Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Conseguir esa arma para la UDYCO Costa del Sol fue un triunfo. Romero tuvo que insistir para que desde Madrid les enviaran uno de aquellos rifles de precisión, que suelen ir a unidades como los GEOS o para departamentos en ciudades como Bilbao o Barcelona. En manos que sepan usarla, es un arma imparable, había dicho Romero cuando el paquete llegó a la comisaría. Hubo fiesta.

Ahora hay menos.

—Tenéis que subir a la posición de Soler. Como sea —exige Romero, tirada en el asfalto, cabeza con cabeza con Belgrano.

El subinspector se arrastra por el asfalto en dirección al furgón, pero no llega muy lejos. De nuevo resuena la voz por los walkie talkies.

—Coche grande rueda izquierda. Coche pequeño rueda trasera.

Las detonaciones, muy seguidas, vuelven a resonar por toda la avenida Ramón y Cajal, despejando de curiosos y periodistas las inmediaciones del cordón policial. Y de molestos jubilados las terrazas. La rueda del coche revienta limpia, la del furgón, más pesado, lo hace enviando trozos de goma negra por todas partes.

—Comisaria, la sospechosa se está marchando —avisa uno de los agentes, que ve por debajo del coche patrulla cómo los pies de Lola se alejan de ellos.

—¡Deténgala! —ordena Romero.

El agente se incorpora un poco, levanta el arma.

Esta vez no hay aviso.

La bala le alcanza en el muslo izquierdo, entrando por detrás. La fuerza del impacto es brutal, quebrando su fémur en tres partes, y dispersando pequeños fragmentos de hueso en su salida. Quedan allí, blanquísimos, sobre la sangre y el asfalto, como una tirada de dados en la que la banca gana.

Cuando el sonido de la cuarta detonación se desvanece, hay un instante de silencio. Un instante congelado de quietud, que no paz. Un instante detenido de caras desencajadas, de ojos abiertos de par en par. Un instante de esa clase de miedo atónito, de soberbia abofeteada, que siente el cazador cuando se convierte en presa.

La cagamos, resume Jon.

El silencio lo desgarran los gritos del agente herido, que se agarra la pierna destrozada con ambas manos. Otro agente se acerca hacia él, se quita el cinturón, hace un torniquete en la pierna.

—Tú no mueve —repite la voz por los walkie talkies.

Lola Moreno, mientras tanto, ya ha alcanzado la esquina. Cuando llega allí, se encuentra a un cámara de televisión, parapetado en la esquina con la calle Enrique del Castillo. El cámara y la reportera que le acompaña la miran fijamente. Lola alza la pistola al cielo y dispara dos veces. El cámara y la reportera huyen.

Lola también. Se mete en el parque de la Alameda y echa a correr sin mirar atrás.

La cara de la comisaria Romero, mientras tanto, es pura rabia. Mejilla en al asfalto, dientes rechinando, puños apretados. Todo su autocontrol y su hieratismo están ahora dedicados a mantener el cuerpo pegado al suelo. En lugar de empuñar el arma y liarse a devolver los disparos.

—¿Cuántas balas? —le susurra Antonia, al menos la parte de ella que consigue sobresalir de su abrigo de ciento diez kilos de bilbaíno.

—¡¿Qué?!

—¿Cuántas balas tiene el cargador? —repite Antonia.

Romero se fuerza a pensar. Pero no consigue recordarlo. Los gritos de su hombre en el suelo no le dejan pensar en otra cosa. Se llama Vázquez. Tiene mujer y dos niñas. Una vez vinieron por la comisaría. A ver dónde trabajaba papá, deteniendo a los malos.

—El modelo. Dígame el modelo —insiste Antonia.

—PSG1 —dice Romero, automáticamente. Trece formularios de solicitud rellenados hacen imposible que se olvide.

—Eso son cinco. Ha disparado cuatro —dice Antonia.

Le da una patada en la espinilla a Jon, que afloja los brazos durante un instante, lo suficiente como para que Antonia se ponga en pie y ruede hacia su izquierda.

El disparo cruza el aire que ella acababa de ocupar hace un segundo, hundiéndose en la puerta del coche patrulla y abriendo un agujero perfectamente redondo en la franja gualda.

—Y cinco —dice Antonia, con un jadeo.

Romero por fin reacciona.

—¡Tiene que recargar! ¡Moveos!

Hay que correr.

Nunca había disparado antes un PSG1, pero ha estudiado su funcionamiento. Es un arma potente, diseñada por los alemanes tras la masacre de Munich para que su policía fuera capaz de eliminar a distancia a enemigos armados.

Por desgracia, se tardan varios segundos en recargarla. La mujer pequeña la ha cogido por sorpresa. No contaba con que se levantara de golpe, y su cuerpo y el entrenamiento han hecho el resto. El dedo apretó el gatillo de forma instintiva, el cargador quedó vacío.

No se molesta en cambiar el cargador del fusil. Retrocede, apartándose del borde de la azotea, agachada. Pasa por encima del cuerpo inconsciente del agente.

Conoce bien las normas. No se mata a policías. Acercarse a él fue sencillo, dejarlo fuera de combate sin causarle daños graves algo menos.

Huir no va a serlo en absoluto.

Y menos después de haber herido a uno de ellos.

Puede oírlos en la radio, coordinando sus movimientos, pero no entiende buena parte de las palabras, así que se quita el cable de la oreja y arroja el aparato al suelo. Calcula que tiene al menos cuarenta segundos hasta que alcancen la azotea. Ha inutilizado el ascensor, así que al menos les llevará ese tiempo subir los siete pisos a la carrera. Otros siete segundos para reventar la puerta de la azotea, que ha asegurado con cuerdas.

Va a ir muy justa.

Corre hacia la pared oeste del edificio. Allí ha dejado la cuerda de escalada y los ganchos. Menos de cuarenta euros en total en la tienda de deportes dos calles más allá. Si comprueban las grabaciones de la cámara de seguridad, tendrán una idea de su aspecto actual. No ha sido una solución ideal. Pero ha tenido que improvisar. El mensaje en su móvil, enviado por la gente de Orlov, sólo contenía una dirección.

Estaba a seis minutos en moto.

Llegó en tres.

Demasiado tarde.

Ocurra lo que ocurra, Lola Moreno no puede caer en manos de la policía. No antes de que haya terminado con ella. Después la policía puede recoger lo que quede.

Se coloca el casco y los guantes. Comprueba dos veces el gancho de acero. No hay tiempo para mosquetones, arnés o frenos, así que bajará a pelo. Se pasa la cuerda por entre las piernas, por detrás de uno de los muslos, por encima del pecho y por detrás del hombro, y comienza a descender. Hay un motivo por el que esa técnica no se usa desde hace un siglo, y es que produce una intensa fricción. Puede manejar eso. Los pantalones y la chaqueta son de cuero grueso. Pero la tensión sobre la espalda, eso ya es otro asunto. Con cada nuevo salto, el dolor se incrementa. Sus piernas la impulsan hacia fuera, mientras las manos van soltando cuerda. Pero en el arco descendente, cuando sus pies se aproximan de nuevo al edificio, aprieta los dientes. Flexiona las rodillas cuando las suelas de sus botas rozan la fachada, pero no es suficiente. El impacto envía un latigazo por toda su columna, una descarga eléctrica que le hace gritar. A tres metros del suelo, está a punto de vomitar dentro del casco. No se suelta de puro milagro. Arriba oye los gritos de los policías, y es vagamente consciente de que alguien le ha hecho una fotografía o un vídeo desde una de las ventanas.

Los brazos le fallan en el penúltimo salto. El dolor le hace perder el agarre, y da una vuelta sobre sí misma, enganchada por la cuerda como un extraño yoyó en manos de un niño torpe. Consigue agarrarse en el último momento lo suficiente como para desplomarse de frente, no de espaldas. Es una caída de metro y medio, y no tiene manera de amortiguarla. El casco se lleva la peor parte. La visera, negra, se quiebra, dejando a la vista un ojo, que mira a lo alto de la azotea. Los policías asoman por el pretil, con las armas en la mano.

Impulsada por la adrenalina, logra sobreponerse al dolor de la espalda, rueda sobre sí misma y se pega a la fachada, donde ofrece muy poco blanco a los policías de la azotea. La moto está cerca, aparcada detrás de un contenedor.

Sólo un poco más. Sólo unos metros más.

Envuelta en una nube de dolor, alcanza la Kawasaki. Los 310 caballos del motor rugen, desbocados, cuando pone en marcha el motor.

Se oyen disparos, que no encuentran nada.

Unos segundos después, ya no está.

Aslan

Aslan es un hombre desconcertado, vaya eso por delante.

No hay más que verlo. Sentado en su terraza habitual del paseo Marítimo, frente a su desayuno favorito. Los huevos se han vuelto chiclosos, las tostadas, duras. Las salchichas, frías, revelan su verdadera naturaleza: ochenta por ciento grasa, veinte por ciento restos de carne.

Aslan ni siquiera ha tocado los cubiertos. Lleva más de una hora sentado, intentando comprender qué ha ocurrido. Por qué Lola Moreno no está muerta, como él había ordenado que ocurriese. Por qué la Loba Negra la ayudó a escapar de la policía, en lugar de limitarse a meterle una bala en la cabeza.

Le han detallado cómo ocurrió. Hasta el más mínimo pormenor. Y La Fiera sabe que ha causado inquietud en la comunidad. El mensaje que él había dado en el funeral de Voronin era muy claro. Nadie traiciona a Aslan Orlov y vive para contarlo. Kiril Rebo, su mano derecha, hizo correr la voz de que ella había llegado para consumar la venganza.

Ahora ha quedado en ridículo.

Aslan se retuerce en la silla. Después de una hora, hasta el más cómodo de los asientos de mimbre es una tortura para el culo huesudo de un jubilado. No le queda más remedio que llamar a San Petersburgo, y explicar lo sucedido. Tendrán que pedirle explicaciones a la Loba.

El teléfono suena varias veces, hasta que contesta una voz ajada, aguardentosa.

—Aslan. Qué dicha tan grande escucharte.

Pakhan —le saluda Orlov, con respeto, con el título que se le da a la cabeza de la organización, al Padrino. Puede imaginarlo, al otro lado, con su sempiterno bastón de plata, con sus ojos ciegos y vacíos. Un libro, en braille, abierto en la mesa cercana.

—¿Qué puedo hacer por ti?

Orlov se lo explica, le cuenta el fiasco de la noche pasada. Incluso hay un policía herido, algo que traspasa todas las normas. El pakhan le escucha con amabilidad, sin interrumpirle.

—Todo está transcurriendo según lo previsto —dice el anciano, cuando Orlov concluye.

El mafioso, confuso, inclina la cabeza, mira a los lados con recelo. No comprende. Y muchos años en la Bratvá le han enseñado que no comprender lo que sucede es la antesala de una muerte segura.

Pakhan

—No sufras, Aslan. Comprendo tu desazón.

—No entiendo qué sucede. ¿Por qué no está muerta la mujer?

—¿Para qué te envié ahí, vor?

—Para establecer una…

—Te envié ahí para lavar nuestro dinero. Una labor que has desempeñado con cierta soltura.

—Sólo hago mi trabajo.

—Ah, pero ésa es la cuestión. Que tú no lo hacías. Lo hacía Voronin. Un simple bojevik, que en pocos años se convirtió en un mago de las finanzas. Era demasiado bueno para ser verdad. Y lo era.

Una sombra aparece detrás de Orlov. El mafioso se da la vuelta, sobresaltado, convencido de que vienen a matarle. Así ha sido siempre cuando te sientes temnote, en la oscuridad. Alguien surge de ella y te clava un puñal en la garganta.

Sólo que esta vez el puñal tiene el tamaño y la forma de un montón de papeles.

—Observa esos documentos que te acaban de entregar, vor. Porque comprenderás que la traición de Voronin es mucho más grave y dañina que la de hablar con la policía.

Orlov hojea los papeles en cirílico que le ha alargado Kiril Rebo con un encogimiento de hombros. Y no puede creer lo que lee.

—Esto significa…

—Esto significa que te ha estado robando. Vaciando la obshchak delante de tus narices, Aslan. Si esto llegara a saberse…