Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

—¿Y eso? —dice Jon, señalando al cacharro.

Mentor se introduce la boquilla entre los labios —finos, casi invisibles—, aspira y exhala de nuevo. El viento arrastra hasta Jon una nube con olor a mandarina.

—Ya estaba en tres paquetes al día. La semana pasada me encendí un cigarro en la ducha. Así que pensé que por qué no probar.

—¿Y funciona?

—Qué quiere que le diga. Me meto el doble de nicotina que antes, y tengo el triple de ganas de fumar. ¿Ha dicho algo Aguado ya?

—Que la víctima es mujer. Asesinada. Una semana en el agua, o más. Y que la deje en paz.

—Bastante comunicativa, para lo que suele ser. ¿No la ha notado más alegre estos días?

—Yo creo que se ha echado novia —dice Jon (él es las malas lenguas).

El inspector comienza a despojarse del traje de plástico, aunque rechaza la manta que le tiende Mentor.

—Espero que no se haya mojado, inspector. Esta zona del río no es demasiado recomendable para la salud.

—¿Y eso?

Mentor aguarda a que el inspector recupere su abrigo y sus zapatos de vestir, y le conduce hasta la orilla.

—En 1970 se rompió una tubería de un centro experimental secreto no lejos de aquí. Resulta que el Caudillo estaba empeñado en tener la bomba atómica como fuera, y tenía a unos cuantos científicos haciendo pruebas con plutonio. No fue público hasta 1994, pero más de cien litros de material radiactivo acabaron vertiéndose en el Manzanares por ese desagüe de ahí. —Mentor señala a un punto de la oscuridad—. Unos cientos de casos de cáncer aquí y allá, nada serio. Pero no es un sitio que yo elegiría para bañarme.

Jon no reacciona. Siente, por supuesto, que le pica la piel de todo el cuerpo, y que el pelo rojizo de la barba está empezando a caerse. Pero no piensa abrir la boca. No sea que, al hacerlo, se le desprendan los dientes.

Mentor, muy serio, mira el reloj.

—¿Dónde está Scott?

—La llamé hace más de tres horas —contesta Jon, cuando comprueba que, después de todo, el envenenamiento por radiación no ha hecho aún acto de presencia.

—Tampoco es que sea imprescindible que venga. Sólo hemos apartado a las autoridades competentes y movilizado a la unidad Reina Roja en plena noche por ella.

—Eso es injusto —protesta Jon, con energía—. Podría…

La vehemencia es de puertas para fuera. Por dentro, Jon tiene la duda asomando tras las cortinas.

Han pasado siete meses desde que Antonia y Jon rescataron a Carla Ortiz. El caso había dado la vuelta al mundo, tanto por la misteriosa desaparición de la heredera como por lo que sucedió después entre ella y su padre. De Antonia Scott y del proyecto Reina Roja, ni una línea en los medios. De Jon, poco. Al salir de la alcantarilla junto a Carla se protegió la cara de los flashes de los fotógrafos. Una foto borrosa, una flor sin olor.

No hay premios en el proyecto Reina Roja, sólo anonimato. Una vida sin nombre, un montón de ilusión. Y eso ya fue bastante premio.

El odioso Bruno Lejarreta, que pretendía hacer carrera televisiva en Madrid a costa del escándalo, se encontró con un problema. Ya no se podía hablar del inspector Gutiérrez. Cuando ya no te sacan ni en Trece TV, ha llegado la hora de volverte a casa con el rabo entre las piernas. Uy, qué pena, pensó Jon cuando se enteró. Y se abrió otra cerveza.

Los contenedores de basura matinales escarbaron durante unos días en el caso Ortiz. El cadáver de uno de los secuestradores había aparecido, pero el otro seguía presuntamente bajo los escombros del túnel de Goya Bis. Se preguntaron por su identidad. Esto. Y lo otro. Y lo de más allá. Todólogos y tuiteros hablaron sin saber del tema antes de pasar a hablar sin saber de otro distinto. La vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido.

El mundo pasó página.

Antonia no.

Antonia Scott nunca pasa página.

—Podría ser ella… —concluye Jon, señalando al cadáver, tendido sobre el plástico en mitad de la isleta. Los novatos han colocado seis focos halógenos potentes, con su pie naranja clavado en el suelo entre la vegetación. La oscura intimidad de la muerte se ha transformado en una deforme lección de anatomía.

Mentor sacude la cabeza con desagrado.

—Sólo es otro cadáver sin identificar aún. El sexto, si no recuerdo mal. Otro más que acabará siendo obra de un mal viaje o de un maltratador. Nada de nuestra competencia. Estamos perdiendo el tiempo.

Antonia no ha dejado de buscarla. Tirando de cada hilo. Analizando cada retazo de información. Insistiendo en que investiguen cada cadáver sin identificar que aparezca en Madrid o alrededores. Pero por más tiempo y recursos que ha dedicado, la mujer anteriormente conocida como Sandra Fajardo no aparece.

Antonia se ha negado a aceptar más casos hasta que no aparezca. Y eso es un grave problema. Por mucha manga ancha y crédito extraoficial que les diera el asunto Ortiz, han pasado siete meses.

El problema del crédito extraoficial es que es tan volátil como la memoria de los políticos. Que son los que le dan cuerda a Mentor.

—Tampoco es que haya habido otros casos —insiste Jon.

—Y usted qué coño sabrá, inspector —dice Mentor. Que entre la falta de cuerda, el frío y el mono de fumar, está umore txarra. Muy mala uva. Ni una sola de esas sonrisas suyas, fáciles y vacías—. Usted qué sabrá de las órdenes de arriba que he tenido que parar. O las amenazas oscuras en las que ella podría haber ayudado.

Jon se rasca el pelo —ondulado tirando a pelirrojo, habíamos dicho— y respira hondo. Llenar ese torso enorme lleva unos cuantos segundos y bastantes litros de oxígeno. Que son los que necesita para calmarse y no calzarle a su jefe una galleta que le mande dando vueltas al fondo del río.

—Hablaré con ella. Pero…

Jon se detiene a mitad de la frase. Mentor se vuelve hacia él, extrañado, y sigue la dirección de su mirada hacia el centro del Manzanares. Una luz flota corriente abajo. Fantasmagórica, si los fantasmas brillaran en rosa fosforito. La luz se va alejando de la isleta, pegada al talud de la orilla opuesta. Otra le sigue, flotando más hacia el centro. Y otra más se intuye río arriba.

A cincuenta metros de ellos, una cuarta luz parece saltar desde el murete que protege el río un poco más arriba, antes de impactar en la superficie con un lejano plof.

—Scott —masculla Mentor. Más enfadado que nunca. Se gira hacia Jon, y su mirada dice: «Vaya a buscarla y hágala entrar en razón».

La mano apretada en un puño de Jon dice: «Qué ganas tengo de cruzarte la cara». Pero como la lleva metida en el bolsillo del abrigo, no transmite el mensaje. Y al inspector Gutiérrez no le queda otra que obedecer e ir en busca de Antonia Scott.

3
Un puente

Así que Jon Gutiérrez entra en el puente de la Arganzuela (distrito de Carabanchel, Madrid) de un humor bastante agrio. Por la ignominia de la caída, por las horas, por el hambre, y por que a Antonia no hay quien carajo la entienda.

Ha ido siguiéndola río arriba, atisbándola a lo lejos. Una figura diminuta que, cada pocos pasos, arrojaba al agua una de aquellas luces, se detenía unos instantes y luego seguía su camino.

Jon ha acortado distancias despacio, dándole vueltas en su enorme cabezota pelirroja a cómo abordar la situación. Antonia Scott no es precisamente una persona razonable. Los argumentos resbalan por encima de ella como el agua por las plumas de un pato. Y más cuando lo que está en juego es encontrar al hombre que dejó en coma a su marido. El hombre que, según Antonia sospecha, estaba moviendo los hilos de Sandra Fajardo. Por llamarla de algún modo.

El misterioso, elusivo, mitológico señor White.

Mentor no había querido saber nada de la investigación de Antonia acerca de White. Jon pensó al principio que Mentor no creía en su existencia, que pensaba que el tal White no era sino una leyenda. O, aún peor, una obsesión de Antonia a la que había acabado poniéndole nombre. Pero todo el espacio que le había concedido Mentor durante aquellos siete meses probaba otra cosa.

Y luego estaban los susurros. Las miradas atemorizadas. Y una advertencia enigmática que le había hecho Aguado hacía unos días. En voz baja, apresurada, a mitad de pasillo.

—Sería mejor dejarlo correr.

Aguado desapareció antes de que Jon pudiera preguntarle nada, dejándole mosqueado cual pavo en Nochebuena. Y ninguno de sus ulteriores intentos de sonsacarle qué había querido decirle dieron resultado.

A pesar de todo, Jon se guardó sus reservas y dejó a Antonia actuar.

Ahora, el tiempo se ha acabado.

Jon entra en el puente de la Arganzuela, donde la noche no existe. La gigantesca estructura, ultrametálica, ultramoderna y ultracara tiene forma de canutillo de encuadernar. Está repleta de potentes focos que arrancan destellos metalizados del interior, creando un reflejo casi perfecto en la superficie del agua. Jon no ha sido nunca de apreciar la arquitectura contemporánea. A él le basta con que los puentes le sostengan —no es que esté gordo—. Pero aprecia la cantidad de luz, suficiente para operar a corazón abierto. Sumada al ruido que hacen sus pisadas sobre las lamas de madera del suelo, anunciarán su llegada.

A ver si dejas de escabullirte, neska.

Antonia Scott está en cuclillas en mitad del puente. Treinta y tantos. Vestida con abrigo y pantalón negro. Zapatillas de deporte blancas. Junto a ella, en el suelo, hay una bolsa de plástico verde, de esas que te dan en los chinos sin cobrarte los cinco céntimos de rigor.

Jon se aproxima, haciendo resonar sus pasos enojados en la madera un poco más de la cuenta.

Antonia alza un dedo que dice «no me interrumpas, es de mala educación», y detiene en seco a su compañero a pocos metros.

—Podrías haberme dicho que ya estabas aquí —dice Jon—. O al menos haber mandado un…

En ese momento le vibra el bolsillo. Acaba de recibir un WhatsApp de Antonia. Desde que ha descubierto los stickers, más de la mitad de sus comunicaciones se producen usando una de esas imágenes recortadas. La mitad de ellas son perritos con caras graciosas. Jon se pregunta qué clase de información pretende transmitir con el sticker de un carlino con sombrero.

—¿Se supone que esto es que has llegado?

—Entiendo —dice Antonia.

—Pues menos mal. Porque yo no comprendo nada.

Antonia no responde. Hurga en la bolsa, de la que saca un paquete de varitas de plástico translúcidas y una botella de agua pequeña. Vacía la mitad de la botella sobre las lamas, y el líquido se escurre en los espacios entre ellas, cayendo al río que circula debajo. Coge uno de los cilindros translúcidos y lo dobla entre los dedos. Se escucha un pequeño crujido cuando la cápsula de cristal del interior se rompe, liberando peróxido de hidrógeno. Al mezclarse con el oxalato de difenilo, la varita desprende un intenso resplandor naranja.

¿Esta mujer viene a investigar un asesinato o a una rave?, se pregunta Jon.

—¿Edad aproximada de la víctima?

—Aguado no me lo ha dicho. Estaba comenzando a…

Antonia levanta de nuevo el dedo. Irritante.

Jon es de esos que cuando se irritan pasan al contraataque. Preventivo. Por deporte. Por sus huevos morenos. Pero Antonia está comportándose de un modo extraño esta noche. Y el estándar de extrañeza —el extrandar, como lo llama Jon— con Antonia Scott es muy alto.

Antonia introduce la varita luminosa en el interior de la botella semivacía. Enrosca el tapón, se pone de pie. Duda un instante, alzando la nariz, pendiente del viento. Cuando éste amaina un momento, Antonia arroja la botella al agua, y observa el recorrido que hace el resplandor naranja río abajo. Sus ojos parpadean varias veces, como el diafragma de una cámara de fotos.

Jon ya ha presenciado eso antes. Sabe que Antonia está haciendo un dibujo mental. Y ahora comprende por qué ha ido tirando botellas al agua desde distintos puntos.