Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Ahora mismo los pensamientos de Antonia van tan deprisa que su cuerpo está sufriendo un estrés máximo. Tiene las mejillas hundidas, profundas ojeras sobre los ojos. Esta mañana cuando se ha visto en el espejo no se reconocía apenas.

Necesita una cápsula roja. Pero se niega a tomarla.

—¿Puede filtrar por palabra clave? —dice Antonia, regresando a la conversación a duras penas.

—Sí, es posible. ¿Cuáles quiere que introduzca?

—Joven, embarazada, robo, farmacia, casa de empeños, hospital, supermercado, alimentación. Que llegue cualquiera que contenga dos de los resultados.

»Una cosa más —añade Antonia antes de colgar—. Necesito que busque en las bases de datos un nombre en clave: Chernaya Volchitsa. Loba Negra. Interpol, Europol. FSB.

Jon enarca una ceja al escuchar ese último. El Servicio Federal de Seguridad no es una entidad que se anime a compartir información con la Unión Europea.

—No es un buen momento para entrar en las bases de datos de Rusia sin autorización —dice Aguado—. Descubrirán que hemos sido nosotros. Y tendré que responder de ello.

—Ya lo sé. Haga lo que tenga que hacer. Ya nos preocuparemos de las consecuencias.

Lola

Había una vez una niña que lo tenía todo.

Se lo dijo a Yuri.

La mañana en la que murió, no. Esos momentos significativos y trascendentales justo antes de perder a un ser querido no pasan nunca en la realidad. En la ficción un padre puede transmitirle una verdad incontrovertible a su hijo, e instantes después sufrir un infarto. O que se lo lleve un tornado.

En la vida real, lo último que Lola le dijo a Yuri fue:

—¡Me voy de compras!

Yuri contestó algo ininteligible a través de la puerta del baño de invitados, que sólo usaba para lo que Lola no le dejaba hacer en el baño principal (Yuri comía mucho picante).

Y eso fue todo. Ni un triste beso, ni un te quiero.

En retrospectiva, el asesinato de Yuri era algo que se veía venir, y que se podía haber evitado. Es muy fácil predecir el pasado, tal y como saben todos los economistas, columnistas y sus cuñados, que sólo tienen que añadir un «estaba claro» al titular de ayer.

Pero es que Lola llevaba tiempo avisando a Yuri.

—Lo tenemos todo. ¿Qué más quieres?

Y Yuri no respondía.

¿Qué es lo que quiere alguien que lo tiene todo?

Más, como todo el mundo.

La sensatez de Lola no era constante, más bien se presentaba de forma vaga e intermitente. Como el propósito de aprender inglés, empezar dieta o apuntarte al gimnasio. El noventa y cinco por ciento de esos buenos deseos se materializan «mañana». Es cierto que Lola no le insistía mucho a Yuri.

La ingenua Lola, que creía estar enamorada de él. O que lo estaba de verdad. En lo tocante al amor, ¿acaso no es lo mismo creerse enamorada que estarlo de verdad?

Lola creía estar enamorada. Y creía que tenían que cambiar de vida. Quizá por eso tiró la píldora a la basura y agujereaba con un alfiler muy fino cada condón que entraba en casa. Porque inconscientemente quería quedarse embarazada.

Y se quedó.

Creyendo que eso haría a Yuri mover el culo.

Y movió el culo, claro. Salvo que el muy papafrita, el muy gilipollas, lo hizo sin contar con ella. Pensando por su cuenta, como si eso fuera una buena idea.

Y ahora aquí está Lola, metida en semejante percal.

Esa voracidad, ese querer más y más, es lo que ha hecho que Lola acabe perseguida y amenazada. Pero también puede ser la clave de su salvación. No es cuestión de buscar la ironía a la vida, sería demasiado fácil. Irónicamente.

Cae la tarde, pasan de las siete, y el sol ya se ha metido en la cuna del mar a roncar. Lola baja por la calle Enrique del Castillo y sale a la avenida Ramón y Cajal. Tuerce a la izquierda. Tres tiendas de telefonía más adelante está el local de Edik Gusev.

Por fuera le ha puesto un letrero de Instant Cash, pero por dentro todos los que son alguien saben lo que hay.

Gusev es un perista y un hijo de puta. En ambas profesiones ha alcanzado la excelencia.

También es conocido de Yuri. Amigo sería decir mucho, Yuri siempre le trató con amabilidad pero con distancia. Si hasta Yuri —que recogía por la calle a cuanto excremento social encontraba siempre que hablara en la lengua de Tolstói— era capaz de ver que Gusev era veneno, muy mal tenía que estar el percal.

La puerta de la tienda se abre con un din don mecánico, que no parece alertar a nadie. Lola pasea su mirada por los tostadores ¡seminuevos!, las cafeteras ¡de ocasión! e incluso un optimista ¡oportunidad! al lado de una grabadora de CD.

Entonces aparece Gusev.

Tarda en reconocerla. Lola lleva días sin maquillarse, su pelo está fosco y sucio. Tiene unas ojeras del tamaño y forma de hamacas caribeñas.

—Un gusto verla, señora Voronin —dice, tras unos segundos de incertidumbre—. Está más guapa que nunca.

Gusev es un hombre pequeño, gordo, con una cara cuyo anterior trabajo parece haber sido de diana en una galería de tiro, de tantas pústulas como tiene.

—Hola, Gusev.

Los dos se quedan mirándose con cierto reparo. Lola sabe que le ha puesto en un compromiso al acudir a la tienda sin previo aviso.

—La echamos de menos en el funeral de su marido.

—Me fue imposible acudir.

—Estuvo muy concurrido. No faltó nadie.

Lola no necesita escuchar más. La obligación de Gusev es avisar a Orlov de que la ha visto. Quizá hasta cobrar una recompensa, si es que La Fiera ha puesto precio a su estúpida cabeza. Pero Gusev no es idiota. Sabe que Lola lo sabe. Y sabe por lo tanto que no se hubiera arriesgado si no fuera importante.

—¿Qué le trae por aquí tan de… imprevisto?

Gusev tiene un dominio del castellano mejor que muchos españoles, aunque se equivoca a veces. Y habla con voz baja, que gotea desagradables posibilidades.

—Necesito vender una pieza con urgencia.

No hace falta decir para qué.

—Veámosla, entonces.

—Aquí no —dice Lola, mirando de reojo a la calle.

Gusev asiente, va a la puerta y cierra con llave. Le da la vuelta al cartel de ABIERTO.

—Sígame.

La trastienda es un lugar apretujado, lleno de cajas y de monitores de seguridad. Mediría cuatro metros cuadrados si no estuviera atestada de cacharros. Hay trozos de muñeca, piezas de relojes, minas de bolígrafo. Videojuegos que ya nadie quiere.

Lola no se deja engañar. El almacén de Gusev está en otro sitio, lejos de miradas indiscretas. Sus auténticos negocios los hace por la noche, y consisten en comprar y vender todo. Todo.

—Una vez vendió el hígado de un niño —le había contado Yuri, mientras merendaban en un bar.

—Te lo estás inventando.

Yuri se encogió de hombros y se comió otro torrezno.

Lola no se lo había creído. Ahora se lo cree. Estar a tan poca distancia de Gusev en ese lugar cerrado hace que crea cosas muy oscuras.

—Veamos eso que tiene para mí —dice Gusev, ansioso.

Lola se agacha, como si fuera a atarse la zapatilla. Lo que hace es desatarse la pulsera. Se la ha enganchado al tobillo porque es todo lo que le queda.

La pulsera se la había regalado Yuri, cuando ella se quejó de que la que tenía, de oro rosa, no le combinaba con casi nada.

Yuri sonrió con suficiencia y le compró la pulsera. Una pulsera que no necesitaba, un derroche absurdo, un capricho de niña consentida.

Ahora es su salvavidas.

También es lo único que le queda de Yuri.

No quería desprenderse de ella bajo ningún concepto. Primero, porque nadie querría comprársela sin una prueba de identidad. Y segundo, porque está muy unida a ella. Aunque estar aquí sea una locura, necesita el dinero. Y Zenya se ha negado a aceptarla como pago. No queda otro remedio.

Se la tiende a Gusev.

El perista la sostiene a la luz, con ojo experto. El otro, entrecerrado y bizco, está clavado en Lola, que va recitando las bondades de la mercancía.

—Es de De Beers. Oro blanco de dieciocho quilates. Tiene treinta diamantes engarzados. Debe costar unos…

—Veinticinco mil euros, señora Voronin. Es un regalo de su marido, entiendo. Es una cosa demasiado bonita para comprársela uno mismo.

Le da otra vuelta en los dedos.

—Quizá algo más, está muy bien conservada. Y los diamantes han subido mucho de precio este año.

Lola no puede contener un suspiro de alivio al ver que Gusev no intenta rebajar el valor de la joya.

—Necesito cinco mil euros. Eso es todo. Si me da eso, se la puede quedar. Conseguirá un gran beneficio.

Gusev sonríe, y se pasa la mano por la camisa, que un día fue blanca, condecorada en la pechera por una mancha de huevo.

—Me temo que no puedo darle ese dinero, señora Voronin.

A Lola se le borra la sonrisa del rostro.

—¿Cuánto…? ¿Cuánto puede darme?

Nichego. Nada —responde Gusev, agitando los dedos en el aire.

—Está bien —dice Lola, tendiendo la mano para que se la devuelva—. Ya buscaré otro sitio.

Gusev expande aún más su sonrisa. Tiene los dientes blancos. Bien cuidados. El efecto es extraño, en un hombre tan desastroso que se revuelca en la vileza.

—No lo ha comprendido —se da la vuelta y hurga en un cajón—. Me voy a quedar con la pulsera, y no voy a darle nada.

Del cajón ha sacado una pistola. La apunta a la cabeza de Lola, que se echa hacia atrás con terror. La espalda le golpea en la estantería repleta de cajas.

—No puede hacerme esto. Es… una descortesía. Nos conocemos. Yuri le ha ayudado cuando lo ha necesitado.

—Se equivoca de nuevo. Voy a hacerlo porque puedo. Y no mencione al idiot de su marido. Es un traidor a la Bratvá. Puedo hacer con usted lo que quiera. De hecho…

Los brazos de palillo de Gusev obligan a Lola a girarse. Una mano aprieta la pistola contra su nuca, la otra le hurga en el cierre de los pantalones.

Lola contiene un quejido. No quiere llorar. No quiere suplicar. No puede evitarlo.

Los dedos encuentran la manera de desabrochar los pantalones, se enredan en la goma de las bragas. Las uñas le arañan cuando se las baja. Lola siente un escozor infeccioso en la piel, que le hace soltar un respingo.

Gusev pelea con sus propios pantalones. Están ambos de pie y Lola le saca una cabeza, así que la penetración es imposible. Tanto más porque el pene lo tiene blando y fofo.

—Si hubiera sabido que venías me hubiera tomado algo para recibirte como te mereces —dice Gusev, mientras le restriega el miembro flácido contra los muslos—. Tú y tu marido siempre os creísteis mucho más que los demás, ¿verdad? Pues ahora no sois nada.

Agarra a Lola del pelo y la arrastra hasta la puerta.

—Corre, zorra. Huye. Quizá no llame a Orlov, después de todo. Como tú dices… sería una descortesía.

Grabación 06 Hace diez meses

SUBINSPECTOR BELGRANO: Hemos tenido demasiada paciencia contigo. Y ya se nos ha acabado.

YURI VORONIN: Espere un momento.

COMISARIA ROMERO: Es demasiado tarde, Voronin. Hemos venido a avisarle de que mañana presentaremos las pruebas a la fiscalía. El caso contra usted está preparado y tenemos pruebas suficientes.

LOLA MORENO: Les dije que yo podría ayudar.

SUBINSPECTOR BELGRANO: Señora, dijo que nos traería algo consistente. Y no hemos recibido más que basura.

COMISARIA ROMERO: Déjela hablar, Belgrano.

LOLA MORENO: No podemos ayudarles con lo que quieren. Pero podemos darles algo mientras tanto. (Ruido de papeles.) (Pausa de cuarenta y un segundos.)

COMISARIA ROMERO: Aquí está todo menos la fecha y el nombre del barco.

LOLA MORENO: Se lo diré. Necesito que nos dejen al margen de esto.

SUBINSPECTOR BELGRANO: Si cree que va a librarse con un soplo de mierda, lo lleva claro, señora.

YURI VORONIN: Son cuatrocientos kilos.

SUBINSPECTOR BELGRANO: Es hachís. A nadie se la pone dura el hachís.

COMISARIA ROMERO: Belgrano, si es tan amable. Ese vocabulario.

LOLA MORENO: Con el debido respeto, comisaria. Son cuatrocientos kilos. Es un alijo enorme. Y los marroquíes que lo traen son mala gente.