Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

—A ver, pero tú qué haces.

Yuri se lo cuenta. Con su acento eslavo, repleto de erres arrastradas, de subidas y bajadas. Pero con un español que ya quisieran muchos. Clarito, clarito.

—Doy palizas.

—¿Cómo que palizas?

—Palizas. Alguien no paga a mi jefe, mi jefe me manda. Pim, pam. Le suelto una piña, da?

Lola mira de arriba abajo a Yuri. Que no llega al metro setenta, que la talla S de camiseta le va holgada. Lola se cree lo que le cuenta. La pinta no la tiene, no. Pero de cabeza es majarón, majarón. Cuando se le cruza, lo ve todo rojo y ya puede tener enfrente a siete como a veintisiete. Y a veces vuelve a casa y lo primero que hace es llenar la ensaladera con hielo y meter la mano dentro.

—Pues ya lo estás dejando. A tu jefe le dices que te busque otra cosa.

—Pero, Lola…

—Que lo dejas. Que no ganamos para yelo.

Eso fue hace seis años. Seis años y cuatro meses. Se acuerda bien de la fecha. Fue poco antes de su cumpleaños, y Yuri se lo juró como regalo.

Había una niña que hace seis años no tenía nada.

Lola cree que, por fin, va a lograr romper a llorar. Nota las lágrimas agolpándose tras los ojos. El sollozo enroscado en la garganta, como una tenia asfixiante y codiciosa.

Los ruidos la interrumpen.

Lola escucha unas voces que entran, preguntando. Voces de tono inconfundible, arrogante.

Vienen a por mí.

¿Cómo es posible?

Lola pierde unos segundos valiosísimos en intentar entender cómo la han encontrado. Si ha sido muy cuidadosa, no ha encendido el móvil. Incluso llamó a Yuri a través del…

El fijo.

El fijo de la funeraria.

Si es que soy imbécil.

Las voces se acercan, se mezclan con las de la sala de al lado. No hay tiempo que perder. Tiene que escapar. El problema es por dónde.

La sala no tiene ventanas, ni ningún sitio donde esconderse.

La única puerta es la que da al vestíbulo. Salir por ahí sería echarse en brazos de sus perseguidores.

Con el corazón galopándole en el pecho, Lola escucha cómo las voces que le llegan amortiguadas a través de la pared contigua se trasladan ahora a la entrada. Los tonos se elevan, no sólo por la cercanía. Parece haber una discusión entre las voces.

Entonces Lola se da cuenta de que sí hay otra puerta. La que lleva a la sala acristalada en la que se exponen los ataúdes. Cruza la habitación, gira el pomo, rezando por que no esté cerrada. No lo está.

Lola se cuela en la sala y cierra la puerta justo cuando se abre la exterior. Un rectángulo de luz se dibuja en el suelo, sobre la mesa camilla e ilumina brevemente el rostro de Lola tras el cristal. Lola vislumbra unas manos fuertes, una pistola, una figura oscura, quizá la que antes bajó del coche en el camino de tierra. Sabe que, cuando la encuentren, está lista.

No se queda a darles la oportunidad.

Agachada, se introduce detrás de las cortinas —burdeos grisáceo, devoradas por el tiempo y por el polvo— que ocultan la salida al túnel de servicio. Aquí no hay puerta, sólo un hueco por el que los empleados de la funeraria introducen los ataúdes a través de un pasillo oculto. El mismo por el que Lola se escabulle, en dirección a la parte trasera. Hambrienta, agotada, deshidratada. Sin rumbo, pero no perdida. Sin esperanza, pero no desesperada.

Había una vez una niña que no iba a dejarse coger.

16
Una promesa

El hotel era bueno, el descanso ha sido malo.

Jon no ha podido dormir gran cosa. Revolver de sábanas entre ducha y ducha. Mucho sudar, mucho dar vueltas. Mucho darle vueltas.

Las palabras que Mentor le había dicho el día en el que le reclutó le rebotan por el cráneo como pilotak en un frontón. Sólo que ahora tienen un matiz mucho más oscuro.

El proyecto Reina Roja se creó para acabar con objetivos especiales. Asesinos en serie. Criminales violentos especialmente escurridizos. Pedófilos. Terroristas. Sin ataduras, sin jerarquías, había dicho Mentor.

Sin responsabilidades públicas, añade Jon.

Por eso quería alguien como yo. O al menos como el yo que plantó la droga en el maletero del chulo. Alguien a quien le importe más la justicia que la ley.

El problema es quién decide lo que es justo.

El problema es que no estoy seguro de seguir siendo esa persona.

Lo que Antonia le ha contado es aterrador. Y, sin embargo, real. En un mundo en el que el límite del bien está cada vez más difuminado, en el que hemos rendido nuestra privacidad y nuestro intelecto a una red social y a un buscador, la existencia de Heimdal era inevitable.

Ya lo están haciendo las empresas. Si hablas de queso con tu pareja delante de tu altavoz activado por voz, un rato después te encuentras un anuncio de Idiazábal mientras navegas.

Pero Heimdal no va de vender queso. Va de identificar a los ciudadanos peligrosos.

Y la Historia nos enseña que, eso nunca, nunca ha salido mal, piensa Jon.

Se lleva las preocupaciones al desayuno, y luego al coche, donde espera a Antonia durante un par de horas. Han quedado a las diez, pero él ya está abajo a las ocho menos algo. Poniendo disco tras disco de Sabina, aprendiendo que ciertos engaños son narcóticos contra el mal de amor.

No sabe qué hacer. Por momentos siente la tentación de arrancar y largarse.

A tomar.

En diez horitas, en casa con amatxo. Aguantar un rato de bronca, normal. Cenar kokotxas, ahogarlo todo en ardo beltza.

Pero Jon no es de ésos.

Bien lo sabía el hijoputa de Mentor cuando me escogió. Que amatxo no crio a ningún beldurtia. Ningún cobarde, gallina, capitán de las sardinas. Cómo me caló.

Es cierto, le parece una monstruosidad aquello en lo que está participando. Pero —y Jon es dolorosamente consciente de la incoherencia y el cinismo de la idea, en el momento en el que se posa en su cabeza—, si de verdad Heimdal tiene que existir es mejor que lo tengamos nosotros.

Ay, qué difícil es todo, la madre que me

Jon está acostumbrado a cabalgar las incongruencias. Ser policía y homosexual es un compromiso, aunque no debiera. Se le juzga dos veces. Antes, cuando lo del conflicto, tres. Que te puedes llevar el tiro y el escupitajo, vamos. Las aristas de tu vida son más afiladas que las de otros. Y haces las paces con ello, porque no quedan más. Porque lo has escogido tú, y porque sabes que si caes, caerás luchando y con un kagoendiós.

Y si no puedes parar el río con las manos, tampoco vas a dejar de buscar peces. Y, sobre todo, no dejas a tus compañeros para que se ahoguen.

Aquí llega Antonia. Diez minutos antes de hora. En alguien que siempre llega tarde, es muy de agradecer.

No se dan los buenos días. Tampoco es que lo hagan nunca, pero hoy notan que no lo hacen.

—¿Estás segura de que quieres ir al funeral de Voronin? ¿No prefieres que vayamos a buscar a Lola Moreno?

—La policía ya está controlando los sitios habituales. La casa de la madre, los amigos. No, déjales a ellos que pateen las calles. Prefiero ir a conocer al hombre del que huye. ¿A qué hora empezaba la ceremonia?

—A las once. Vamos con tiempo. Así echamos un ojo según van llegando.

Han dicho vamos, pero no arrancan.

Sigue habiendo un elefante en el asiento trasero, apoyando las patas en el respaldo.

Jon no sabe por dónde abordarlo.

Es ella la que lo hace. De la forma más estúpidamente adorable posible.

—¿Estás enfadado?

Jon sonríe. Hay muchas maneras de estar enfadado. Puedes albergar ira. Puedes guardar rencor. Puedes sentir despecho. O puedes tener la certeza de que alguien a quien quieres lleva mucho tiempo tomándote por gilipollas. Ahora lo que necesita es hacérselo entender a Antonia Scott. Para ella es un rompecabezas lo que para él cae de cajón.

—Sigo procesando. Lo que me contaste anoche es muy gordo. Tengo que pensar sobre ello y tomar decisiones. Pero quiero que me prometas una cosa. Piénsalo bien, porque de tu respuesta depende que sigamos por aquí o que tiremos para Madrid.

Antonia asiente, despacio. No las tiene todas consigo.

Jon tampoco. Pero está dispuesto a darle esta oportunidad.

—Ya soy mayor, cari —dice—. Me dejan llevar pistola. Soy el que te cubre ese culo escurrido que tienes.

—Lo sé.

—Lo hago por que quiero, ya no me obliga nadie.

—También lo sé.

—Pues si quieres que siga haciéndolo, no vuelvas a mentirme. A partir de ahora, se acabaron los secretos. Ayúdame y te habré ayudado. ¿Estamos?

Y claro, qué va a contestar ella.

Aslan

Aslan es un hombre amable, vaya eso por delante.

No hay más que verlo. Sentado en la terraza del Kristin, como cada mañana. Mirando al mar, tomando tostadas de pan moreno, salchichas bratwurst, huevos fritos. Hoy no hace sol, así que los guardaespaldas han recogido la sombrilla. Los escasos turistas que pasan por el paseo marítimo le ven inclinado sobre el plato, enfrascado en su alimento. Si alza la vista y su mirada de ojos grises se cruza con alguien, dedica una educada sonrisa, una inclinación de cabeza.

Es una inclinación pausada, elegante. Aristocrática. Aslan está moreno por el sol, un moreno denso, de jubilado motivado. Hace un contraste espectacular con su melena blanca, que lleva peinada hacia atrás. Cortada con esmero hasta casi rozar los hombros. No ha perdido ni un pelo en toda su vida. Esa melena y su nombre —Aslan, león— le garantizaron su apodo de vor v. zarkone, de ladrón en la ley.

Aslan Orlov, La Fiera.

Usa una fuente para la comida y un plato para comérsela, cortándola con precisión. Dedos largos y cremosos. Resetea el plato con cada bocado. Ni una miga en los bordes, el tenedor y el cuchillo regresan al mantel en posición de firmes. Una esquina de la servilleta limpia la comisura de los labios antes de volver a cubrir el regazo.

Siempre da las gracias por cada atención, por cada servicio, siempre deja propina. Gentil, casi cariñoso.

—¿Desea algo más, señor Orlov?

—No, gracias, Karina.

La camarera le retira la fuente y, al hacerlo, golpea inadvertidamente el vaso de agua, casi lleno. Se vuelca, derramando el líquido sobre el mantel y salpicando los pantalones de Aslan.

La camarera encoge la mano y el cuerpo con preocupación, casi como si temiera perderla. Casi como si supiera quién es el hombre al que sirve cada mañana. Lo sabe.

Aslan le dedica una sonrisa amarillenta.

—No te preocupes. Sólo es agua, ¿ves? Seca.

Cuida mucho las formas. Siempre lo ha hecho, desde su juventud. Dirigía un prostíbulo en San Petersburgo en los ochenta. Cuando llegaba una nueva esclava, robada de las granjas de Pskov o Chúdovo, siempre la trataba con amabilidad. Antes de violarla por primera vez —requisito indispensable para que no se rebelara— siempre se enjuagaba la boca con menta. En su ausencia, gárgaras de vodka.

—Hay que hacerlo, pero no tienen por qué sufrir más de la cuenta.

Uno de sus subordinados confundió su amabilidad con debilidad, e hizo un comentario inapropiado durante la cena. Aslan sonrió con delicadeza y después le clavó el tenedor en la garganta. Una, dos, tres veces. La última de ellas retorció el tenedor, desgarrando la piel y creando un agujero por el cual el insolente pudo respirar un par de veces más, entre estertores sanguinolentos, antes de desplomarse. Aslan se limitó a limpiar el tenedor con la servilleta y seguir comiendo.

Nadie volvió a malinterpretar la amabilidad de Aslan Orlov.

Otro tiempo, otro país. No mejores. Otros.

Más serios, más pobres, más libres.

Aslan solía ser fuerte como un roble, pero nada es perdurable. Cuando pone en pie su larguirucho cuerpo tiene que pedirle permiso a sus rodillas. El traje es nuevo. Negro y a medida, un detalle con el lugar y el acto al que se dirigen. Le tira un poco en la barriga. Preferiría algo de ropa deportiva, uno de los chándales de tactel que habitualmente compra en el Carrefour por sólo quince euros. Ropa cómoda, benévola con sus articulaciones de setenta años. Pero hoy hay que mantener las formas.

Es importante.