Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Los antiquísimos vendajes empapados en agua esparcidos aquí y allá se fueron desenredando, se agitaron durante unos momentos como serpientes increíblemente ancianas y acabaron disolviéndose de la forma más discreta y silenciosa posible.

—Esto es francamente irregular.

—Lo sentimos. No es culpa nuestra.

¿Cuántos sois?

Me temo que más de 1.300.

Bien, de acuerdo… Haced el favor de formar una cola.

Maldito Bastardo estaba contemplando el tablón donde le ponían el heno.

El tablón estaba vacío y representaba una sub-disposición en el conjunto general «heno» que contenía valores arbitrarios situados entre el cero y K.

Ahora no había ni una brizna de heno en él. De hecho, era posible que contuviera un valor negativo de heno, pero si tienes el estómago vacío la diferencia existente entre que no haya heno y menos-heno carece de interés.

Hiciera lo que hiciese siempre acababa obteniendo la misma respuesta. La ecuación poseía una sencillez francamente clásica, y una limpia elegancia que en aquellos momentos no estaba en condiciones de admirar.

Maldito Bastardo estaba cansado, y no podía evitar el tener la sensación de que el destino había sido particularmente duro e injusto con él. Aquello no tenía nada de raro, naturalmente, dado que es el estado anímico normal de un camello. Maldito Bastardo se arrodilló con infinita paciencia y Teppic empezó a llenar las alforjas.

—Nos mantendremos alejados de Efebas —dijo Teppic usando un tono de voz y una posición de la cabeza calculados para dejar bien claro que estaba hablando con el camello y con nadie más—. Iremos hasta el extremo del Mar Circular, puede que a Gusania o al otro lado de las Montañas del Carnero. Hay montones de sitios a los que ir. Puede que incluso encontremos unas cuantas ciudades perdidas, ¿eh? Estoy seguro de que eso te gustaría, ¿verdad?

Intentar animar a un camello siempre es un error que se paga muy caro, y como pérdida de tiempo no tiene nada que envidiar al dejar caer merengues dentro de un agujero negro.

La puerta que había al otro extremo del establo giró sobre sus goznes revelando a un sacerdote que parecía muy cansado y tenía el rostro enrojecido. Los sacerdotes no estaban acostumbrados a correr, y el día les estaba resultando muy duro.

—Eh… —murmuró el sacerdote—. Su Majestad te ordena que no abandones el reino.

Tosió.

—¿Hay alguna contestación? —preguntó después. Teppic se lo pensó.

—No —dijo por fin—, creo que no.

—Bien, entonces le digo que no tardarás en prosternarte ante ella, ¿eh? —dijo el sacerdote con cierta ansiedad.

—No.

—Oh, claro, como a ti no te va a hacer nada… —dijo el sacerdote poniendo mala cara, y salió del establo.

Unos minutos después fue sustituido por Koomi. El gran sacerdote estaba tan rojo como un tomate.

—Su Majestad te pide que no abandones el reino —dijo.

Teppic subió a la grupa de Maldito Bastardo y le dio unos golpecitos con el aguijón.

—Habla en serio —dijo Koomi.

—Estoy seguro de ello.

—Podría haber ordenado que te arrojaran a los cocodrilos sagrados, ¿sabes? —añadió Koomi.

—Ahora que lo dices hoy no he visto a ninguno. ¿Qué tal están? —replicó Teppic, y volvió a mover el aguijón.

Maldito Bastardo y Teppic emergieron a la claridad del día y a los rayos del sol que cortaban como cuchillos, y recorrieron las calles de tierra apisonada que el tiempo había convertido en una superficie más dura que la piedra. Las calles estaban repletas de personas, y ni una sola de ellas le prestó la más mínima atención.

Era una sensación maravillosa.

Teppic fue por el camino que llevaba hasta la frontera y no se detuvo hasta haber llegado a lo alto del risco. Todo el valle se extendía por debajo de él. Un viento muy cálido procedente del desierto agitaba los matorrales de sifacias haciendo entrechocar los tallos. Teppic ató las bridas de Maldito Bastardo a un matorral en una zona de sombra, trepó unos cuantos metros por las rocas y miró hacia atrás.

El valle era viejo, tan viejo que podías creer que había sido el primer lugar que existió y que había visto cómo el resto del mundo se iba formando a su alrededor. Teppic se tumbó en el suelo y apoyó la cabeza sobre las manos.

Naturalmente, el valle llevaba miles de años despojándose lentamente de sus futuros para envejecerse. El cambio estaba produciéndole un efecto muy parecido al que sufre un huevo cuando entra en contacto con el suelo.

Teppic pensó que había muchas probabilidades de que las dimensiones fueran bastante más complicadas de lo que creía la gente. Y el tiempo… Sí, probablemente el tiempo también era más complicado y las personas quizá también lo fueran, aunque resultaban un poco más predecibles.

Vio cómo la columna de polvo se iba arremolinando delante del palacio, se ponía en movimiento y se iba abriendo paso por la ciudad, cruzaba la estrecha franja del rompecabezas formado por los campos, desaparecía durante un minuto en un bosquecillo de palmeras que se alzaba cerca del risco y reaparecía al inicio de la pendiente. Mucho antes de que pudiera verlo, Teppic ya estaba seguro de que en el centro de la nube de arena había un carro.

Bajó sin apresurarse por las rocas, se puso en cuclillas junto al camino y se dispuso a esperar pacientemente. El carro acabó apareciendo, se detuvo unos cuantos metros más allá de Teppic haciendo mucho ruido, giró con bastantes dificultades en aquel espacio tan angosto y volvió hacia él.

—¿Qué piensas hacer? —gritó Ptraci inclinándose sobre la barandilla.

Teppic la saludó con una reverencia.

—Vuelve a hacer eso y… —dijo Ptraci con voz amenazadora.

—¿No te gusta ser reina?

Ptraci vaciló unos momentos antes de responder.

—Sí —dijo por fin—. Me gusta…

—Pues claro —dijo Teppic—. Lo llevas en la sangre. En los viejos tiempos la gente luchaba como tigres para poder sentarse en un trono. Hermanos contra hermanas, tíos contra sobrinos… Horrible, horrible.

—¡Pero no hay ninguna razón para que te marches! ¡Te necesito!

—Tienes consejeros —dijo Teppic sin perder la calma.

—No me refería a eso —replicó secamente Ptraci—. Y de todas formas sólo tengo a Koomi, y es un inútil.

—Eres muy afortunada. Yo tenía a Dios, y te aseguro que sabía hacer su trabajo. Koomi será un magnífico gran sacerdote. Puedes aprender mucho no escuchando lo que te diga, ¿sabes? Oh, los consejeros incompetentes pueden ser una gran ayuda. Además, estoy seguro de que Broncalo te ayudará. Está lleno de grandes ideas.

Ptraci enrojeció un poco.

—Ya intentó exponerme unas cuantas cuando estábamos en el barco.

—¿Ves? Estaba seguro de que os llevaríais estupendamente apenas os conocieseis un poco mejor. De hecho, en cuanto os vi juntos pensé que os llevaríais tan bien como el rayo y un montón de paja seca.

Gritos, llamas, gente que huye buscando algún sitio donde refugiarse…

—Y tú piensas volver a convertirte en asesino, ¿verdad? —preguntó Ptraci con voz burlona.

—No lo creo. He inhumado una pirámide, un panteón y la totalidad del Viejo Reino. Quizá vaya siendo hora de que pruebe a hacer algo distinto. Por cierto, no habrás descubierto brotecitos verdes que asoman del suelo allí donde pones los pies, ¿verdad?

—No. Qué idea tan ridícula. Brotecitos verdes…

Teppic se relajó. Bien, eso demostraba de forma concluyente que todo había terminado.

—Lo importante es seguir adelante, ¿sabes? No permitas que la hierba crezca bajo tus pies —dijo—. Y… Tampoco habrás visto ninguna gaviota, ¿verdad?

—Hoy había montones de ellas. ¿O es que no te has fijado?

—Sí. Creo que eso es buena señal.

Maldito Bastardo observó cómo hablaban un ratito más manteniendo esa peculiar conversación lenta y desganada en la que suelen ir quedando atrapadas dos personas pertenecientes a sexos opuestos cuando están pensando en temas muy distintos a los que son expresados en voz alta. Entre los camellos la hembra se limitaba a inspeccionar la metodología del macho, con lo que las cosas siempre resultaban mucho más sencillas.

Después se besaron de una forma bastante casta —si es que se puede considerar que un camello es un juez digno de confianza en cuestión de besos—, y tomaron una decisión.

Maldito Bastardo dejó de interesarse por lo que hacían después de ese punto.

En el comienzo…

El valle no podía estar más silencioso y tranquilo. El río de orillas que aún no habían sido domadas vagabundeaba lánguidamente abriéndose paso por entre los cañaverales y los macizos de papiros. Los ibis paseaban tranquilamente por los bajíos; los hipopótamos que moraban en las profundidades subían un metro o dos y volvían a hundirse tan lentamente como un huevo duro metido en un cazo de agua hirviendo.

El único sonido que rompía el silencio impregnado de humedad era el chapoteo ocasional de un pez o el siseo de un cocodrilo.

Dios llevaba un buen rato acostado en el barro. No estaba muy seguro de cómo había llegado allí o de por qué la mitad de su túnica había desaparecido y la otra mitad estaba chamuscada y ennegrecida. Recordaba vagamente un ruido ensordecedor y una sensación de extremada velocidad que había coincidido de forma inexplicable con el estar totalmente inmóvil, y de momento no necesitaba respuestas. Las respuestas siempre implicaban preguntas, y las preguntas nunca habían llevado a nadie a ningún lugar digno de ser visitado. Las preguntas sólo servían para meterse en líos. El fresco abrazo del barro era muy relajante, y Dios estaba seguro de que podría pasar algún tiempo sin prestar atención a nada salvo a esa sensación tan agradable.

El sol fue bajando hacia el horizonte. Unos cuantos merodeadores nocturnos se acercaron a Dios, y alguna clase de instinto animal les hizo decidir que una pierna tan flaca no compensaría todos los problemas que iban a tener si se la arrancaban de un mordisco.

El sol volvió a asomar en el cielo. Las garzas lanzaron graznidos que parecían bocinazos. Las hilachas de niebla se fueron desenrollando entre las lagunas y se consumieron lentamente a medida que el color del cielo iba pasando del azul al bronce recién enfriado.

Y el tiempo fue transcurriendo en la más maravillosa y tranquila falla de acontecimientos que Dios había conocido en toda su larguísima existencia, hasta que un ruido muy extraño agarró al silencio y le hizo el equivalente de cortarlo en trocitos con un cuchillo oxidado.

El ruido resultaba curiosamente parecido al que podría producir un asno mientras lo convenían en rebanadas con una sierra mecánica. Comparado con una melodía era… bueno, era como comparar una carrera de motos con un xilófono bien manejado, pero cuando otras voces similares aunque distintas se unieron a él en una amplia variedad de tonos medio quebrados y notas dislocadas Dios descubrió que el efecto global resultaba curiosamente atractivo. Tenía gancho. De hecho, poseía lo que sólo puede definirse como una extraña capacidad succionante.

El ruido llegó a una meseta, una nota purísima compuesta por una sucesión de discordancias, y las voces se separaron las unas de las otras moviéndose cada una a lo largo de su propio vector durante una fracción de segundo…

Hubo un agitarse del aire, un fugaz parpadeo del sol.

Y una docena de camellos se recortó sobre la cima de una colina distante, y una docena de cuerpos flacos y cubiertos de polvo echaron a correr hacia el agua. Los cañaverales dejaron escapar una erupción de aves. Los saurios reptaron sobre los bancos de arena y se esfumaron lo más deprisa posible. Un minuto después la orilla se había convertido en una masa de barro pisoteado, y las criaturas de rodillas nudosas se empujaban y se peleaban para meter el hocico en el agua.

Dios se irguió y vio su báculo en el fango. El báculo estaba un poquito chamuscado, pero seguía entero y Dios se percató de algo que nunca le había llamado la atención antes. ¿Antes? ¿Es que había existido un antes? No estaba demasiado seguro, pero de lo que no cabía duda era de que había existido un sueño, o algo muy parecido a un sueño…

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