Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Antonia se lleva la mano a la mochila bandolera y saca una identificación de color azul marino.

—Scott. De la OCO.

Belgrano pone cara de debería sonarme pero no caigo.

Antonia aclara.

—Organised Crime Office. Europol.

La Europol. Como la Interpol, pero en Euro. Europol. No podías haber escogido otra agencia, cariño, piensa Jon, poniendo los ojos en blanco por dentro. Sí, él es capaz.

—Vaya, es usted la primera que conozco —se sorprende Belgrano.

—No somos muchos. —Se encoge de hombros Antonia.

Tirando a pocos, piensa Jon. No llega a mil en toda Europa. Y oficiales de enlace con una chapa como esa que te ha dado Mentor, todavía menos. Si alguien pregunta por ti, va a ser muy raro que no te conozca nadie. Pero bueno, aquí parece haber un ambiente menos hostil que con Parra.

—Pues qué suerte poder contar también con ustedes. Que aquí necesitamos toda la ayuda posible. Suban, suban. Pero cuidado en la entrada de la escalera, hay una huella de sangre, no la pisen —dice Belgrano, adelantándose para sujetarles la puerta.

Definitivamente menos hostil.

La escalera no tiene otras luces que las de emergencia. A pesar de ello, el triángulo amarillo de marcación de pruebas destaca en el suelo, junto a una marca roja en la que se distingue, nítido, el apoyo del talón y un par de dedos. Hay otro triángulo varios escalones más arriba. Entre medias, hay más pisadas sanguinolentas, aunque muy pocas de ellas completas.

—Hay varias huellas sin marcar —apunta Antonia.

—Bueno, todas pertenecen a la señora Moreno.

—¿Cómo lo saben? ¿Han podido comprobarlo con la desaparecida?

Belgrano parece avergonzado.

—No, pero hemos deducido…

Antonia y Jon guardan silencio, y le miran.

—Verán. La verdad es que nos hemos quedado sin triángulos —admite por fin—. Y había muchas huellas. Hemos preferido usarlos arriba, en el escenario principal.

—¿Está intacto?

—Desde Madrid nos avisaron de que no tocáramos nada, hasta que no llegaran ustedes. El juez ya ha pasado y se han levantado los cadáveres, eso sí, ahí no se podían quedar. El resto está tal cual. La planta está cerrada hasta mañana.

—¿Y los de la científica?

—En el chalet del marido, con el otro cadáver. Empezaron por aquí porque es un sitio público. Y somos muy pocos, no podemos cubrir dos escenarios a la vez.

Los tres comienzan a subir, con Belgrano encabezando la marcha. Antonia en medio. Jon detrás, algo retrasado (no le gustan las escaleras).

—Van cortos de presupuesto, entiendo.

—Ni se imagina. En Málaga contamos con ochenta efectivos menos de lo que Interior tiene asignado. Pero no nos mandan a más gente. Los cadetes, todos a Madrid o a Sevilla. Y ya le digo que lo que Interior tiene asignado no vale ni para tomar por culo.

El subinspector pronuncia nipatomahpohculo con un acento cerrado. De Málaga no. Del interior. Granadino.

—Tendríamos que ser el doble, por lo menos. Para poder ir tirando. Literalmente. Que nos dan diez balas para las prácticas cada mes. Si quiero tirar más, me las tengo que pagar yo.

Jon, que ha vivido mil y una batallas con el presupuesto en la policía, se olvida de que ahora gana el cuádruple que el subinspector Belgrano y se pone a despotricar de los sindicatos apesebrados y de los tontos por ciento de Interior, que no saben más que mirar por el duro y no por la gente, a lo que Belgrano responde de manera enérgica, sin darse cuenta de que, por debajo de ellos, una cabeza privilegiada se desliza entre ambos policías y abre la puerta de la escalera con la idea de hacer algo de provecho.

—¡Oiga! ¿Adónde va? No puede salir ahí sin que haya un agente…

Jon le agarra del codo con delicadeza.

—Oiga, Belgrano… Si quiere ver algo realmente curioso, quédese aquí. Déjela trabajar —luego añade, por seguridad—: Y si no, también.

8
Nueve disparos

Antonia esquiva el intercambio de obviedades y abandona la escalera para entrar en la planta superior del centro comercial. Pero no aborda la escena como siempre. Hoy va a probar algo distinto. Quizá así…

Cierra los ojos.

El sueño, ese reborde de la vida que uno no posee, le ha dado la espalda desde hace meses. Esta noche no ha sido una excepción. Una cabezada larga, tenue, semilúcida, en el coche. Plagada de imágenes perturbadoras, que no han ofrecido reposo ni consuelo alguno. En los últimos meses, el descanso ha sido un lujo que no ha querido concederse. Y cuando el resto de su cuerpo se rendía, cuando los ojos le ardían, ya de madrugada, ahítos de datos, exhaustos de tragar hora tras hora de imágenes de cámaras de seguridad, en busca de Sandra, en busca del rostro que puebla sus pesadillas, cuando sus músculos gritaban tras tantas horas de inmovilidad y Antonia cedía…

Su mente se empeñaba en sabotearla.

Le dice que está quemada. Que ya no le queda nada dentro, que ha fracasado.

Por eso se ha resistido con uñas y dientes a aceptar otros casos, a volver a empezar el viejo juego sin haber acabado la partida anterior. Incluso a acercarse a los cadáveres como el del Manzanares hace dos noches. Quizá por temor —no miedo, porque Antonia no tiene miedo a casi nada— de que al echar otra vez a rodar los dados, descubra una verdad que sospecha sobre sí misma y que la abuela le ha confirmado. Que todas esas pamplinas sobre el deber y la responsabilidad sean sólo frases huecas. Que lo que importa, lo que de verdad le importa, es el poder. La responsabilidad es sólo el IVA incluido al final de la factura.

Y luego está lo otro. El problema principal.

Abre los ojos.

La luz de la mañana entra a través del gigantesco ventanal que cubre la pared este del edificio, convirtiendo el lugar en una inmensa cámara, de la que sus pestañas son el obturador y su cerebro es la película.

Cierra los ojos.

La imagen permanece en su mente, tan nítida como si tuviera los ojos abiertos. Menos saturada. Más manejable.

Su respiración se entrecorta, su pulso se acelera, la sangre ruge en sus oídos.

Puede con ella. Puede, por sí misma.

Intenta clasificar los elementos de la escena.

El escaparate, roto, astillado.

Los cristales, formando una cama deshecha en el suelo.

La marca junto a ellos donde hubo un cadáver, ya retirado.

Otra marca de cadáver, algo más lejos.

El bolso, los casquillosdebalasonmuchosporquétantosdisparosestonoesunaejecuciónnormalnecesitonecesitolascápsulas.

—No las necesito —se miente.

No funciona.

No extiende la mano. No busca a Jon con la mirada, aunque sabe que está unos metros tras ella, sin quitarle el ojo de encima, listo para acudir cuando ella reclame su dosis, la dosis que sólo él está autorizado a darle.

No pide nada.

Se lleva la mano al bolsillo de los pantalones, procurando que Jon no la vea. Con la punta de los dedos saca dos cápsulas rojas.

Por favor, que sean suficientes. Por favor, que baste con dos.

Rompe la gelatina de la primera con los incisivos, liberando el ansiado polvo amargo, y lo recibe debajo de la lengua, dejando que la mucosa absorba el cóctel de substancias químicas y lo lleve a su torrente sanguíneo a toda velocidad. No basta. Muerde la segunda.

Cuenta hasta diez, dejando una respiración entre cada número, descendiendo un peldaño cada vez, hacia el lugar donde necesita estar.

De pronto el mundo se vuelve más lento, más pequeño. La electricidad que le hormiguea en las manos, el pecho y la cara se disuelve.

Ha vuelto. Ha vuelto la claridad. Y junto a ella, una extraña dicha, mezclada con miseria.

Antonia busca en su diccionario de palabras imposibles para entender lo que siente.

Kegemteraan.

En malayo, la alegría de tropezar. El sentimiento simultáneo de placer y desconsuelo cuando sabes que has hecho algo que no deberías.

Ya lidiará con el desconsuelo más tarde. Ahora, Antonia se sumerge en la claridad, en la que los monos de su cabeza se agazapan, en silencio, a esperar sus órdenes. Siguen enseñando los colmillos y revolviéndose, pero en silencio.

Ahora habla ella.

—El asesino disparó primero al cristal.

—¿Cómo lo sabe? —dice el subinspector Belgrano, en voz baja, desde la puerta.

—Shhh. Calle y aprenda —dice Jon.

Antonia da tres pasos hacia la tienda de Prenatal. Extiende el brazo, forma una pistola con los dedos índice y pulgar. Con su pequeña estatura, parece una niña jugando a polis y cacos.

Coloca mejor los brazos, busca el ángulo. Frente a ella está el cochecito con la capota destrozada. Hay otro a la izquierda, un carrito de paseo de color rosa.

—¿A qué hora fue el ataque?

Jon le da un codazo a Belgrano para que responda.

—A las 11.21. Lo sabemos por el registro de las cámaras de abajo, es el momento en el que la gente se pone a correr y a llamar a la policía.

Antonia mira al suelo, a la sombra que proyectan su cuerpo y su brazo. Mira de nuevo al frente.

—Ella le vio. Quizá en el reflejo del cristal. Por eso se agachó. ¿La tienda estaba cerrada?

—La empleada estaba en el baño cuando sucedió. Había puesto un cartel de VUELVO EN CINCO MINUTOS. Menos mal, porque encontramos una de las balas incrustada en el mostrador.

—¿Y las cámaras de este piso?

—Nada. Alguien saboteó la grabación —dice Belgrano.

—Vaya, qué oportuno —masculla Jon.

Antonia da un paso hacia un lado. La tienda de Prenatal es la última antes de la escalera de emergencia. Antes de llegar, a la izquierda, hay un pasillo que lleva a los baños. Detrás, sólo la barandilla de metal y cristal que se abre sobre el segundo piso. La tienda anterior a Prenatal es la joyería Chocrón. Está también precintada, junto al acceso a las escaleras mecánicas. Hay más tiendas en el resto de la planta, pero no están a la vista, ya que esa parte del edificio hace esquina.

Un lugar idóneo para un asesinato. Una ratonera, con pocos testigos, y una salida sencilla.

Vuelve a levantar el brazo, con el índice extendido.

—Disparó. Falló.

Se gira hacia la derecha. Sus pies pasan por encima de los triángulos de señalización de pruebas.

—El primer cadáver, el de la izquierda, es el del chófer de la señora Moreno, ¿verdad?

Belgrano consulta sus notas.

—Anatoly Oleg Pastushenko. Nacido en Georgia en 1971. Ex policía en Tiflis. Lleva viviendo en España desde hace varios años. No lo sabemos con precisión. Oficialmente tiene la residencia desde hace siete años. Fue el primer empleado del señor Voronin, el marido de Lola.

—¿Sabemos cuántos disparos recibió?

—Cuatro balas, según el informe forense. Dos en el torso, una en la cabeza, una algo por debajo de la rodilla izquierda.

Desde la posición del asesino, Antonia da tres, cuatro, cinco pasos hacia delante, se vuelve, se agacha un poco. Saca un bolígrafo de la bandolera, lo introduce por el extremo vacío de uno de los cartuchos, lo alza hasta la altura de sus ojos. Reconoce los caracteres cirílicos, las tres letras inconfundibles. M-A-K.

—El arma del asesino era una Makarov de 9 milímetros.

—Sí, lo hemos confirmado —dice Belgrano—. Por aquí abundan, por desgracia.

Y tanto. Después de que el célebre ingeniero Makarov la diseñara en los cincuenta, la Unión Soviética y muchos de los países satélites convirtieron aquella pequeña pistola en el arma reglamentaria del ejército y de los cuerpos de policía. Y no paró de extenderse. Ahora, desde China hasta Cuba y desde Ucrania a Zimbabue, hay millones de unidades en servicio, prácticamente idénticas y utilizando una munición compatible. Barata, desechable, ideal para pasar desapercibido y no dejar rastro.

Antonia vuelve a incorporarse y repasa la escena.

Parpadea varias veces.

—El chófer disparó también —anuncia.

Belgrano da un respingo.

—No nos consta que el chófer estuviera armad…

Jon vuelve a hacerle callar.

—Y creo que alguien ha intentado ocultarlo —avisa Antonia.

9
Una decepción

Antonia vuelve sobre sus pasos, se arrodilla, pone las manos en el suelo, pega la nariz a las losetas.

—Jon, ven aquí, por favor.