respondes a mi acertijo te arrancaré la cabeza de un mordisco y me la comeré. Sí, me parece que es por eso.

—De acuerdo —dijo Teppic—. Bueno, pues entonces oigamos el acertijo.

La Esfinge se aclaró la garganta con un estruendoso carraspeo casi idéntico al que produciría un camión vacío despeñándose por una cantera.

—¿Qué es lo que se mueve sobre cuatro piernas por la mañana, sobre dos al mediodía y sobre tres al anochecer? —preguntó con un molesto tonillo de suficiencia.

Teppic meditó en el acertijo.

—Es difícil, ¿eh? —dijo por fin.

—Es el más difícil de todos los acertijos que han existido y existirán —dijo la Esfinge.

—Hum.

—Nunca podrás dar con la respuesta.

—Ah —dijo Teppic.

—Oye, ¿te importaría ir quitándote la ropa mientras piensas? Me molesta mucho que se me queden hilos entre los dientes.

—¿No habrá alguna clase de animal al que le vuelven a crecer las piernas que ha…?

—Frío, frío y casi congelado —dijo la Esfinge empezando a sacar las garras.

—Oh.

—No tienes ni la más mínima idea, ¿verdad?

—Sigo pensando —replicó Teppic.

—Nunca lo adivinarás.

—Tienes razón.

Teppic contempló las garras de la Esfinge. «No es un animal acostumbrado a combatir —se dijo intentando tranquilizarse—. Basta con mirarla para ver que está demasiado dotada… Además, aun suponiendo que tenga el cerebro suficiente para saber lo que se hace estoy seguro de que esos pechos deben estorbar muchísimo en un cuerpo a cuerpo.»

—La respuesta es «El Hombre» —dijo la Esfinge—. Y ahora te ruego que no opongas resistencia, ¿de acuerdo? La agitación y el nerviosismo hacen que la sangre se sature de sustancias químicas que saben a rayos.

Teppic saltó hacia atrás con el tiempo justo de esquivar el zarpazo que pretendía partirle en dos.

—Espera, espera —dijo Teppic—. ¿Qué quieres decir con eso de «El Hombre»?

—Es muy sencillo —replicó la Esfinge—. El bebé gatea por la mañana, se sostiene sobre dos piernas al mediodía y al atardecer el anciano camina apoyándose en un bastón. Astuto, ¿verdad?

Teppic se mordió el labio inferior.

—Oye, ¿estás segura de que hablamos de un día? —preguntó con voz dubitativa.

El silencio que siguió a sus palabras resultó tan largo como embarazoso.

—Es un… ¿Cómo se llama eso? Ah, sí, una figura retórica —dijo por fin la Esfinge en un tono bastante irritado, y le lanzó otro zarpazo.

—No, no, espera un momento —dijo Teppic después de esquivarlo—. Me gustaría que fuéramos lo más claros posible con respecto a este asunto, ¿de acuerdo? Quiero decir que… Bueno, es lo justo, ¿no te parece?

—Al acertijo no le pasa nada malo —dijo la Esfinge—. Es un acertijo condenadamente bueno, ¿entendido? Llevo usando ese acertijo desde hace cincuenta años, y me ha funcionado tanto de esfinge como de cachorrita. —Pensó en lo que acababa de decir—. Perdón, de polluela —se corrigió.

—Oh, sí, es un acertijo magnífico —dijo Teppic intentando calmarla—. Es muy profundo y… eh… muy conmovedor. Toda la condición humana resumida en unas cuantas palabras. Pero tienes que admitir que todo eso que has dicho no le ocurre a un individuo en un solo día, ¿verdad?

—Bueno… No —admitió la Esfinge—. Pero creo que eso resulta evidente con sólo fijarse un poquito en el contexto, ¿verdad? Todos los acertijos contienen un elemento de analogía dramática —añadió.

A juzgar por su expresión había oído aquella frase hacía mucho tiempo y estaba claro que le había gustado, aunque no lo suficiente para impedirle utilizar como cena al que la había pronunciado.

—Sí, pero… —Teppic se acuclilló delante de la Esfinge y alisó una pequeña extensión de arena con la mano—. En fin, lo que yo me pregunto es si la metáfora posee consistencia interna o no. Supongamos que el promedio de vida es de setenta años, ¿de acuerdo?

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