Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—¡Pero tú cambias todo lo que digo!

—No, Alteza, nada de eso. Alteza, vos emitís el juicio del hombre. Yo interpreto el juicio del monarca.

—Comprendo —dijo Teppic frunciendo el ceño—. Bien, pues a partir de ahora…

Una algarabía repentina procedente del otro lado del umbral impidió que terminara la frase. Estaba claro que fuera había por lo menos un acusado que no tenía mucha confianza en la justicia del faraón, y el faraón tuvo que admitir que no le culpaba. Él también estaba empezando a perder la fe en la justicia del faraón.

La causa de los ruidos resultó ser una joven de cabellos oscuros que hizo su entrada en la sala del trono resistiéndose ferozmente a los guardias que la sujetaban mientras movía los puños y los talones asestándoles la clase de golpes que harían ruborizarse a un hombre solo de pensarlo. La joven no llevaba el atuendo adecuado para aquella clase de actividad. De hecho, llevaba tan poca ropa encima que habría tenido serias dificultades para conseguir que le permitieran pelar uvas tumbada en un diván.

En cuanto vio a Teppic la joven le lanzó una mirada impregnada del más puro odio que le encantó. Después de llevar toda una tarde soportando que le trataran como si fuese una estatua afectada por una amplia gama de graves deficiencias mentales descubrir que había alguien dispuesto a interesarse en él aunque sólo fuera para odiarle suponía un placer tan grato como inesperado.

No sabía qué podía haber hecho aquella joven, pero a juzgar por los golpes que estaba propinando a los guardias Teppic estaba dispuesto a apostar que fuera lo que fuese se lo había tomado con mucho entusiasmo y que se había esforzado hasta el límite de sus capacidades.

Dios se inclinó hasta que su boca quedó al nivel de los agujeros de la máscara detrás de los que estaban las orejas de Teppic.

—Se llama Ptraci —dijo—. Es una doncella de vuestro padre. Se ha negado a tomar el veneno.

—¿Qué veneno? —preguntó Teppic.

—La costumbre exige que un faraón muerto se lleve unos cuantos sirvientes al otro mundo, Alteza.

Teppic asintió melancólicamente. Era un privilegio celosamente guardado y, de hecho, la única forma en que un sirviente sin dinero podía asegurarse la inmortalidad. Teppic se acordaba del funeral del abuelo y el discreto clamor que se había producido entre la servidumbre personal del viejo. Su padre había estado terriblemente deprimido durante varios días.

—Ya, pero creo recordar que tomar el veneno no es obligatorio, ¿verdad? —preguntó.

—No, Alteza. No es obligatorio.

—Papá tenía montones de sirvientes.

—Tengo entendido que Ptraci era su favorita, Alteza.

—Bueno, entonces… ¿De qué se la acusa exactamente?

Dios suspiró. Era el tipo de suspiro de quien está harto de explicar lo mismo una y otra vez a un niño extremadamente obtuso.

—Se ha negado a tomar el veneno, Alteza.

—Perdona, Dios, pero hace tan sólo unos momentos creí oírte decir que no era obligatorio.

—Sí, Alteza, y no lo es, Alteza. Es totalmente voluntario. Es un acto del más puro libre albedrío imaginable. Y ella se ha negado a tomar el veneno, Alteza.

—Ah. Así que estamos ante una de esas situaciones un poquito… ¿eh? —murmuró Teppic.

Toda la existencia de Djelibeibi se sostenía sobre esa clase de situaciones. Tratar de entenderlas podía volver loco a cualquiera. Si uno de los antepasados de Teppic hubiese decretado que la noche era el día todo el mundo andaría a tientas tropezando bajo los rayos del sol.

Teppic se inclinó hacia adelante.

—Acércate, jovencita —dijo. Ptraci volvió la cabeza hacia Dios.

—¡Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII…!

—Oye, ¿tienes que repetir todo eso cada vez que…?

—Sí, Alteza… ¡Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere te ordena que expongas tu culpabilidad!

La joven se liberó de los guardias que la sujetaban y se encaró con Teppic. Estaba temblando de puro terror.

—¡Él me dijo que no quería ser enterrado en una pirámide! —gritó—. Dijo que la mera idea de todos esos millones de toneladas de roca encima de él bastaba para darle pesadillas. ¡No quiero morir todavía!

—¿Te niegas a tomar el veneno de buena gana y con semblante alegre? —preguntó Dios.

—¡Sí!

—Pero niña mía, si lo haces el faraón no tendrá más remedio que condenarte a morir —dijo Dios—. ¿No crees que es mejor abandonar este mundo de una forma honorable y disfrutar dignamente de la vida eterna en el Otro?

—¡No quiero pasarme toda la eternidad siendo sirvienta en el Otro Mundo!

El grupo de sacerdotes dejó escapar un gemido colectivo de horror y perplejidad. Dios asintió.

—Entonces serás pasto del Devorador de Almas —dijo—. Alteza, esperamos oír vuestra sentencia.

Teppic se percató de que estaba mirando a la joven. Había en ella algo vagamente familiar que le torturaba y que no lograba definir con precisión.

—Dejadla en libertad —dijo.

—¡Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere ha hablado! Mañana al amanecer serás arrojada a los cocodrilos del río. ¡Grande es la sabiduría del rey!

Ptraci se volvió y miró a Teppic. Teppic no dijo nada. El temor a la metamorfosis que la magia traductora de Dios podía producir en sus palabras hizo que no se atreviera a abrir la boca.

La joven se dejó llevar sin hacer ningún ruido, y Teppic pensó que su silencio resultaba mucho más terrible que los sollozos o los alaridos.

—Ése era el último caso, Alteza —dijo Dios.

—Voy a retirarme a mis aposentos —replicó Teppic con voz gélida—. Tengo muchas cosas en las que pensar.

—En ese caso haré que os lleven la cena, Alteza —dijo el sacerdote—. Se os servirá pollo asado.

—Odio el pollo.

Dios sonrió.

—No, Alteza. Los miércoles el faraón siempre cena pollo y le encanta; Alteza.

Las pirámides ardían. La luz que proyectaban sobre el paisaje resultaba curiosamente apagada y granulosa, casi gris, pero la punta de cada tumba desprendía una llama en forma de zigzag que subía chisporroteando hacia el cielo.

Un débil ruido de metal chocando contra la piedra arrancó a Ptraci de un sopor inquieto y tiró de ella hasta llevarla a un estado de plena vigilia. La joven se puso en pie con mucha cautela y se deslizó hacia la ventana.

A diferencia de las ventanas de una celda como es debido —que deberían ser de gran tamaño, dejar pasar una gran cantidad de aire fresco y conformarse con exigir la eliminación de unos cuantos barrotes de hierro para asegurar la evasión de quien tuviera el pequeño contratiempo de ser encerrado dentro de ella—, aquella ventana se limitaba a ser una ranura que tenía quince centímetros de ancho. Siete mil años de historia habían enseñado a los monarcas del Djel que es aconsejable diseñar las celdas con el objetivo de mantener en su interior a los prisioneros. La única forma de escapar a través de aquella rendija exigía la conversión previa en un montón de pedacitos.

Pero había una sombra recortada contra la luz de las pirámides, y la sombra no tardó en quedar acompañada por una voz.

—Pssst —dijo la voz.

Ptraci se pegó a la pared e intentó llegar a la rendija.

—¿Quién eres?

—He venido a ayudarte. Oh, maldición. ¿Y a esto le llaman una ventana? Atención, voy a enviarte una cuerda.

Una resistente cuerda de seda en la que nudos hechos a intervalos regulares apareció por la rendija y fue bajando hasta tocar el hombro de Ptraci. La joven la contempló en silencio durante unos momentos. Después se quitó los zapatos de puntera enroscada sobre sí misma que llevaba con un par de rápidas patadas y empezó a trepar por la cuerda.

El rostro que se encontraba al otro lado de la rendija quedaba medio oculto por una capucha negra, pero Ptraci podía ver lo suficiente de él para darse cuenta de que su propietario parecía estar considerablemente preocupado.

—No te entregues a la desesperación —dijo su visitante.

—No me estaba entregando a nada. Sólo intentaba dormir un ratito porque estoy muy cansada.

—Oh. Te ruego que me disculpes. Bueno… Será mejor que me vaya y te deje dormir, ¿eh?

—Pero despertaré en cuanto amanezca y entonces sí que me entregaré a la desesperación. ¿Encima de qué estás, demonio?

—¿No sabes lo que es un crampón?

—No.

—Bueno, pues estoy encima de dos crampones.

El encapuchado y la joven se contemplaron en silencio durante unos momentos.

—Bueno… —dijo el encapuchado por fin—. Tendré que dar la vuelta y entrar por la puerta. No te vayas, ¿de acuerdo?

Y desapareció hacia arriba después de haber pronunciado esas palabras.

Ptraci se dejó resbalar hasta que sus pies entraron en contacto con las frías piedras del suelo. ¡Entrar por la puerta! Ptraci se preguntó cómo se las arreglaría para conseguirlo. Un ser humano necesitaría abrirla antes.

Se agazapó en el rincón de la celda más alejado de la puerta y clavó los ojos en el pequeño rectángulo de madera.

Los minutos fueron transcurriendo muy despacio haciendo todo lo posible para resultar muy largos. En un momento dado Ptraci creyó oír un ruidito casi imperceptible, como un respingo ahogado.

Un rato después oyó un tintineo metálico tan débil que casi se encontraba más allá de los límites de la audición.

Un poco más de tiempo se enrolló en el carrete de la eternidad y el silencio que había fuera de la celda, que hasta entonces había sido el silencio que produce la ausencia de sonidos, se fue convirtiendo muy lentamente en el silencio causado por la presencia de alguien que no hace ningún ruido.

«Está al otro lado de la puerta», pensó Ptraci.

Después vinieron unos momentos de tenso silencio durante los que Teppic echó aceite sobre todos los pestillos y bisagras a fin de que cuando emprendiese el asalto final la puerta se abriera con una ausencia de ruido lo más espeluznante posible.

—¿Hola? —murmuró una voz en la oscuridad.

Ptraci retrocedió una fracción de milímetro y se pegó un poco más al rincón.

—Oye, te aseguro que he venido a rescatarte.

Ptraci forzó la vista y consiguió distinguir una sombra más negra silueteada contra la luz de las pirámides. La sombra dio un paso hacia adelante mucho más vacilante de lo que Ptraci habría esperado en un demonio.

—¿Vas a salir o no? —preguntó la sombra—. Me he limitado a dejar sin sentido a los guardias porque ellos no tienen la culpa de que te hayan encerrado, así que no disponemos de mucho tiempo.

—Me arrojarán a los cocodrilos en cuanto amanezca —murmuró Ptraci—. El faraón en persona así lo ordenó.

—Probablemente se equivocó.

El horror y la incredulidad se extendieron por el rostro de Ptraci y le dilataron las pupilas.

—¡Seré pasto del Devorador de Almas! —exclamó.

—¿Y te apetece serlo?

Ptraci respondió con un silencio dubitativo.

—Bueno, pues entonces… —dijo la sombra.

La cogió de la mano y Ptraci no ofreció resistencia. La sombra la llevó hasta el umbral de la celda, y después de cruzarlo Ptraci estuvo a punto de tropezar con el guardia caído en el suelo.

—¿Quién hay en las otras celdas? —preguntó la sombra señalando hacia la hilera de puertas que se extendía a lo largo del pasadizo.

—No lo sé —dijo Ptraci.

—¿Qué te parece si lo averiguamos?

La sombra deslizó el pitorro de una aceitera sobre las bisagras y pestillos de la puerta contigua a la de la celda de Ptraci y la abrió. El resplandor que entraba por la ventana-rendija iluminó a un hombre de mediana edad sentado en el suelo con las piernas cruzadas delante del cuerpo.

—He venido a rescatarte —dijo el demonio. El hombre alzó la mirada hacia él.

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