Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Una suavidad exquisita. De las que envuelven borrascas.

—No me encuentro muy bien —dice Antonia, masajeándose el puente de la nariz.

—Es posible que me haya dado cuenta de eso también.

—Pero no quiero hablar de ello.

—¿Podemos saltarnos toda esta parte?

—¿Qué parte?

—La parte en la que te paras a pensar en elegir qué vas a contarme. Te marchas a algún sitio de dentro de esos ojitos verdes tuyos y vuelves medio minuto después, con medias verdades. Omisiones, eufemismos.

—Yo no hago eso.

—Sí lo haces.

Antonia dedica treinta segundos a pensar cómo rebatirle lo del medio minuto.

—Hay un software —dice, al final.

—¿Cómo dices?

—Un software. Un programa informático. Cuando comenzó el proyecto Reina Roja, en Bruselas se inició un proyecto paralelo. Mucho más secreto.

—¿Más?

Antonia mueve la mano para que no la interrumpa. Se ha convertido en un seiscientos sin frenos por una cuesta abajo suavecita. Al tran tran, pero imparable.

—Los responsables del proyecto se dieron cuenta de que la mera existencia de los equipos no bastaba. Era tener un arma sin tener una diana. Así que crearon un software especial. Se llama Heimdal.

—¿Como el negro macizo de las películas?

Antonia, que no ha pisado un cine en lo que va de siglo, le ignora.

—Cuentan que Odín se encaprichó de nueve gigantas mientras paseaba a la orilla del mar. Se acostó con ellas, y ellas se combinaron para darle un único hijo.

—Se combinaron. ¿Como un Power Ranger?

—Yo tampoco entiendo lo de la paloma y no te digo nada —continúa Antonia—. Las nueve mujeres dieron a luz a Heimdal, y le alimentaron con lo mejor que tenían. Cuando creció, Heimdal descubrió que tenía una vista que alcanzaba hasta los confines del mundo, y un oído tan fino que era capaz de escuchar crecer la hierba. Así que Odín le asignó como guardián del Bifrost, el puente de arcoíris que lleva a Asgard, el hogar de los dioses. Y Heimdal debe avisar si se acercan los gigantes.

Jon escucha, ahora muy serio, porque comienza a entender qué puede hacer un programa al que han nombrado con un dios nórdico con un oído finísimo.

—El software tuvo también nueve madres. Nueve estados de la Unión, entre ellos España. Se invirtieron doscientos millones de euros en el desarrollo y otros quinientos en crear el mayor superordenador de Europa. Lo instalaron en Barcelona, enterrado cincuenta metros por debajo del Mare Nostrum V.

Jon sí que ha oído hablar del Mare Nostrum, el superordenador científico. Y que enterraran un superordenador debajo de otro tenía mucho sentido.

—Así podían justificar el consumo eléctrico, las entradas de personal, todo. Qué listos.

—Supongo que te imaginarás qué es lo que hace.

Jon se lo imagina.

Y es una pesadilla.

Pero quiere que ella se lo diga.

Antonia se lo explica. Con todo detalle. Cómo cada vez que entramos en internet, Heimdal está mirando. Sabe lo que hacemos, lo que buscamos, lo que compramos. Cada email que enviamos, cada fotografía que compartimos en nuestro grupo de WhatsApp. Cada mensaje de texto, cada publicación en Facebook. Todo analizado, guardado, medido y pesado. Cada gesto de amor, cada frase de odio, cada posado frente al espejo, cada paja frente a la pantalla. Cada vídeo de gatos, cada orden a Siri, cada canción, cada retuit, cada me gusta.

Todo.

—Sabía que Estados Unidos hace eso con sus ciudadanos. Pero nunca me imaginé que aquí fuéramos a hacer lo mismo —dice Jon, con la voz tan cansada como el alma.

—Europa no iba a quedarse atrás, Jon.

—No puedo creerme que digas eso.

—Es la verdad. Es un sistema imperfecto. Trajeron de Estados Unidos a un experto en reconocimiento de imágenes, y muchos matemáticos para ayudar con los cifrados, pero está aún lejos de los americanos. No se puede analizar todo. Pero al menos podemos acceder a información clave cuando la necesitemos.

Jon menea la cabeza. Sigue sin poder creerse lo que escucha. Siente como si estuviera viviendo en un episodio de Black Mirror.

De pronto, una piececita cae en su sitio. Plim, línea.

—Dime una cosa. Cuando entraste en la cuenta de email de Carla Ortiz para localizar su teléfono, me dijiste que tenía la contraseña pegada con un postit en el reverso del cajón de su escritorio. Como todo el mundo, dijiste. No había ningún postit, ¿verdad? Usaste Heimdal.

Antonia no contesta. Ni a sus preceptivos treinta segundos, ni a los cincuenta, ni al minuto y medio.

Jon se baja del coche. Deja la puerta abierta, da una vuelta alrededor del coche a grandes zancadas.

Necesita respirar.

—Joder. Joder, joder y joder y me cago en todos los santos en un garrafón y Jesucristo de tapón —grita Jon, a nadie en particular. A la noche. Al letrero de Repsol. A las pintadas en la pared de la gasolinera.

Le sobra la corbata. Le sobra la chaqueta. Se quita las dos, las arroja al suelo. Estira los brazos. Las costuras de algodón egipcio de su camisa blanca crujen cuando Jon vuelve a encogerlos, hinchando dos bíceps tamaño balón de fútbol. Se sienta encima del capó del Audi. La suspensión protesta.

Antonia sale del coche y se sienta a su lado. La suspensión ni se inmuta.

—Hubiera preferido que no me lo dijeras —dice Jon, y es cierto. De alguna manera, el silencio incómodo y reconfortante de hace un rato, el silencio de quien se limita a esperar que las cosas se arreglen por sí solas, era preferible a cargar con el peso que Antonia acaba de echarle sobre los hombros—. Tengo que procesar todo esto.

—Piensa en todo el bien que podemos hacer.

No es eso en lo que Jon está pensando.

—¿Sabes lo que puede hacer Heimdal a los que son como yo?

—¿Vascos?

—Maricas, cielo.

—Estamos en el siglo veintiuno. Las cosas ya no son como antes.

Jon suelta una carcajada sarcástica.

—Si hay algo que tengo claro es que siempre hay alguien que quiere que las cosas vuelvan a ser como antes. Siempre.

Se agacha y recoge la chaqueta y la corbata. Sacude y manotea las dos frente a los faros de xenón. Un millar de motas de polvo bailan, rabiosas, en el haz luminoso.

—Hay algo más —dice Antonia.

Cómo no iba a haberlo.

—A ver —suspira Jon.

—Heimdal no sólo monitoriza las comunicaciones. Su función primordial para el proyecto Reina Roja es coordinarnos. Combinar todas las bases de datos de los ciento once cuerpos policiales de Europa en una sola.

—En una sola a la que sólo tenéis acceso unos pocos. Por eso llevas el iPad a todas partes.

—Por eso y por el Angry Birds.

Jon dedica cinco segundos de silencio al torpe intento de humor.

—Está bien. Hay una base de datos. ¿Eso es todo?

—Heimdal analiza posibles casos donde podamos ser de utilidad. Atestados policiales, denuncias, llamadas a Emergencias. No sólo por la información que llega, sino por lo que podría suceder.

—Espera un momento. ¿Me estás diciendo que una inteligencia artificial decide dónde tienes que ir?

—No decide. Propone. Es cada Mentor quien decide. No hay ningún ordenador que pueda sustituir a las personas.

—¿Y qué es lo que proponía esta vez?

—Mentor nunca me cuenta por qué estamos aquí. Me dice lo menos posible al principio, para no condicionarme.

—Por eso le has preguntado el código. 15F. ¿Qué significa?

—«Posible confidente encubierto de primer nivel.»

—Hostias —dice Jon, soltando un silbido.

De pronto todo cobra otro sentido. Un sentido con filos peligrosos.

—Heimdal tenía marcado a Yuri Voronin. Su muerte hizo saltar una alarma en el software. Voronin era el tesorero del clan Orlov. Orlov es la delegación de la Tambovskaya en España. Nunca habíamos tenido un confidente tan valioso.

—Si Voronin era un chivato, explicaría la brutalidad de su ejecución. Y que intenten matar a su mujer —razona Jon.

—Y también que la comisaria Romero tenga tantas ganas de saber por qué hemos venido.

—No creo que quiera contárnoslo. Si han matado a su confidente, estará loca por saber quién se ha ido de la lengua.

—Entonces tenemos que encontrar a Lola Moreno cuanto antes. Es la única que puede arrojar luz en este berenjenal.

Jon se mete en el coche y enciende el motor.

—¿Berenjenal? No, cari, no. Esto no es un berenjenal. Es un campo de minas.

Lola

Quiere llorar, en un velatorio vacío, la ausencia del hombre del que está locamente enamorada. Quiere llorar por ella, que no sabe qué hacer. Por el niño que viene. Por el miedo y el cansancio.

Quiere llorar, pero no lo consigue.

Había una vez una niña que perdió lo que más quería, a un príncipe encantador, valiente y generoso.

A Lola le gusta presumir de marido. No de lo que le compra, eso sería vulgar. Presume de que nada puede sufrir que él no sepa solucionar. De lo divertido que es. De su desempeño en la cama.

—Mi marido me lo come como si ahí abajo tuviera unas gambas a la plancha.

—Los bajitos son especialistas en bajarse al pilón. Supongo que se esfuerzan más para compensar —sentenciaba la peluquera.

Una peluquera distinta, no su madre. A su madre ni le deja acercarse a su pelo. No es que se lleve mal con ella, es que donde hay confianza da asco. Pero se quieren, cuidao. Lola la llama todos los días. Casi siempre para alabar a Yuri.

—Es muy tierno y muy cariñoso.

O bien:

—El otro día me trajo flores.

O bien:

—Me ha dejado una nota en la nevera diciéndome que me quiere antes de irse a trabajar. —Esto, por teléfono, con el café en la mano.

Y su madre:

—¿Seguro? Mira que los rusos tienen la mano muy larga.

Y su madre:

—Mira que los rusos son unos encogíos.

Y su madre:

—Mira que los rusos…

Lola piensa que no hay nada más racista que un andaluz. O al menos, que su madre, que tiene todo el día la nacionalidad en la boca. Ella lo que quería para su hija era un buen malagueño, médico o dentista, que le comprara un apartamento en Torroles para echar los veranos.

Y Lola también, no te jode. Pero se encontró con Yuri.

Había una vez una niña que bailaba en una discoteca, y unos cuantos tipos intentaron violarla a la salida, piensa Lola. Ya la tenían arrinconada contra la pared, con las bragas por las rodillas, por más que ella intentaba defenderse. Pero Yuri pasaba por allí. Y los otros eran siete. Malagueños, seguro. Dentistas, a lo mejor. No iban con la bata.

Yuri entró como un vendaval, sin preguntar. Se llevó un navajazo y una hostia. Lola se llevó una hostia. Los otros siete se llevaron bastantes. Salieron corriendo como pudieron.

En Urgencias, mientras esperan para que les atiendan, Yuri le dice cómo se llama. Le dice que tiene veneno en la piel, que está hecha de plástico fino. Intenta robarle un beso.

Un instante después, con la cara ardiendo por un guantazo y dolor de cadera por un rodillazo que ha esquivado a tiempo, comprende que Lola ha definido los límites de su agradecimiento.

Un mes después, se casan.

Lola es la mujer más feliz del mundo.

Había una vez una niña que ayudó a un príncipe a edificar su castillo, se dice Lola, intentando en vano encontrar una postura menos incómoda. Tiene el culo destrozado, la cadera insensible.

El suelo de terrazo no es mucho mejor que la primera cama que compartió con su marido. Que Yuri no tenía dónde caerse muerto. Vivía en un apartamento cerca de la playa, con tres georgianos merdellones que no hablaban ni papa de español.

A Lola, enchochá perdía, el arreglo le da igual el primer mes. La segunda vez que le viene la regla y tiene que aguantar porrazos en la puerta del baño mientras se cambia la compresa, a Lola le entra la jartura y llama al orden a Yuri.

—Necesitamos un piso para nosotros solos.

—Mi jefe me paga poco.

—Pues que te pague más.

—No es tan fácil.