Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

COMISARIA ROMERO: Señora Moreno. Este barco es un punto de partida. Voy a aceptarlo, como prueba de buena voluntad. Haremos la redada. Pero es poca cosa.

YURI VORONIN: Son cuatrocientos kilos.

COMISARIA ROMERO: No para de repetir eso, como si significara algo. Las cantidades no son importantes. Lo que importan son los sustantivos.

LOLA MORENO: Importantes, ¿para qué?

COMISARIA ROMERO: Si mañana cogemos seis toneladas de rubio marroquí, como mucho nos darán seis segundos en el telediario nacional.

SUBINSPECTOR BELGRANO: Y la mitad de los que lo vean se encogerá de hombros, y dirá «si es que tienen que legalizarla». Como si esa mierda fuera a hacer algún bien.

LOLA MORENO: ¿Y entonces?

COMISARIA ROMERO: Deme heroína. Deme cocaína.

SUBINSPECTOR BELGRANO: Y nada de moros. Los moros son un chiste.

YURI VORONIN: Puedo asegurarle que…

COMISARIA ROMERO: Conocemos muy bien la brutalidad y la represión de los delincuentes marroquíes, Voronin. Pero no compran titulares.

SUBINSPECTOR BELGRANO: Rusos. Eso es sexy.

COMISARIA ROMERO: O nos entrega a Orlov directamente, o tendrá que dárnoslo a trocitos.

LOLA MORENO: Lo que quiere es que trabajemos para usted.

COMISARIA ROMERO: Lo que quiero es limpiar esta playa de basura. Pero la cuestión, señora Moreno, no es lo que yo quiero. Sino lo que puedo hacerles si no me lo dan.

Lola

Había una vez una niña que escapó a duras penas de un ogro sucio y maloliente.

Lola sale a la calle, con la ropa deshecha y las lágrimas empapándole el cuello de la sudadera. Las luces de las farolas le parecen imaginarias, el aire libre tenue, volátil, como si la atmósfera estuviera a punto de desaparecer. Trastabilla calle arriba mientras se abrocha el pantalón —las bragas le han quedado enrolladas a media nalga, pero no es capaz de notarlo—. Sus pies apenas rozan las baldosas, ingrávidos. Una señora le habla con preocupación, pero las ondas de sonido se pierden antes de alcanzar sus oídos.

Nada de todo esto es real.

Nada de esto está pasando.

Lola siente que sólo un hilo le ata al suelo, delgado y quebradizo como algodón de azúcar. Con una buena ráfaga de aire se desengancharía del todo. Se elevaría y se alejaría de un soplo, como los vilanos de los dientes de león.

Nada de todo esto es real.

No me han quitado mi única oportunidad de salir de todo esto. No puede ser.

Lola, que siempre sabe qué hacer. Lola, que guarda en su interior una frialdad árida, amarga como suelo de cementerio. Lola, que desde que era una niña hace planes para cuando se le acaban los planes, se ha quedado, por primera vez, en blanco.

Quizá por eso no se reconoce en lo que hace, se disocia de su cuerpo mientras éste se bambolea hasta el restaurante de la esquina, que a estas horas de febrero sólo sirve a un par de jubilados despistados. Se acerca a la primera mesa con el servicio puesto, y coge un cuchillo.

—Oiga. Oiga, señora.

Lola no escucha al camarero más de lo que oyó a la señora que la abordó en la calle.

—¡Señora!

El camarero no sale tras ella en un primer momento porque lleva una comanda en la mano (ensalada, calamares a la romana congelados). Para cuando echa a andar detrás de la intrusa, Lola está abriendo la puerta del Instant Cash. El camarero se frena al verla entrar, hace un silogismo apresurado —tiene, por supuesto, la licenciatura en Filosofía— y decide que lo mejor es llamar a la policía.

Todo se reduce a una simple elección, empeñarse en vivir o empeñarse en morir, piensa Lola mientras se abalanza hacia la trastienda, sobre un Gusev desprevenido.

Lo pilla ocupado, manoseándose la entrepierna mientras mira algo en su monitor. Lola no puede ver qué es, porque está ocupada a su vez en apuñalarle en el brazo y en la espalda. El cuchillo es uno de esos que los camareros te ponen para que te pelees con el filete hasta que le pides uno que realmente corte, así que el primer ataque no consigue más que escarbar la piel de Gusev y desgarrarle la camisa blanca con mancha de huevo.

El segundo le alcanza en el omoplato, que dobla la punta y desvía la trayectoria de la hoja, que se introduce entre el hueso y el músculo, se desliza entre éstos a lo largo de seis centímetros, desgarrando la carne y extrayendo un grito de dolor de la garganta de Gusev cuando Lola arranca el cuchillo, y la punta doblada destroza un buen número de fibras musculares en su camino.

El tercero da en el respaldo de la silla.

El cuarto se lo lleva ella, en su propio brazo, cuando Gusev se deja caer sobre ella. Mientras ruedan por el suelo, Lola se da cuenta de que el perista se ha meado encima, y la crudeza, la brutalidad de lo que está sucediendo se le hace por primera vez evidente.

Aún le queda dentro rabia para un último golpe, que se hunde en la tripa gruesa y dura de Gusev, fallando el ombligo por unos pocos centímetros. Ahí se queda, clavado hasta la empuñadura, mientras Gusev lo observa con incomprensión. Lola reconoce esa misma mirada de irrealidad, porque es la que colgaba de sus ojos hace menos de dos minutos.

Sorpresas te da la vida.

—He llamado a Orlov, súka. Puta zorra. Estás muerta, eres zorra muerta.

Lola se pone en pie, agarrándose el brazo herido. Se remanga la sudadera, y ve que no es más que un rasguño que apenas ha perforado la piel. Duele, pero no demasiado. No puede preocuparse ahora de eso.

Gusev, por el contrario, no tiene otra preocupación que el cuchillo que emerge de su tripa esférica como la bandera de Neil Armstrong de la superficie lunar. Se la agarra con las dos manos he intenta sacarla un poco, pero el dolor que le produce la hoja de sierra, de forma triangular, es insoportable. Aúlla de nuevo, mientras un par de arroyos de sangre brotan de los bordes de la herida y se dirigen dirección sur, tiñendo la camisa blanca de Gusev a su paso.

—Yo no haría eso. ¿No has visto nunca la tele? Te puedes desangrar si sacas el cuchillo —dice Lola.

Su pulsera está sobre la mesa. La pistola la encuentra en el cajón, tras pasar la pierna sobre el cuerpo sollozante del perista y rebuscar un poco. Una se la mete en el bolsillo del pantalón. La otra la apunta a la cara de Gusev.

—La caja fuerte.

Un perista tiene que tener mucho dinero en efectivo. Es su herramienta de trabajo. Pero Gusev no parece dispuesto a colaborar a la primera.

—No tienes quitado el seguro, zorra.

Lola le da la vuelta al arma, la estudia durante unos segundos, y finalmente decide que la palanquita colocada sobre las cachas debe de ser lo que está buscando. La empuja con cuidado, escucha un satisfactorio clic y la apunta a la cara de Gusev, que emite un aún más satisfactorio argh.

—Gracias. La caja fuerte.

—No pienso darte nada.

Lola levanta la pierna derecha lo justo para rozar un poco el mango del cuchillo con el borde de la zapatilla, provocando un nuevo alarido.

—Puedo hacer esto todo el día.

En realidad no puede, porque vuelve a notar cómo se está mareando de nuevo, y la boca tan seca que le cuesta mover la lengua. Tiene que pincharse, cuanto antes. El muy cerdo ha llamado a Orlov. Quizá el camarero haya llamado a la policía. Debe irse.

Pero no tiene la insulina, no tiene dinero para comprarla, no tiene el dinero para Zenya y ese hijo de puta le ha pasado el nabo por la pierna. Así que no va a marcharse de ahí sin quitarle lo que pueda. Aunque lo más lejos que vaya sea hasta el interior de un coche patrulla.

O de un coche fúnebre, piensa Lola, levantando de nuevo la pierna.

—Está bien. Está bien. Ahí detrás —dice Gusev, señalando un punto de la estantería.

Lola aparta de un manotazo un montón de películas antiguas, y descubre la caja fuerte. Hay un teclado numérico. Obtener la combinación le cuesta solo tres patadas a Gusev en las costillas. Le sale mucho más caro en segundos, pues se le va otro valioso minuto.

La caja se abre con un chirrido. Un olor golpea la cara de Lola, amargo y terroso. Una bolsa de cocaína del tamaño de una pelota de tenis, abierta sobre un montón de documentos en el estante superior, tiene la culpa.

En el inferior hay varios fajos de billetes de cincuenta euros atados con gomas. Unos papeles cuadriculados entre la goma y los billetes, con una anotación escrita a mano, indican cuánto hay en cada fajo. Lola se mete varios de ellos en los bolsillos de los pantalones cargo, disfrutando de los gemidos que Gusev emite durante la operación. Parece que el saqueo le está doliendo más que la cuchillada en el estómago.

—Estás muerta, eres zorra muerta —repite, algo más débil. Los párpados se le están cerrando, y los dedos en torno al cuchillo no aprietan ya con la fuerza de antes.

Se está desangrando.

Una gran pérdida, piensa Lola, dirigiéndose hacia la puerta.

Da un paso en dirección a la zona pública de la tienda, llega a poner el pie derecho fuera de la trastienda.

En ese momento es cuando el policía aparece en la puerta. Alto, con barba, cansado. Pone una mano en el tirador. Su cara pasa inmediatamente del hastío a la alarma, cuando ve a través del cristal a Lola con la pistola en la mano.

En ese momento, también, Gusev, que sigue tendido en el suelo, decide alargar la mano y atrapar el pie izquierdo de Lola por el talón. No tiene apenas fuerza en las manos ya, es un agarre débil. Los dedos resbalan sobre el cuero de las zapatillas de Lola, dejando tres surcos rojos en la piel blanca. Pero el pie había comenzado a levantarse, así que Lola trastabilla un poco, su diafragma se encoge por el reflejo del miedo, y eso hace que el dedo índice de su mano derecha se contraiga a su vez.

Blam.

La bala abandona el cañón en dirección al policía. Falla por milímetros su cabeza, la puerta de cristal se desintegra. El policía se aparta de la puerta, con un grito muy poco masculino, pero comprensible dadas las circunstancias.

Todo lo anterior ha sucedido en menos de tres segundos.

Lola se apoya en la pared para no caerse, apunta el arma hacia Gusev —que parece haberse desmayado—, vuelve a mirar el arma sin comprender. En sus ojos desmesuradamente abiertos se reflejan las luces azules del coche de policía. Fuera, se escuchan gritos.

JOOODER.

17
Una avenida

—Pues parece que al final ha aparecido —dice Jon, bajando del coche.

—Tú mismo lo dijiste —dice Antonia, uniéndose a él camino del cordón policial—. Hay cosas que son inevitables.

Jon y Antonia se presentan en mitad del jaleo con media hora de retraso. A ellos, claro, no les ha llamado la comisaria Romero para compartir los progresos en la localización de Lola Moreno. Quizá porque estaba ocupada rodeándola con dos coches patrulla y un furgón, que han cortado la avenida Ramón y Cajal y colocado a seis hombres armados, apuntando con sus pistolas a un escaparate de tres metros de ancho.

Antonia estaba volcada en los datos que le había mandado Aguado a su iPad cuando entró el archivo con la llamada al 112. Su intuición se ha probado cierta. Con suerte. La misma suerte que libró la cabeza del policía de la bala del escaparate. Que suerte no es más que muerte con una letra cambiada.

A ellos no les ha llamado nadie, y eso está provocando en Jon un mosqueo de campeonato. Se le nota en el paso fuerte, de romper asfalto, y en el rostro enrojecido. Pero una situación con rehenes no es momento para andar dando gritos. Menos aún cuando hay una docena de jubilados grabando el asunto en sus teléfonos móviles desde las terrazas de los edificios cercanos. Y eso que los altavoces del furgón ruegan a los curiosos que se aparten de las ventanas y vuelvan al interior de sus casas, crujido de estática, esto es un mensaje urgente del Cuerpo Nacional de Policía, crujido de estática, hay un sospechoso armado e igual se llevan un tiro, crujido de estática.