Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Su grito de socorro llega nítido a los oídos de Antonia.

Ha estado reservando las balas que le quedan para el momento en el que alguno de ellos se acercara más a la casa. Dos o tres metros. Sobre todo para tener una mínima posibilidad de acertar.

El que sostiene el AK-74 está a doce metros. Medio resguardado por el tronco, con una rodilla en tierra.

Antonia dispara.

Falla.

No deja de disparar, hasta quedarse sin munición.

Irina escucha el fuego de cobertura que Antonia le ofrece desde la casa, y siente cómo su esperanza renace. Ahora tiene una oportunidad. Se asoma por el lado izquierdo del tronco, justo un instante antes de que el hombre que corre llegue al árbol que está más cerca de ella. Dispara de forma instintiva, alcanzándole en la pantorrilla. La tela de sus pantalones de chándal —blancos, equipación oficial del Real Madrid— explota por dos sitios al mismo tiempo. Dejan de ser blancos.

El hombre cae de bruces sobre la nieve, e intenta devolver los disparos, pero Irina es más rápida. Le mete una bala en la garganta, otra en la mandíbula.

Queda el otro.

Queda una bala.

El bojevik del fusil de asalto se para a cambiar el cargador. Sigue intacto pese a la cantidad de disparos que ha hecho Antonia. Introduce el cargador nuevo, levanta el arma.

Irina se deja caer de espaldas sobre la nieve.

No falles ahora.

El disparo entra por el ojo derecho del mafioso y se aloja en el cerebro.

Irina se queda en el suelo, inmóvil.

El dolor se ha apoderado de ella por completo.

En lo alto del tejado, Jon tiene en el punto de mira a la comisaria Romero.

—Deje caer el fusil y levante los brazos —ordena Jon.

—Escuche, inspector. Estoy segura de que podemos encontrar una manera de arreglar esto.

—Seguro que sí. La van a encontrar usted y el juez.

A Romero la traiciona una vida entera dedicada a eliminar cualquier rasgo que la humanice. Incluyendo el lenguaje corporal. El movimiento que hace con la cabeza hubiera pasado desapercibido en otra persona. En ella es el equivalente de un anuncio de neón en plena Gran Vía.

Jon aparta el cañón del arma de ella, y lo dirige a Belgrano, que se ha incorporado sobre el codo y sacado su pistola, aprovechando la pantalla que le hacía la comisaria.

Dispara.

Jon también.

El disparo de Belgrano pasa rozando la oreja izquierda de Jon. Puede que el pulso tembloroso de Belgrano a causa de la herida haya tenido que ver. Puede que Jon se haya desplazado un poco en el último segundo. El caso es que él no muere.

Belgrano sí.

El disparo le alcanza en la frente.

Romero se lleva las manos a la cartuchera para sacar el arma. Sabe que no tiene ninguna oportunidad contra el inspector, que está ya preparado y en postura de disparo en posición elevada. Pero ha elegido su propio camino. Suicidio por policía. Un camino más corto, menos vergonzoso, infinitamente menos cansado.

Jon dice que nones.

En lugar de disparar, salta.

Es casi imposible que Jon haya podido ver con claridad el rostro de la comisaria Romero mientras caía hacia ella. Es más que probable que la imagen que atesore dentro de sí, que recuerde con viveza durante los próximos días, sea fruto de su imaginación. Un rostro con los ojos muy abiertos, la boca torcida en un rictus de miedo, una mano alzada como protección. Y un moño habitualmente perfecto, ligeramente despeinado.

Se oye un crujido seco, o quizá sean dos sonando al mismo tiempo. Un brazo y una pierna rotos, bastante rotos. Y es que ciento diez kilos de vasco cayendo desde cinco metros de altura son muchos kilos. Por mucho colchón de nieve que tengas para amortiguar.

7
Un resultado

Aslan Orlov pone un pie en el porche, preparado para devolver los disparos, en medio de una extraña quietud. El leve crujido de las maderas bajo las suelas de sus zapatillas de deporte subraya el silencio intranquilo.

No hay oposición.

Con precaución, cuidando mucho cada movimiento —es un hombre viejo, y en su profesión no se llega a serlo sin cautela—, se asoma a la ventana, con la pistola por delante.

Apenas reacciona ante el cadáver de Rebo. Ya le daba por muerto. Sólo busca amenazas, pero no las encuentra.

Sonríe, al ver lo que le espera dentro. Una sonrisa blanca y perfecta, de anuncio de pegamento de prótesis dental.

Antonia está de pie, con las manos alzadas, delante de Lola y de Zenya. No es que tape mucho, pero la intención la deja clara.

La puerta la han dejado abierta.

—Señor Orlov —saluda Antonia, en ruso, cuando el viejo aparece en el umbral.

—Tendrá que perdonarme, no recuerdo su nombre. Recuerdo habernos visto en otras circunstancias.

—No eran mucho mejores —dice Antonia.

—No lo eran. Espero que recuerde nuestra conversación.

Orlov da un paso hacia delante. Su pistola recorre el salón, de un extremo a otro, buscando amenazas.

Enfrente sólo hay tres mujeres.

Un trabajo sencillo.

—Recuerdo la conversación muy bien —dice Antonia, que quiere que siga centrando la atención en ella—. Hablamos sobre matemáticas.

—La ecuación de la fuerza —dice el mafioso, apuntando la pistola hacia Antonia.

—¿Qué le parecen dos mil kilos de presión por centímetro cuadrado?

La mirada de Orlov se enturbia, sin comprender.

Lola susurra una palabra.

Desde el sofá en el que estaba tumbado, esperando la orden, Kot salta al suelo, gruñendo. Sólo tres zancadas le separan de Orlov. El mafioso dispara cuatro veces sobre el enorme moloso. Acierta dos. Pero no es suficiente. Lanzado al ataque para proteger a su dueña, hace falta mucho más que una pistola para detenerle. Las enormes patas derriban a Orlov, los dientes se cierran sobre su garganta. El mafioso dispara dos veces más, a bocajarro, contra el lomo, contra la tripa del animal. Éste se sacude, pero no ceja.

Incluso cuando la vida abandona el cuerpo del leal perro, las mandíbulas no se separan. Siguen cerradas sobre Orlov. Lo último que éste ve antes de que los ojos se le llenen de oscuridad es la cara de Antonia, asegurándose de que el resultado de la ecuación es el esperado.

8
Una decisión

Cuando Antonia se asoma al borde del tejado —subir le ha costado mucho más que a Jon, por la diferencia de alturas—, el inspector Gutiérrez está volviendo en sí. En el choque, la comisaria Romero ha salido mucho peor parada. Tiene una pierna doblada en posición antinatural, un hombro dislocado y un dolor que va a tardar en pasar, a juzgar por los sollozos que emite. Pero las cabezas chocaron, y ahora Jon está frotándose la frente mientras intenta recordar cómo se llama.

—En tu ficha pone «falta de respeto a sus superiores» —dice Antonia—. Subrayado varias veces. Supongo que se referían a esto.

—Ya me conoces. A la mínima, salto.

Incluso Antonia tiene que sonreír.

—Vuelve adentro, anda. Te necesito.

Las palabras de Antonia resultan ser proféticas.

Cuando regresa al salón, encuentra a Irina amenazando a Lola con la pistola. La malagueña, de rodillas, con el cañón de Irina en la frente, suplica por su vida entre sollozos.

—¿Qué haces? —pregunta Antonia, en ruso.

—Tiene que pagar por lo que ha hecho —dice Irina.

Está hecha un desastre. La ropa empapada de nieve sucia, el muslo goteando sangre. Apenas logra tenerse en pie. Pero la ecuación de la fuerza que hay que hacer para apretar un gatillo a bocajarro da un resultado minúsculo.

—Ésa no es la manera.

—Vi las imágenes del contenedor. Nueve mujeres encerradas —dice Irina—. Como trozos de carne para el consumo de animales sin conciencia. ¿Cuántas más habrán traído así? ¿Cuántas más muertas? ¿Cuántas más como mi hermana?

—¡Fue un accidente! —protesta Lola, sorbiendo los mocos. Tiene el rostro encendido, las lágrimas rodándole por las mejillas coloradas.

Irina le da una bofetada seca, y vuelve a encañonarla.

—Cállese —ordena Antonia.

Un ruido junto a la puerta hace que las cuatro mujeres —Zenya sigue la escena pegada a la pared— se vuelvan hacia el sonido.

—Me gustaría saber qué es lo que está pasando aquí —pide Jon, que ha entrado con la pistola en la mano. Tiene el cañón fijo en la cabeza de Irina.

Antonia le hace un gesto para que baje el arma. Jon mira a su compañera de reojo. Acaba obedeciendo, muy despacio.

—Comprendo lo que te sucedió —continúa hablando con Irina, de nuevo en ruso—. Yo también he perdido a alguien.

—¡No puedes comprenderlo! —protesta Irina. Su mirada se vuelve hacia Antonia, pero la boca de la pistola sigue posada sobre la frente de Lola, empujando su cuello hacia atrás.

—Comprendo la desesperanza. El sentimiento de culpa. El saber que el mundo está roto y no puede arreglarse.

—Entonces sabrás por qué tengo que hacerlo.

—Está embarazada.

—No me importa.

Antonia respira hondo y menea la cabeza.

—Entonces has perdido la poca razón que aún tenías.

Irina aprieta aún más fuerte el arma contra la frente de Lola. Parece a punto de echarse a llorar ella también.

A los ojos de Antonia, parece una niña pequeña.

—No vendes drogas —dice Irina, con voz muy suave—. No vendes mujeres. No te beneficias de la miseria de otras personas. Las reglas fueron escritas hace mucho tiempo. Y no cambian.

Antonia se lleva la mano al bolsillo y saca la tarjeta micro SD. Se la muestra a Irina, en la palma de la mano extendida.

—Viniste a por esto. Te lo daré. Pero tienes que dejarla ir.

Jon le pone una mano en el brazo a Antonia.

—No puedes darle el dinero y las pruebas —dice, muy serio.

Su compañera le mira. Hay tristeza en sus ojos, pero también convicción.

—No puedo dejar que la mate.

El inspector Gutiérrez le devuelve la mirada. Hay una batalla librándose bajo sus ojos pardos. Una batalla cruenta, que va a dejar víctimas. Su instinto de policía se debate contra su confianza en ella. Su deseo de justicia frente a la necesidad de proteger la vida de Lola y de su hijo nonato.

—Jon, no hay otro modo —dice Antonia.

Con un suspiro, Jon le suelta el brazo.

Antonia da un paso hacia Irina, ofreciéndole la tarjeta.

—Cógela —dice, en ruso.

—¿Cómo sé que no me disparará por la espalda en cuanto me haya dado la vuelta? —pregunta Irina, haciendo un gesto hacia Jon, con los ojos entornados.

—Tienes mi palabra. Si yo tengo la tuya.

Irina estudia a ambos.

El rostro de Jon, pétreo, con los dientes apretados y el brazo paralelo al cuerpo. Su arma apunta al suelo, pero la crispación de los dedos indica lo que querría hacer en realidad.

Antonia, serena. Sosteniendo la tarjeta entre el índice y el pulgar.

Irina hace sus propias cuentas. Que le llevan largos y angustiosos segundos.

Finalmente, aparta el arma. La cabeza de Lola se sacude hacia delante, liberada de la presión del acero. El cañón del arma ha dejado un rectángulo en su frente, con un círculo insertado en la parte superior.

Respira hondo, de alivio y de rabia, cuando ve cómo Irina coge la tarjeta de manos de Antonia y comienza a renquear hacia la puerta.

—¿Y mi hijo y yo, qué comeremos? —pregunta, agarrando a Irina por la bota, intentando retenerla—. Dime, qué comeremos.

Irina ha necesitado treinta y dos años —los treinta y dos años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante. Se siente pura, explícita, invencible, en el momento de responder:

—Mierda.

9
Una línea recta

Recoger y limpiar tras una fiesta nunca es divertido. Y contarlo, aún menos. Baste un resumen.

Antonia logró llegar andando hasta el cruce de caminos, donde consiguió cobertura de nuevo. La nieve estaba alta y espesa, pero ella aprovechó unas huellas recientes. La mujer que las dejaba cojeaba y sangraba. Antonia caminó despacio para no correr el riesgo de alcanzarla.

Una hora después, el tranquilo paraje estaba atestado de policías. Expertos de la científica, moviéndose entre los cadáveres y los impactos de bala, llenándolo todo de triángulos. Un fiscal y un juez de instrucción. Gente de Asuntos Internos, también. Incluso alguien del Ministerio de Interior. La participación de una comisaria y un subinspector corruptos en todo aquel asunto lo había vuelto un lío de descomunales proporciones. Que, como casi todos los embrollos escabrosos, acabó bajo la alfombra.

Cuando se llevan a Lola Moreno en la ambulancia —con los hombros caídos envueltos en una manta—, Jon se la queda mirando con desprecio.

—Lo que realmente me jode es que se va a librar de todo.

—Seguramente —dice Antonia, compartiendo su frustración—. Pero hemos hecho lo que debíamos.

Hace frío. Ellos también están arropados con mantas, que sirven de poco contra el aire gélido que baja desde la sierra. Es probable que vuelva a nevar muy pronto. Jon da una patada en el suelo, intentando entrar en calor.

—No estoy seguro de ello, cari. Hemos tomado demasiados desvíos.

—Caminando en línea recta no puede uno llegar muy lejos —dice Antonia.