Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

En el Disco la luz se mueve lenta y perezosamente. No tiene prisa por llegar a ninguna parte. ¿Para qué molestarse? A la velocidad de la luz todos los sitios son más o menos el mismo.

El faraón Teppicamón XXVII estaba observando cómo el disco dorado flotaba sobre el borde del mundo. Una bandada de grullas emergió de las neblinas que cubrían el río y se remontó hacia las alturas.

El rey se estaba diciendo que siempre se había tomado el trabajo lo más seriamente posible. Nadie le había explicado cómo te las arreglabas para que el sol saliera cada mañana, por no hablar de las inundaciones anuales o de que el trigo creciera en los campos. ¿Cómo podían explicárselo? Después de todo él era la deidad, ¿no? Tendría que saberlo. Pero no tenía ni idea, por lo que se había limitado a vivir un día después de otro repitiéndose que todo saldría bien y deseándolo con todas sus fuerzas, y la verdad es que el truco parecía haber funcionado. El problema estaba en que si algún día dejaba de funcionar no sabría por qué. Una de sus pesadillas recurrentes era soñar que el gran sacerdote Dios le despertaba sacudiéndole una mañana… sólo que referirse a esas horribles tinieblas utilizando las palabras «una mañana» sería una considerable exageración, naturalmente. Todas las antorchas y lamparillas del palacio estaban encendidas y podía oír los murmullos irritados de la multitud que aguardaba en la oscuridad puntuada por las estrellas, y todo el mundo le miraba esperando que hiciera algo…

Y él no podría hacer nada salvo decir «Lo siento».

Le aterrorizaba. Qué fácil resultaba imaginar la capa de hielo formándose sobre el río, la escarcha eterna recubriendo los troncos de las palmeras y acumulándose encima de las hojas hasta que su peso las hiciera caer (para quedar hechas añicos cuando chocaran con el suelo congelado), y los cuerpos sin vida de los pájaros lloviendo del cielo…

Las sombras se deslizaron sobre él. Alzó la cabeza y contempló el vacío gris del horizonte con ojos velados por las lágrimas sintiendo cómo el horror le aflojaba las mandíbulas.

Se puso en pie, arrojó la manta a un lado y levantó las dos manos en un gesto de súplica. Pero el sol se había esfumado. Él era el dios, éste era su trabajo, lo único que sus súbditos esperaban de él… y les había fallado.

Era como si su mente tuviera oídos, y le pareció que ya captaban los gritos irritados de la multitud, el rugido retumbante que empezaba a invadirle hasta que el ritmo se volvió tan insistente como familiar, hasta que llegó a ser tan ensordecedor que ya no intentaba entrar en su cabeza sino que tiraba de él llevándole hacia aquel desierto azul que sabía a sal donde el sol nunca dejaba de brillar y esbeltas siluetas blancas se movían lentamente trazando círculos en el cielo.

El faraón se irguió sobre las puntas de los dedos de sus pies, echó la cabeza hacia atrás y desplegó las alas. Y se lanzó al vacío.

Y mientras surcaba las alturas se sorprendió al oír un golpe detrás de él. Y el sol salió de detrás de las nubes que lo habían estado ocultando.

El faraón no tardó en comprender que se había precipitado un poco, y empezó a tener la sensación de que había hecho el ridículo.

Los tres nuevos asesinos avanzaban tambaleándose por la calle corriendo un continuo peligro de caerse de narices que jamás llegaba a materializarse mientras intentaban cantar «Soy un hechicero y mi báculo es el primero» de forma coral o, por lo menos, en el mismo tono.

—Esh grande y esh redondo y pesha tres… —canturreó Broncalo—. Mierda, ¿qué acabo de pishar?

—¿Alguien sabe dónde estamos? —preguntó Arthur.

—Íbamos… íbamos hacia la escuela —replicó Teppic—. Pero creo que debemos haber tomado por el camino equivocado porque tenemos el río delante. Puedo olerlo.

La cautela logró atravesar el blindaje alcohólico de Arthur.

—Podría ser peligroso —murmuró—. A estas horas de la noche puede que haya ind… ind… indeseables rondando por ahí.

—Desde luego —dijo Broncalo poniendo cara de satisfacción—. Estamos nosotros, ¿no? Podemos demostrarlo. Tenemos la calificación, ¿no? Me gustaría que alguien intentara meterse con nosotros.

—Tienes toda la razón —dijo Teppic apoyándose en él. Como apoyo Broncalo no era gran cosa, pero no había nada mejor cerca—. Les abriremos en canal desde el como se llame hasta el no sé qué.

—¡Eso, eso!

El trío siguió avanzando con paso inseguro hacia el Puente de Latón.

De hecho había unas cuantas personas peligrosas acechando en las sombras que preceden al amanecer, y se encontraban unos veinte pasos por detrás de ellos.

El complicado sistema de los Gremios criminales no había servido para que Ankh-Morpork fuese un lugar más seguro. Su único efecto era racionalizar los peligros y volverlos lo suficientemente regulares como para que pudieras contar con ellos, considerándolos un factor más de la existencia cotidiana. Los Gremios desempeñaban su labor secundaria de policía ciudadana mucho más concienzudamente —y no cabe duda de que con mucho más éxito—, de lo que jamás hubiese hecho la vieja Ronda, y cualquier ladrón sin licencia que intentara actuar por libre y fuera detenido por las patrullas del Gremio de Ladrones no tardaba en quedar confinado para propósitos de investigación social, aparte de sufrir la indudable molestia de que le unieran las rodillas con un clavo.[9] Pese a ello, siempre había unos cuantos espíritus aventureros que preferían correr el riesgo de llevar una existencia precaria fuera de los fuera de la ley, y cinco hombres que encajaban con esta descripción se estaban aproximando cautelosamente al trío para exponerles la oferta especial de la semana, garganta rajada más robo y entierro en el barrizal del fondo del río que prefiriesen.

Lo normal era que la gente se mantuviera lo más alejada posible de los asesinos debido al convencimiento instintivo de que el matar personas a cambio de grandes sumas de dinero es una actividad que no goza de la aprobación de los dioses (los dioses prefieren a los asesinos que matan a cambio de pequeñas sumas de dinero o sin cobrar nada) y podía dar como resultado un grave caso de hubris, o juicio de los dioses. Los dioses son unos entusiastas de la justicia —al menos en lo que concierne a los seres humanos—, y se conocen casos en los que dispensaron justicia de forma tan entusiástica que personas que se encontraban a kilómetros de distancia acabaron convertidas en relleno de empanadillas.

Pero el atuendo negro de los asesinos no asusta a todo el mundo, e incluso existen ciertos segmentos de la sociedad en los que se considera que matar a un asesino confiere un innegable prestigio, más o menos como el que confiere en otros ambientes el saber hacer sombras chinescas.

Y aparte de todo eso los tres asesinos que avanzaban tambaleándose sobre los tablones del Puente de Latón estaban espantosamente borrachos, y los hombres que les seguían pensaban sacar el máximo provecho posible de esa circunstancia.

Broncalo tropezó con uno de los hipopótamos[10] de madera en actitudes heráldicas que adornaban el lado del puente que daba al mar, rebotó y se desplomó sobre el parapeto.

—Me encuentro fatal —anunció—. Creo que voy a vomitar.

—Adelante —dijo Arthur—. El río está para eso, ¿no?

Teppic suspiró. Tenía mucho cariño a los ríos, pensaba que un río no estaba bien diseñado a menos que tuviera nenúfares y cocodrilos abajo y el Ankh siempre le deprimía porque si ponías un nenúfar en su cauce lo desintegraría en unos cuantos segundos. El río serpenteaba por las inmensas llanuras aluviales acumulando barro y arenilla durante todo el trayecto hasta las mismísimas Montañas del Carnero, y cuando le llegaba el momento de atravesar Ankh-Morpork, pob. un millón de habitantes, sólo se le podía seguir definiendo como líquido porque se movía más deprisa que la tierra situada a su alrededor. Dada su composición, vomitar en el río probablemente incluso serviría para limpiarlo un poquito.

Teppic contempló el hilillo de sustancia viscosa que rezumaba entre los pilares centrales y acabó alzando la cabeza hacia la línea gris del horizonte.

—Falta poco para que salga el sol —anunció.

—No recuerdo haber comido ningún sol —consiguió farfullar Broncalo.

Teppic dio un paso hacia atrás y un cuchillo pasó zumbando junto a su nariz y acabó enterrándose en las nalgas del hipopótamo que tenía al lado.

Cinco siluetas emergieron de la niebla. La reacción instintiva de los tres asesinos fue pegarse los unos a los otros.

—Si te acercas a mí te aseguro que lo lamentarás —gimió Broncalo sujetándose el estómago con las manos—. La factura de la tintorería será increíble.

—Bien, bien, ¿qué tenemos aquí? —dijo el líder de los ladrones.

Es el tipo de frase estúpida y nada adecuada a la situación que suele decirse en circunstancias semejantes.

—Sois del Gremio de Ladrones, ¿verdad? —preguntó Arthur.

—No —dijo el líder del grupo—, pertenecemos a esa pequeña minoría nada representativa que da tan mala reputación a la inmensa mayoría de la profesión. Os ruego que tengáis la amabilidad de entregarnos vuestras armas y objetos de valor. Naturalmente ya os imaginaréis que eso no cambiará en nada el desenlace, pero robar a un cadáver resulta tan desagradable como degradante y preferimos evitarlo siempre que sea posible.

—Podríamos atacarles por sorpresa —dijo Teppic en un tono de voz algo vacilante.

—Oye, a mí no me mires —replicó Arthur—. Creo que no sería capaz de encontrarme el culo ni con un atlas.

—Os lo advierto por última vez —balbuceó Broncalo—. Voy a vomitar, y cuando lo haga lo lamentaréis.

Teppic era consciente de la presencia de los cuchillos que llevaba en las mangas, y de que las posibilidades de que consiguiera coger alguno y seguir con vida el tiempo suficiente para arrojarlo probablemente fuesen muy escasas.

En momentos así el consuelo religioso es muy importante. Teppic se dio la vuelta y alzó la mirada hacia el sol justo cuando éste emergía de entre los bancos de nubes del amanecer.

Y vio un puntito minúsculo que parecía estar inmóvil en el centro del sol.

El difunto faraón Teppicamón XXVII abrió los ojos.

—Estaba volando —murmuró—. Recuerdo la sensación de tener alas. ¿Qué estoy haciendo aquí?

Trató de levantarse. Experimentó una sensación momentánea de peso y ésta desapareció tan de repente que consiguió ponerse en pie casi sin ningún esfuerzo. El faraón miró hacia abajo para averiguar qué la había causado.

—Oh, oh —dijo.

La cultura del reino del río tenía muchas cosas que decir sobre la muerte y lo que ocurría después. En cuanto a la vida, tenía muy poco que decir sobre ella y se limitaba a considerarla como una especie de preludio bastante incómodo al acontecimiento principal que debía ser soportado sin perder la compostura con la esperanza de que transcurriría lo más deprisa posible, y el faraón no necesitó mucho tiempo para llegar a la conclusión de que había muerto. Naturalmente, la visión de su cuerpo destrozado yaciendo sobre la arena era una pista de primera categoría.

Todo parecía haberse vuelto de color grisáceo. El paisaje poseía una extraña cualidad fantasmagórica, como si fuese tan tenue e inmaterial que se podía caminar a través de él. «Y lo más probable es que pueda hacerlo», pensó.

Se frotó la contraparte espiritual de sus manos. Bien, así que por fin había llegado el gran momento. «Las cosas van a ponerse interesantes —pensó—. Ahora es cuando empezaré a vivir de verdad.»

—Buenos días —dijo una voz a su espalda.

El faraón se dio la vuelta.

—Hola —dijo—. Tú debes de ser…

—La muerte —dijo la Muerte.

El faraón puso cara de sorpresa.

—Tenía entendido que la Muerte era un escarabajo pelotero gigante con tres cabezas —dijo.

La Muerte se encogió de hombros.

—Bueno, pues ya ves que te equivocabas.

—¿Qué es esa cosa que llevas en la mano?

—¿Esto? Es una guadaña.

—Tiene un aspecto muy extraño, ¿verdad? —dijo el faraón—. Creía que la Muerte llevaba el Flagelo de la Misericordia y el Gancho de la Justicia.

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