Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—De acuerdo —dijo la Esfinge en el tono inseguro de alguien que ha dejado entrar a un vendedor ambulante y empieza a contemplar y lamentar la perspectiva inexorable de un futuro en el que acabará suscribiendo un seguro de vida.

—De acuerdo. Bien, veamos… Así pues, el mediodía llegaría sobre los treinta y cinco años, ¿verdad? Bueno, si consideramos que casi todos los bebés dan sus primeros pasos al cumplir el año, la referencia a las cuatro patas me parece realmente muy poco adecuada, ¿no? Según tu analogía… —Hizo unos cuantos cálculos con un fémur que el destino había tenido la amabilidad de poner a su lado—. Si empezamos a contar partiendo de las cero horas ese hombre metafórico de tu acertijo sólo pasaría unos diez minutos a cuatro patas… media hora como mucho. ¿Tengo razón o no tengo razón? Vamos, sé justa y admítelo.

—Bueno… —murmuró la Esfinge.

—Y si seguimos con los cálculos a las seis de la tarde no usarías un bastón porque sólo tendrías… eh… cincuenta y dos años —dijo Teppic garabateando furiosamente en la arena—. De hecho ni tan siquiera pensarías en ningún tipo de ayuda locomotriz hasta… hasta las nueve y media por lo menos. Eso suponiendo que toda la vida de ese hombre metafórico del que estamos hablando se desarrollara en un día, y creo que ya he dejado bien claro lo rídicula que resulta semejante presuposición. Lo siento. A primera vista todo parece estar bien, pero… Me temo que no funciona.

—Bueno —dijo la Esfinge, ahora con bastante más irritación que antes—, pues me parece que no puedo hacer nada al respecto. No tengo ningún otro acertijo que plantearte. Nunca había necesitado un acertijo de reserva.

—Basta con que lo alteres un poquito.

—¿Qué quieres decir?

—Haz que sea un poquito más realista.

—Hmmm. —La Esfinge se alisó la melena con una zarpa—. De acuerdo —dijo por fin, aunque no parecía muy convencida—. Supongo que podría preguntar qué es lo que camina a cuatro patas…

—Metafóricamente hablando —dijo Teppic.

—A cuatro patas, metafóricamente hablando —dijo la Esfinge—, durante unos…

—Creo que hemos quedado de acuerdo en que eran unos veinte minutos, ¿no?

—… de acuerdo, perfecto, veinte minutos por la mañana, sobre dos piernas…

—Pero creo que usar las palabras «por la mañana» es pasarse un poco —dijo Teppic—. Ha pasado muy poco desde la medianoche. Quiero decir que técnicamente es la mañana, de acuerdo, pero en un sentido muy real todavía sigue siendo anoche. ¿Qué opinas?

La Esfinge le contempló con algo muy parecido al pánico. Sus ojos estaban empezando a vidriarse.

—¿Qué opinas tú? —logró preguntar por fin.

—Veamos qué tenemos hasta el momento, ¿de acuerdo? Metafóricamente hablando, ¿qué es lo que camina a cuatro patas justo después de la medianoche, sosteniéndose sobre dos piernas durante la mayor parte del día…?

—… siempre que no sufra ningún accidente, claro —dijo la Esfinge, impulsada por un deseo francamente patético de demostrar que ella también estaba contribuyendo.

—Sí, muy bien, sosteniéndose sobre dos piernas siempre que no sufra ningún accidente y sigue así por lo menos hasta la hora de la cena, momento en el que camina con tres piernas…

—He conocido a personas que usaban dos bastones —dijo la Esfinge, cada vez más deseosa de ayudar.

—De acuerdo. A ver qué te parece esto… Momento en el que sigue caminando sobre dos piernas o con la ayuda de cualquier dispositivo protésico de su elección.

La Esfinge se lo pensó.

—S-sssí —dijo por fin con mucha seriedad—. Eso parece cubrir todas las eventualidades posibles, ¿no?

—¿Y bien? —preguntó Teppic.

—¿Y bien qué? —replicó la Esfinge.

—Bueno, ¿cuál es la respuesta?

La Esfinge le observó con expresión entre pétrea e impasible, y acabó enseñándole los colmillos.

—Oh, no —dijo—. No creas que vas a pillarme tan fácilmente, muchacho. ¿Crees que soy estúpida? Eres tú quien debe darme la respuesta.

—Oh, vaya —dijo Teppic.

—Creías que ya habías conseguido hacerme caer en la trampa, ¿eh? —dijo la Esfinge.

—Lo siento.

—Creías que podrías confundirme con toda esa palabrería tuya, ¿verdad?

La Esfinge sonrió.

—Bueno, tenía que intentarlo —dijo Teppic.

—No puedo culparte. Bien, ¿cuál es la respuesta?

Teppic se rascó la nariz.

—No tengo ni idea —dijo—. A menos que… y es un auténtico disparo a ciegas, entiéndelo, a menos que sea… ¿El Hombre?

La Esfinge le contempló en silencio durante unos momentos que parecieron hacerse eternos.

—Oye, no habrás estado por aquí antes, ¿verdad? —dijo por fin.

—No.

—Entonces es que alguien se ha ido de la lengua, ¿eh?

—¿Quién podría haberlo hecho? ¿Existe alguien que haya respondido al acertijo antes? —preguntó Teppic.

—¡No!

—Bueno, ahí lo tienes. No se encontraban en condiciones de hablar, ¿verdad?

Las garras de la Esfinge arañaron la roca.

—Supongo que será mejor que sigas tu camino —gruñó.

—Gracias —dijo Teppic.

—Y… Te agradecería que no hablaras de esto con nadie, ¿de acuerdo? —añadió la Esfinge con voz gélida—. Podrías estropearle la diversión a los que vengan después de ti.

Teppic subió a una roca y se instaló sobre la grupa de Maldito Bastardo.

—No hace falta que te preocupes por eso —dijo clavando los talones en los flancos del camello para hacerlo avanzar.

Teppic no pudo evitar el darse cuenta de que los labios de la Esfinge se movían en silencio, como si estuviera dando vueltas a algo que no lograba comprender del todo.

Maldito Bastardo sólo había tenido tiempo de recorrer unos veinte metros antes de que un alarido de rabia tan ensordecedor que parecía una erupción volcánica resonara detrás de él; y aunque sólo fuera por una vez decidió saltarse la regla del código de conducta de los camellos que les prohíbe hacer algo a menos que hayan sido golpeados antes con un palo. Sus cuatro enormes pies entraron en contacto con el suelo y ejercieron presión.

Y en aquella ocasión no hubo ningún error de cálculo.

Los sacerdotes estaban empezando a comportarse de una forma francamente irracional.

No se trataba de que los dioses les estuvieran desobedeciendo. Lo grave era que los dioses les estaban ignorando.

Claro que los dioses siempre les habían ignorado. Hacía falta una considerable pericia para convencer a un dios de Djelibeibi de que te obedeciera, y los sacerdotes habían tenido que aguzar el ingenio y dar grandes muestras de inventiva. Por ejemplo, si empujabas una piedra hasta hacerla caer por el borde de un acantilado y elevabas una rápida petición a los dioses rogándoles que hicieran caer la piedra podías estar seguro de que tu petición sería atendida. Los dioses también se aseguraban de que el sol saliera por la mañana y las estrellas hicieran lo mismo por la noche. Cualquier petición dirigida a los dioses rogándoles que hicieran crecer las palmeras con las raíces en el suelo y las hojas en la parte superior era aceptada y satisfecha. En conjunto cualquier sacerdote que se tomara la molestia de adoptar las precauciones básicas podía asegurarse un porcentaje de éxito muy elevado.

Pero que los dioses te ignorasen cuando estaban muy lejos y no se les veía era una cosa, y que te ignoraran cuando estaban paseándose por el paisaje era otra muy distinta. Ser ignorado por una divinidad que tenías delante de las narices te hacía sentir como un idiota.

—¿Por qué no nos escuchan? —preguntó el gran sacerdote de Teg, el Dios con Cabeza de Caballo de la agricultura.

Estaba llorando. Teg había sido visto por última vez sentado en el centro de un maizal arrancando las mazorcas mientras lanzaba risitas estúpidas.

Los otros grandes sacerdotes no habían tenido mucha más suerte. Rituales sancionados por los milenios habían impregnado la atmósfera del palacio con dulzonas humaredas azules y habían asado tal cantidad de volátiles y reses que habrían bastado para abastecer a las víctimas de una hambruna a escala continental, pero los dioses se habían instalado en el Viejo Reino como si fuese de su propiedad y las personas que vivían en él fueran tan insignificantes como un enjambre de insectos.

Y las multitudes seguían congregadas alrededor del palacio. La religión había gobernado al Viejo Reino durante la mayor parte de sus siete mil años de historia. Detrás de los ojos de cada sacerdote presente en la sala había una imagen muy detallada de lo que ocurriría si el pueblo llegaba a pensar, aunque sólo fuese por un momento, que la religión había perdido el control del reino.

—Y por eso nos volvemos hacia ti. Dios —dijo Koomi—. ¿Qué nos aconsejas que hagamos ahora?

Dios estaba sentado en los peldaños del trono y contemplaba el suelo con expresión lúgubre. Los dioses nunca escuchaban, y Dios lo sabía. ¿Quién iba a saberlo mejor que él? Pero antes eso no importaba. Bastaba con que entonaras los cánticos e hicieras los gestos rituales y con que dieras la respuesta que todos esperaban oír. Lo realmente importante era el ritual, no los dioses. Los dioses estaban allí para cumplir la misma función que un megáfono. ¿A quién iba a escuchar el pueblo si no a los dioses?

Dios intentó pensar con claridad mientras sus manos llevaban a cabo los movimientos del Ritual de la Séptima Hora guiadas por instrucciones neurales tan rígidas e inmutables como cristales.

—¿Habéis probado con todo? —preguntó.

—Hemos seguido todos tus consejos, oh Dios —dijo Koomi, y esperó a que casi todos los sacerdotes presentes les estuvieran mirando antes de seguir hablando, ahora en un tono de voz bastante más alto—. Si el faraón estuviera aquí intercedería por nosotros, ¿verdad?

Los ojos de Koomi se posaron en el rostro de la sacerdotisa de Sarduk y vio que le estaba mirando. Koomi no había discutido con ella ni un solo detalle de lo que pensaba hacer y, pensándolo bien, ¿acaso había algo que discutir? Aun así Koomi tenía la sensación de que la sacerdotisa de Sarduk estaba bastante de acuerdo con él. Dios no le caía muy bien, y aparte de eso le tenía un poco menos de miedo que los demás.

—Ya os he dicho que el faraón ha muerto —murmuró Dios.

—Sí, te oímos. Pero el cuerpo parece haber desaparecido, oh Dios. Aun así creemos lo que nos dices, pues es el gran Dios quien habla y hacemos oídos sordos a los cotilleos maliciosos.

Los sacerdotes siguieron sumidos en el silencio más absoluto. Así que ahora también había cotilleos maliciosos, ¿eh? Y antes alguien ya se había referido a los rumores, ¿no? No cabía duda de que algo muy raro estaba sucediendo.

—Ha ocurrido muchas veces en el pasado —dijo la sacerdotisa como si Koomi le hubiese acabado de hacer la señal indicadora de que debía entrar en el escenario—. Cuando un reino estaba amenazado o las aguas del río no subían de nivel, el faraón intercedía ante los dioses. De hecho, era enviado a interceder ante los dioses…

El filo acerado de satisfacción que había en su voz dejaba bien claro que el billete que se le entregaba para ese viaje no incluía el regreso.

Koomi tuvo que reprimir un estremecimiento de deleite y horror. Oh, sí, aquellos sí que habían sido grandes tiempos… Muchos años antes algunos países habían llevado los experimentos en ese terreno hasta el extremo de juguetear con la idea del sacrificio real. Unos cuantos años de banquetes y de gobernar seguidos por un chop lo más tajante posible, y el monarca se esfumaba para dejar paso a una nueva administración.

—En un momento de crisis incluso es posible encargar la intercesión a un ministro o a alguien que ocupe una posición de alto rango dentro del estado —dijo la sacerdotisa de Sarduk.

Dios alzó la cabeza. Su expresión reflejaba la agonía de sus tendones.

—Comprendo —dijo—. ¿Y quién sería el próximo gran sacerdote?

—Los dioses escogerían —dijo Koomi.

—Oh, sí, estoy seguro de que lo harían —murmuró Dios con amargura—. Pero tengo algunas dudas acerca de si sabrían escoger con sabiduría.

—Los muertos pueden hablar con los dioses en el Otro Mundo —dijo la sacerdotisa.

—Pero ahora todos los dioses están aquí —dijo Dios.

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