Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

La angustia que sintió antes de tocar el avispero es ridícula en comparación con la que siente cuando levanta la mano para quitarle la camiseta a Antonia Scott. La coge del dobladillo, la levanta. Primero un brazo, luego el otro, y finalmente el cuello.

No hay reacción.

Con infinita delicadeza, Jon le quita el pantalón, los calcetines, el sujetador y las bragas. Parece mucho más joven sin su ropa, con el pubis depilado con láser, y los pechos del tamaño de un limón. Y sí, tiene celulitis en el culo. Pero no una cantidad como para renunciar a los brownies.

Tiene miedo de que se tropiece al entrar en la bañera, así que se limita a cogerla por la espalda y los muslos. Antonia es una pluma en sus manos, tan leve como si sus huesos estuvieran rellenos de aire. La deposita con cuidado en el agua caliente. El agua le empapa las mangas de la camisa hasta los codos, volviendo rosáceas las manchas de sangre.

Quema un poco al entrar.

Tiene que estar así.

Mientras la bañera se termina de llenar, Jon embute la ropa de Antonia en la bolsa de la lavandería. Piensa tirarlas mañana por la mañana, al igual que todo lo que lleva él puesto. Su traje gris marengo de lana fría hecho a medida, su favorito. Tres mil euros y pico. Pero no tiene sentido lavarlo. Puede que la tintorería saque la mugre, pero no hay manera de quitar el olor a muerte, eso Jon lo sabe bien. Puede tardar años en abandonar una casa. Un coche, jamás. Si alguien muere en un coche y se queda más de once horas en él, las compañías de seguros ni se molestan en mandar a un perito. Envían el coche directamente al desguace, no importa el precio o lo nuevo que esté.

Jon hace un triple nudo a la bolsa. La mete a su vez dentro de la bolsa de basura del baño. Luego se dedica a Antonia.

Comienza por el cuerpo. Cubre la esponja de jabón —es verde, con aromas cítricos—. Frota con cuidado, insistiendo debajo de las uñas y en el cuello. Deja el grifo abierto y va quitando poco a poco el tapón, hasta que consigue que el agua alrededor de Antonia no sea un cenagal. Bajo la mugre, la esponja revela una marca en la espalda, del tamaño de una moneda de cincuenta céntimos. La primera bala que White disparó entró por ahí. La otra se alojó en la cabeza de su marido.

Jon reprime el impulso de pasar los dedos por la cicatriz.

No es fácil.

Ocho gramos puede parecer un peso irrisorio.

Los ocho gramos de plomo de una bala de 9 milímetros, capaz de atravesar en un segundo cuatro campos de fútbol, eso ya es otra historia.

Si eres policía, piensas a menudo en esos ocho gramos. Iguales a los que tú cargas en la pistolera del hombro. Casi siempre con ansiedad. Pero a veces, si la has cagado a lo grande, la ansiedad se torna en anhelo.

Jon se pregunta si Antonia pensará alguna vez en el suicidio.

En el hombro izquierdo de su compañera hay otra cicatriz. Es más grande. Una estrella irregular de cinco brazos, retorcidos allá donde la piel había decidido cómo curarse.

Un médico llamaría a esto el orificio de salida. El inspector Gutiérrez no. Puede que los ocho gramos de plomo atravesaran su cuerpo, pero la bala sigue ahí dentro.

Viajando al corazón de Antonia.

Jon le lava el pelo varias veces, la saca de la bañera, la peina. Le pone el albornoz y las zapatillas. El suelo está frío. La lleva a la cama, la sienta en el borde.

Cuando se agacha para descalzarla, una gota cae en su frente. Jon alza la vista, y comprueba que Antonia está llorando. Jon se incorpora un poco, se sienta sobre sus pantorrillas, de modo que las cabezas se queden al mismo nivel. Antonia clava en él sus ojos de aceituna. Sus pupilas han vuelto a la normalidad. Las lágrimas siguen fluyendo.

—¿Dónde estabas?

—Lejos.

—Lejos, ¿dónde?

—No lo sé —responde ella—. Nunca había estado antes.

Jon piensa en todo lo que está mal, en todo lo que debería decir, en todos los silencios que se ve obligado a habitar. Decide que esta noche nada de todo eso importa.

—¿Y la mujer? —pregunta Antonia.

—Crítica.

Antonia sorbe los mocos, asiente, se tumba sobre la colcha sin quitarse el albornoz. Ya saben las reglas. El universo les cobra un precio enorme, pero no siempre manda la mercancía. No tiene sentido protestar ni perderse en un pañuelo de amargura. Sólo aceptarlo.

—Intenta descansar —dice Jon.

Se levanta, y va a hacia la puerta.

—Por favor. No te vayas —pide ella, sin darse la vuelta.

Jon se para, a mitad de camino. Siente la piel pegajosa, su ropa es un desastre. Apesta a lo mismo que ha dedicado tanto rato a quitar de la piel de su compañera. Ese olor a muerte que ella no percibe, pero que él no puede ignorar. Está cansado, triste, confuso y frustrado. Sólo quiere lavarse, por fuera primero y por dentro después.

Pero no va a dejarla sola. Porque de algún modo siente que él es el electroimán que está impidiendo que la bala alojada en el interior de Antonia siga libre su camino y alcance su corazón.

Así que apaga la luz y se tumba a su lado en la cama y la envuelve por detrás con sus enormes brazos. Es como sujetar una muñequita.

—Esas mujeres —dice Antonia.

Esas dos palabras bastan para evocar el horror de lo que han visto esta noche. Puede que el jabón haya sustituido el olor a muerte por un aroma de cítricos —¡frescor, sol y matices del Mediterráneo!, pone en la etiqueta—. Pero nada va a borrar la mancha de negrura del mundo. Nada va a conseguir eliminar la atrocidad de sus mentes y de sus corazones.

Antonia se remueve inquieta.

—Quien ha hecho esto, lo va a pagar —promete.

Un susurro suave emitido por una mujer minúscula y medio rota. Una mota minúscula en un universo indiferente.

Apenas perturba la oscuridad.

La oscuridad no sabe nada. Jon sí. Por eso un cubo de hielo desciende por su espina dorsal. No querría ser el destinatario de esa promesa.

Que Dios guarde al culpable de la ira de Antonia Scott.

Grabación 04 Hace once meses

SUBINSPECTOR BELGRANO: Esto es una mierda, Voronin. En Estos Papeles No Hay Nada.

YURI VORONIN: No puedo darles nada más concreto sobre Orlov. Ya se lo he dicho. Me matarían.

COMISARIA ROMERO: No le tocarán si nosotros no queremos.

YURI VORONIN: De Orlov no pueden protegerme.

SUBINSPECTOR BELGRANO: Somos la policía, Voronin.

COMISARIA ROMERO: ¿Cuántos soldados tiene Orlov?

YURI VORONIN: Ocho bojevik, dos brigadir.

COMISARIA ROMERO: Ocho soldados, dos jefes. No es gran cosa.

YURI VORONIN: No lo entiende.

SUBINSPECTOR BELGRANO: Es fácil. Nosotros somos cincuenta. Él diez.

YURI VORONIN: No son números. Esto no es Rusia. En Rusia tendría cien, tendría doscientos. Los que hiciesen falta. Porque aquello es el Far West, ¿comprende? En Tambov no entra policía. Se quedan fuera, custodiando. Fuman apoyados en el coche y miran hacia fuera, nunca hacia dentro, porque si miras hacia dentro puedes ver lo que no debes. Pero aquí no necesita un ejército bojevik. ¿Para qué? Aquí hay paz. Y tiene otros métodos.

COMISARIA ROMERO: Entonces no tiene miedo de sus hombres.

YURI VORONIN: Claro que no. A lo que temo es a una mujer.

El bar de carretera es la única opción.

Pasa la medianoche, y está hambrienta. Así que toma la salida 244 de la autovía Madrid-Cádiz, en mitad de Despeñaperros, y aparca lo más lejos posible de la puerta. Un mirador que debe de usarse sólo en verano se cierne sobre el desfiladero. El viento lo sacude con fuerza, pero no logra acallar el rumor del río, que corre raudo en dirección sur, cincuenta metros por debajo.

Gira la muñeca y el motor se detiene con una sacudida. Da una pequeña palmada en el depósito, a modo de reconocimiento a su montura. No le gustan las motos japonesas, siempre ha preferido el rabioso temperamento italiano de Ducati o Aprilia. El concesionario no tenía ninguna disponible, así que se conformó con la Kawasaki Ninja H2R. Pintada completamente en negro, salvo el logo de la marca. Le ha quitado los prejuicios.

Sesenta mil euros.

Tú das mí pintura también —dice ella, señalando una lata de aerosol metalizado.

El encargado del concesionario le alarga la lata, y ella arroja la tarjeta de crédito sobre el mostrador. Fabricada en titanio, sin límite de gasto. Los fondos no son un problema.

El encargado no puede contener una sonrisa de codicia al ver el famoso rostro del centurión romano. Pero le puede la conciencia.

Ese modelo no es matriculable, sólo de competición. Si la Guardia Civil te pilla, te paran y te la inmovilizan.

Ella tarda un poco en descodificar lo que pretende decirle el vendedor. Su español es rudimentario, aunque comprende casi todo lo que escucha. Cuando asimila y procesa, decide:

No importa.

Cumplido su deber cívico, el encargado se da la vuelta para introducir la tarjeta en el datáfono. Ella, mientras, se introduce la placa de muestra entre la cazadora y la camiseta.

Varias horas y doscientos cincuenta kilómetros después, aprovecha la parada en el parking desierto para colocar la placa de la matrícula. Es 0000 ABC, poco creíble en un examen detenido, pero tendrá que servir hasta que uno de sus contactos le mande una definitiva. De todas formas, si la Guardia Civil le hace señales en la carretera, será un placer ver cómo intentan seguirla. Uno de sus Renault Kadjar contra esta bestia de 310 caballos.

El último paso es darle con el aerosol metalizado al logo de la marca. Requiere varias pasadas hasta cubrirlo por completo, con un par de minutos de tediosa espera entre cada una de ellas, y el resultado es un borrón antiestético de distinta textura que el chasis. Merece la pena. Ningún testigo, salvo que sea un profesional, puede identificar una moto. Cualquier idiota es capaz de leer y recordar ocho letras.

Tira el aerosol entre los arbustos, mete la pistola en el interior del casco y la cubre con los guantes, antes de dirigirse hacia la puerta del bar. No carga más equipaje que la ropa que lleva puesta. Chaqueta y pantalón de cuero ajustados. Con refuerzos en los antebrazos, pero discretos, que puedan pasar por ropa de calle sin llamar la atención. En los pies, unas Dr. Martens con punta de acero. Todo tan oscuro como la moto. La única concesión al color son los lazos rojos de las botas. No se pudo resistir.

Camina algo encogida.

No por el frío, aunque la temperatura en lo alto de Despeñaperros baja de cero. No, ella ha vivido veranos en Rusia que causarían una pulmonía a los inviernos españoles. Pero su espalda protesta por el tiempo encorvada en la moto. Quiere creer que es por eso. Quiere creer que esta vez la inyección de cortisona va a durar algo más que unos pocos días, antes de que las vértebras la vuelvan a dejar lisiada, convertida en un amasijo de dolor.

El interior del bar no le llama la atención. Ha estado antes en lugares como éste. Sobreviven en mitad de la nada a costa de ser un supermercado, una tienda de recuerdos, un urinario. Las paredes de ladrillo visto están cubiertas de trofeos de caza, fotos antiguas, banderas rojas y amarillas. Una de ellas, la más grande, tiene en el centro un águila con las alas plegadas. Le recuerda al escudo de Rusia, salvo que este pájaro solo tiene una cabeza.

Sólo hay un puñado de hombres en la barra formando un corro, viendo la tele y tomando cervezas. Se giran cuando entra, pero no dicen nada.

Ella se sienta en una mesa cerca de la puerta, pero con la espalda hacia la pared. El camarero le trae una carta. Está en dos idiomas, español y uno que querría ser inglés. No se atreve a pedir pulpo que va a una fiesta ni leones cocidos, así que se limita a señalar las fotos de la carta. El camarero se encoge de hombros y le trae un bocadillo con un filete de ternera dentro.