Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Teppic entró en el patio del establo. No había nadie visible. Maldito Bastardo caminó tranquilamente hasta su aprisco y empezó a mordisquear delicadamente unas briznas de heno. Acababa de tener una idea muy interesante que quizá causaría una revolución en todo lo referente a las distribuciones bivariantes.

Teppic le dio unas palmaditas en el flanco —su gesto creó otra nube de polvo y pelos—, y subió por los anchos peldaños que llevaban hasta el palacio propiamente dicho. Seguía sin haber ni rastro de los guardias y los sirvientes. No se veía un alma.

Entró en su propio palacio moviéndose tan silenciosamente como un ladrón amparado en los resplandores del día, dio unas cuantas vueltas y acabó logrando encontrar el taller de embalsamamiento de Dil. El taller estaba vacío, y daba la impresión de haber recibido la visita reciente de algún salteador que tenía gustos muy peculiares. La sala del trono olía igual que una cocina, y a juzgar por su aspecto los cocineros habían huido a toda velocidad no hacía mucho tiempo.

La máscara dorada de los faraones de Djelibeibi había acabado rodando hasta un rincón. Teppic la cogió, vio que tenía algunas abolladuras y sintió una repentina punzada de sospecha que le impulsó a rascarla con uno de sus cuchillos. La capa de oro no tardó en desprenderse revelando un metal de color gris plateado.

Teppic ya lo había sospechado. La triste verdad era que no había tal cantidad de oro disponible. La máscara pesaba tanto como si fuese de plomo porque… bueno, precisamente porque era de plomo. Teppic se preguntó si hubo un tiempo en el que había sido realmente de oro, qué antepasado había dado el cambiazo y cuántas pirámides se habían podido costear con el dinero de la venta. El plomo que intentaba pasar por oro quizá fuese muy simbólico de una cosa o de otra, aunque también cabía la posibilidad de que el simbolismo no se refiriese a nada en concreto. Teppic pensó que había muchas probabilidades de que la máscara falsa fuese pura y simplemente simbólica a secas.

Un gato sagrado había decidido esconderse debajo del trono. Teppic se inclinó para hacerle una caricia y el felino pegó las orejas al cráneo y le bufó. Bueno, por lo menos aquello no había cambiado…

El palacio seguía pareciendo totalmente desierto. Teppic fue hacia el balcón.

Y allí estaba la gente, una gigantesca masa de cuerpos silenciosos apelotonados bajo los últimos rayos grisáceos del crepúsculo que contemplaban la otra orilla del río. Teppic salió al balcón el tiempo justo de ver cómo una flotilla de botes y barcazas zarpaba de la orilla en que se alzaba el palacio y empezaba a cruzar las aguas del Djel.

«Tendríamos que haber construido unos cuantos puentes —pensó—, pero siempre dijimos que eso sería como ponerle grilletes al río…»

Salvó la balaustrada de un salto, aterrizó ágilmente sobre la tierra apisonada y fue hacia la multitud.

Y sintió el terrible impacto de la fuerza de sus creencias de forma tan palpable como si fuesen la hoja de una guadaña.

Los habitantes de Djelibeibi quizá albergaran ideas dispares e incluso conflictivas acerca de sus dioses, pero su fe en los monarcas había permanecido firme e inmutable durante miles de años. Teppic sintió como si acabara de sumergirse en una cuba llena de alcohol. Sintió la energía de la fe entrando en él hasta que las yemas de sus dedos parecieron chisporrotear, y las oleadas de fuerza impalpable recorrieron su cuerpo hasta acumularse en su cerebro trayendo consigo no sólo la omnipotencia sino la sensación de ser omnipotente, la irresistible convicción de que aunque quizá no lo supiese todo no tardaría demasiado en saberlo, tal y como ya le había ocurrido en el pasado.

Cuando la divinidad se apoderó de él en Ankh había sentido algo muy similar, pero entonces la sensación apenas había durado unos instantes. Ahora estaba respaldada por el sólido poder de las creencias de toda una muchedumbre.

Teppic bajó la mirada hacia el suelo y contempló los brotes verdes que brotaban de la arena reseca y que se iban amontonando alrededor de sus pies.

«Por todos los… —pensó—. Es cierto. Soy un dios.»

Aquello podía acabar resultando muy embarazoso.

Teppic se abrió paso a codazos y empujones por entre la masa de cuerpos hasta que consiguió llegar a la orilla del río. Se quedó inmóvil y no tardó en quedar rodeado por un pequeño maizal. La multitud se fue percatando de su presencia, y los que estaban más cerca se apresuraron a caer de rodillas. Un círculo de personas que se arrodillaban o se conformaban con tirarse al suelo se fue extendiendo alrededor de Teppic con la rapidez de las ondulaciones en una charca a la que alguien ha tirado una piedra.

«¡Pero yo no deseaba nada así! Yo sólo quería ayudarles a llevar una vida más feliz. La fontanería, por ejemplo… y también quería hacer alguna clase de mejoras en los barrios más pobres de la ciudad. Sólo deseaba que se sintieran más a gusto. Quería preguntarles qué opinaban de sus vidas y si estaban contentos con ellas. Y las escuelas, claro… Sí, las escuelas podrían ser muy útiles. Unos cuantos años de escolarización y no se arrojarían al suelo para adorar al primer tipo con los pies verdes que se les pusiera por delante. Y también quería hacer algo respecto a la arquitectura…»

Los últimos resplandores se fueron esfumando del cielo como si la luz fuera acero que se enfría, y la pirámide pareció hacerse aún más grande de lo que ya era. Si tuvieras que diseñar algo que produjese una impresión de masa clarísima e inconfundible acabarías optando por una pirámide así. Teppic vio una multitud de siluetas congregadas a su alrededor, pero la luz grisácea era tan débil que no consiguió identificarlas.

Sus ojos recorrieron el mar de cuerpos arrodillados o acostados sobre el suelo hasta que localizaron un uniforme de la guardia del palacio.

—Eh, tú, levántate —ordenó. El guardia le contempló con expresión horrorizada, pero se fue incorporando lentamente.

—¿Qué está pasando aquí?

—Oh, monarca que eres señor de…

—Creo que no tenemos tiempo para esas formalidades —le interrumpió Teppic—. Ya sé quién soy, ¿de acuerdo? Sólo quiero saber qué está ocurriendo.

—¡Hemos visto caminar a los muertos, oh rey! Los sacerdotes han ido a hablar con ellos.

—¿Que los muertos caminaban?

—Sí, oh rey.

—Oh. Bueno… Gracias. Has sido muy claro y conciso. No es que la información me haya servido de mucho, pero al menos era clara y concisa… ¿Hay alguna embarcación cerca?

—Los sacerdotes se las llevaron todas, oh rey.

Un rápido vistazo bastó para informar a Teppic que el guardia estaba diciendo la verdad. Los atracaderos cercanos al palacio solían estar llenos de embarcaciones, pero ahora todos se hallaban vacíos. Teppic clavó los ojos en el agua y el agua reaccionó desarrollando dos ojos y un hocico muy largo, como si quisiera recordarle que nadar en el cauce del Djel era algo tan factible como clavar la niebla a una pared.

Teppic volvió la cabeza hacia la multitud. Todos los presentes le estaban observando con expresión expectante, y todos parecían convencidos de que Teppic sabría sacarles de aquel lío.

Teppic les dio la espalda. Se volvió hacia el río, extendió las manos delante de él, juntó las palmas y las fue separando con una gran lentitud.

Hubo un ruido de succión considerablemente húmeda y las aguas del Djel le abrieron un camino. La multitud dejó escapar un suspiro ahogado, pero su asombro no era nada comparado con la perplejidad de la docena de cocodrilos que se encontraron intentando nadar en tres metros de vacío.

Teppic corrió hacia la orilla y avanzó por encima de la gruesa capa de fango yendo de un lado a otro para esquivar las colas que se movían locamente intentando alcanzarle mientras los reptiles caían pesadamente sobre el fondo del río.

Las murallas de color kaki del Djel se alzaban a cada lado, y era como si estuviese corriendo por un callejón oscuro y muy húmedo. Aquí y allá había fragmentos de huesos, escudos viejos, trozos de lanza y los costillares de las embarcaciones que se habían hundido en el río. Teppic saltó y corrió a toda velocidad por entre los escombros de los siglos.

Un cocodrilo gigantesco se movió perezosamente por delante de él emergiendo del muro de agua, se debatió frenéticamente en el aire y se desplomó sobre el barro. Teppic le pisoteó el hocico y siguió corriendo.

Los ciudadanos más rápidos de reflejos ya habían reaccionado ante el espectáculo de las criaturas aturdidas que se agitaban debajo de ellos y estaban empezando a buscar piedras. Los cocodrilos habían sido los amos indiscutidos del río desde el origen de los tiempos, pero los ciudadanos parecían opinar que si había una posibilidad de cobrarse parte de las cuentas pendientes en unos minutos era indudable que valía la pena aprovecharla.

El sonido de los monstruos del río iniciando el largo viaje que terminaría convirtiéndoles en bolsos y monederos empezó a alzarse detrás de Teppic justo cuando iniciaba la ascensión por los barrizales de la orilla opuesta.

Una hilera de antepasados se extendía a lo largo de la cámara, seguía por el pasadizo sumido en las tinieblas y terminaba desperdigándose sobre la arena. La hilera estaba saturada de murmullos que iban y venían en ambas direcciones, un sonido curiosamente reseco y marchito que hacía pensar en el viento moviendo un fajo de hojas de papel muy viejo.

Dil estaba acostado sobre la arena y Gern le daba aire en la cara con un trapo.

—¿Qué están haciendo? —murmuró Dil.

—Están leyendo las inscripciones —respondió Gern—. ¡Tendríais que verlo, maese Dil! El que se encarga de leerlas es… bueno, podría decirse que está prácticamente…

—Sí, sí, te entiendo —dijo Dil intentando incorporarse—. No te esfuerces.

—¡Tiene más de seis mil años! Y su nieto le escucha, y le cuenta lo que ha dicho a su nieto, y éste se lo pasa a su ni…

—Sí, sí, todos…

—Y esto también dijo Khuft al Primero: ¿Qué podemos darte a Ti, que nos has Enseñado el Camino y Lo Que Ha De Hacerse? —dijo Teppicamón,[28] que estaba al final de la hilera de antepasados—. Y el Primero habló, y Esto es lo que dijo: Construidme una Pirámide para que pueda Descansar, y Construidla de estas Dimensiones para que sea Justa y Adecuada, y así se hizo, y el Nombre del Primero era…

Pero no hubo ningún nombre, sólo un burbujeo de voces irritadas, discusiones y maldiciones milenarias que se fue extendiendo por la hilera de antepasados resecos moviéndose tan deprisa como una chispa que corre a lo largo de un reguero de pólvora. Hasta que llegó a Teppicamón, quien explotó.

El sargento efebense estaba sudando tranquilamente en la sombra cuando vio lo que una parte de su ser había estado esperando que aparecería de un momento a otro y lo que la totalidad de su ser llevaba bastante rato temiendo ver. Una columna de polvo acababa de asomar sobre el horizonte.

El grueso de las fuerzas de Espadarta iba a llegar primero.

Se puso en pie, saludó a su contrafigura espadartana con un asentimiento de cabeza impecablemente profesional y contempló a los dos puñados de hombres que estaban a sus órdenes.

—Necesito un mensajero para que… eh… para que vaya a la ciudad llevando un mensaje —dijo.

Un bosque de manos salió disparado hacia el cielo. El sargento suspiró y acabó escogiendo al joven Autoclave, más que nada porque sabía que echaba de menos a su mamá.

—Corre como el viento —le dijo—. Aunque supongo que no hará falta que te lo diga, ¿verdad? Y cuando llegues… cuando llegues…

El sargento se quedó como paralizado. Sus labios se movían sin emitir ningún sonido mientras el sol cocía las rocas de la angosta y escarpada cañada, y unos cuantos insectos zumbaban en los resecos matorrales. Su educación no había incluido un cursillo en Últimas Palabras Para La Posteridad.

Acabó alzando la cabeza y volvió los ojos hacia la dirección en que quedaba su hogar.

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