Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Teppic estaba perplejo.

—Bueno, el tiempo y el espacio son así —siguió diciendo Ptagonal—. Si no tienes mucho cuidado puedes acabar con un auténtico lío entre manos. Tres coma uno cuatro uno… ¿Qué clase de nombre crees que se merece semejante número?

—Suena horrible —dijo Teppic.

—Tienes toda la maldita razón. En algún sitio… —Ptagonal estaba empezando a oscilar sobre el banco—. En algún sitio alguien ha construido un cosmos donde pi tiene un valor decente y respetable. —Inclinó la cabeza y contempló la mesa como si no la viera con mucha claridad—. Pero aquí… ¿Pi? ¡Pah! Aquí es un maldito número que no se acaba nunca, y yo te pregunto qué clase de…

—¡No, me refería a eso de que la gente envejeciera caminando de lado!

—Quizá tuviera su lado bueno. Siempre podrías volver al sitio en el que tenías dieciocho años, ¿no? O dar un paseo y averiguar qué aspecto tendrás cuando hayas cumplido los setenta. Pero viajar por la anchura…, eso sí que sería realmente difícil.

Ptagonal le obsequió con una sonrisa vacua y se fue inclinando hacia adelante con gran lentitud hasta acabar derrumbándose sobre su cena. Una parte de la cena consiguió apartarse a tiempo.

Teppic se percató de que el estrépito filosófico que le rodeaba se había calmado un poco. Alzó la cabeza y fue resiguiendo la hilera de comensales con la mirada hasta que localizó a Ídem.

—No funcionará —estaba diciendo Ídem—. El Tirano no nos escuchará. Y la gente tampoco, claro. De todas formas… —Volvió la cabeza hacia Antífono—. Parece que no todos opinamos lo mismo, ¿verdad?

—Esos malditos espadartanos necesitan que alguien les dé una buena lección —replicó Antífono con expresión adusta—. En este continente no hay lugar suficiente para dos grandes potencias. El problema con esos tipos es que no saben perder, ¿entiendes? Todo porque les robamos la reina… La energía y el entusiasmo de la juventud, el amor vence todos los obstáculos, etcétera.

Copolímero se despertó.

—No lo has entendido bien —dijo con voz apacible—. La gran guerra, sí, claro, fue porque ellos nos robaron la reina. No recuerdo cómo se llamaba, pero tenía una cara capaz de hacer correr a mil camellos, y su nombre empezaba por A o por T o por…

—¿Eso hicieron? —gritó Antífono—. ¡Malditos bastardos!

—Estoy razonablemente seguro —dijo Copolímero.

Teppic se dejó caer sobre el banco y miró a Endos el Oyente, quien seguía consumiendo su cena con la expresión impasible de quien está decidido a no permitir que nada ni nadie le arruine la digestión.

—¿Endos?

El Oyente bajó el cuchillo y el tenedor y los colocó flanqueando su plato.

—¿Sí?

—Están locos, ¿verdad? —preguntó Teppic con voz cansada.

—Esto es extremadamente interesante —dijo Endos—. Sigue, sigue, te lo ruego.

Metió tímidamente una mano dentro de su toga, sacó un trocito de pergamino y lo empujó delicadamente hacia Teppic.

—¿Qué es esto?

—Mi factura —dijo Endos—. Cinco minutos de Escucha Atenta. Casi todos los caballeros para los que trabajo me pagan a final de mes, pero tengo entendido que te irás por la mañana, ¿no?

Teppic se rindió. Se puso en pie y salió al jardín que rodeaba la ciudadela de Efebas. Estatuas de mármol blanco que representaban a efebenses de la antigüedad totalmente desnudos que hacían cosas heroicas asomaban por entre el follaje, y aquí y allá se veían estatuas de las deidades de Efebas. Apenas había forma de distinguir las unas de las otras. Teppic sabía que Dios no aguantaba a los efebenses y solía reprocharles que tuvieran deidades cuyo aspecto era idéntico al de la gente. El argumento básico de Dios era que eso impedía que la gente supiera cuándo estaba delante de una deidad y dificultaba mucho el tratarla como era debido.

Teppic no compartía su opinión al respecto y, de hecho, la idea le resultaba bastante agradable. Según la leyenda las deidades de los efebenses eran iguales a los humanos en todo, con la única diferencia de que utilizaban su divinidad para hacer todas aquellas cosas que los humanos no tenían los medios o el atrevimiento de hacer. Teppic recordó que uno de los trucos favoritos de las deidades masculinas de Efebas era convertirse en algún animal para conseguir los favores de las mujeres de la alta sociedad efebense, y se decía que uno de ellos había llegado al extremo de convertirse en lluvia dorada para cortejar a la mujer de la que se había encaprichado. Todo aquello era fascinante, y suscitaba preguntas muy interesantes sobre la vida nocturna de la sofisticada Efebas.

Encontró a Ptraci sentada sobre la hierba debajo de un álamo dando de comer a la tortuga. Teppic la contempló con cierta suspicacia, ya que siempre cabía la posibilidad de que fuese un dios de incógnito. La tortuga no parecía un dios. Si era un dios lo estaba disimulando de maravilla, y su interpretación de tortuga hambrienta era francamente espléndida.

Ptraci estaba dándole de comer una hoja de lechuga.

—Ay la ptortuguita bonita… —dijo, y alzó la mirada hacia Teppic—. Oh, eres ptú —dijo con voz átona.

—No te has perdido gran cosa —dijo Teppic sentándose a su lado—. Son una pandilla de chiflados. Cuando me fui estaban empezando a romper los platos.

—Eso es ptradicional al final de una comida efebense —dijo Ptraci.

Teppic pensó en lo que acababa de oír.

—¿Y por qué no los rompen antes? —preguntó al cabo de unos momentos.

—Y luego probablemente bailarán al son del burzuki —añadió Ptraci—. Creo que es una especie de perro de lanas.

Teppic inclinó la cabeza y la apoyó en las manos.

—Por cierto, hablas muy bien el efebense —dijo.

—Muchas gracias —replicó Ptraci—. Basta con ptener un poco de oído.

—Pero se te nota un poquito el acento.

—Los idiomas son una parte del adiestramiento ptotal —dijo Ptraci—. Y mi abuela siempre decía que un poquito de acento extranjero pte hace más fascinante.

—Aprendimos lo mismo —dijo Teppic—. Venga de donde venga un asesino siempre debe parecer ligeramente extranjero. Eso es algo que se me da muy bien —añadió con amargura.

Ptraci empezó a administrarle masaje en el cuello.

—He estado en el puerto —dijo—. Tienen un montón de esas cosas que parecen balsas grandes. Ya sabes, camellos de mar…

—Barcos —dijo Teppic.

—Y van a ptodas partes. Podríamos ir a donde quisiéramos. Si tú quieres el mundo puede ser nuestro molusco, con perla incluida dentro.

Teppic le habló de la teoría de Ptagonal. Ptraci no pareció muy sorprendida.

—Es como una laguna estancada en la que no entra agua nueva —observó—. Ptodo el mundo se pasa la vida nadando en el mismo charco de siempre… Ptodo el ptiempo que vives ya ha sido vivido. Debe de ser como utilizar el agua del baño de otra persona.

—Voy a volver.

Los dedos de Ptraci interrumpieron el experto amasar de sus músculos que habían iniciado.

—Podríamos ir a donde quisiéramos —repitió—. Los dos ptenemos oficios y podemos ganarnos la vida, podríamos vender ese camello… Podrías enseñarme Ankh-Morpork. Parece una ciudad muy interesante.

Teppic se preguntó qué efecto ejercería Ankh-Morpork sobre Ptraci. Después se preguntó qué efecto ejercería Ptraci sobre la ciudad. No cabía duda de que Ptraci estaba… ¿floreciendo? En el Viejo Reino nunca había dado la impresión de tener alguna idea original dejando aparte el escoger cuál sería la próxima uva a pelar, pero desde que estaban en Efebas parecía haber cambiado considerablemente. Su mandíbula no había cambiado. Seguía siendo más bien pequeña, y Teppic tenía que admitir que bastante bonita. Pero ahora te fijabas más en ella. Antes, cuando hablaba con él, Ptraci solía clavar los ojos en el suelo. Ahora no siempre le miraba, pero si no lo hacía era porque estaba pensando en otra cosa.

Teppic descubrió que sentía el deseo de decirle que era el faraón. Oh, de la forma más cortés posible, claro, y sin ninguna clase de énfasis, pero… bueno, sólo como recordatorio. Pero también tenía la sensación de que si le decía eso Ptraci respondería diciendo que no le había oído y que tuviera la amabilidad de repetir lo que había dicho, y si le miraba a la cara Teppic jamás sería capaz de decirlo dos veces seguidas.

—Podrías marcharte —dijo—. Estoy seguro de que sabrías salir adelante. Puedo proporcionarte unos cuantos nombres y algunas direcciones, ¿sabes?

—¿Y tú? ¿Qué harías?

—Apenas si me atrevo a pensar en lo que estará ocurriendo en casa —dijo Teppic—. Creo que he de hacer algo al respecto.

—No puedes hacer nada. ¿Por qué quieres perder el tiempo intentándolo? Aunque no quieras ejercer de asesino sigue habiendo montones de cosas que podrías hacer. Y dijiste que ese hombre dijo que ahora ya no hay ninguna forma de entrar en el reino. Y odio las pirámides.

—Pero estoy seguro de que ahí dentro hay algunas personas que te importan, ¿no?

Ptraci se encogió de hombros.

—Si están muertas no puedo hacer nada por ellas —-dijo—. Y si están vivas tampoco puedo hacer nada por ellas, ¿no? Así que… Bueno, creo que no haré nada al respecto.

Teppic la contempló con una mezcla de horror y admiración. Las palabras de Ptraci resumían la situación de una forma tan concisa como elegante, pero Teppic no podía resignarse así como así. Su cuerpo había pasado siete años fuera del Viejo Reino, pero su sangre llevaba mil veces ese tiempo dentro de él. Oh, claro que deseaba dejar atrás toda esa etapa de su vida, y ahí estaba el meollo de la cuestión. La habría dejado atrás y allí se habría quedado, y aunque hubiese evitado pensar en ella durante todo el resto de su existencia habría seguido siendo una especie de ancla.

—No consigo hacerme a la idea —dijo—. Lo siento. Es lo que hay y… Quiero volver aunque sólo sea durante cinco minutos para… bueno, para decirles que no pienso volver nunca más. Me conformaría con eso. Probablemente todo es culpa mía.

—¡Pero no hay ninguna forma de volver! Lo único que podrías hacer sería rondar por los alrededores y deprimirte igual que ptodos esos monarcas depuestos de los que me hablaste. Ya sabes, los de las ptúnicas con los bordados deshilachados que se ganan la vida mendigando con mucha elegancia… Tú mismo dijiste que no había nada más inútil que un monarca sin reino. Piensa un poquito en ello, ¿quieres?

Fueron por las calles de la ciudad en dirección al puerto. Todas las calles de la ciudad llevaban al puerto.

Alguien estaba encendiendo el faro con una antorcha. El faro era una de las Más de Siete Maravillas del Mundo, y había sido construido según los planos que Ptagonal había dibujado utilizando la Regla de Oro y los Cinco Principios Estéticos. Desgraciadamente también había sido construido en el lugar equivocado porque ponerlo allí donde habría tenido que estar hubiese estropeado la hermosura natural de la bahía, pero casi todos los marineros estaban de acuerdo en que era un faro muy hermoso y que su contemplación ayudaba mucho a distraerte mientras esperabas a que remolcaran tu barco sacándolo de los arrecifes en los que había encallado.

El puerto que se extendía debajo del faro estaba repleto de embarcaciones. Teppic y Ptraci se fueron abriendo paso por el laberinto de cajas y fardos, y acabaron llegando a la larga curva del muro protector que separaba la calma de la bahía de las olas que se agitaban al otro lado. El faro ardía y echaba chispas por encima de sus cabezas.

Teppic sabía que aquellos barcos irían a lugares de los que ni tan siquiera había oído hablar. Los efebenses eran grandes comerciantes. Podía volver a Ankh para recibir su diploma, y en cuanto lo tuviera en las manos el mundo sería el molusco que más le apetecería y contaría con un amplio surtido de cuchillos para abrirlo.

Ptraci puso su mano en la suya.

Y nada de casarse con los parientes, naturalmente. Los meses que había pasado en Djelibeibi ya empezaban a parecerle un sueño, uno de esos sueños circulares que vuelven una y otra vez sin que haya forma de librarse de ellos y que acaban convirtiendo el insomnio en una perspectiva muy atrayente. Aquí, en cambio, el futuro se extendía delante de él desenrollándose como una alfombra.

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