Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Pudimos haberlo tenido todo. Idiota.

—Nunca he matado embarazada —dice Rebo.

—Tampoco vas a hacerlo ahora. Tenemos un trato. Compartiremos el dinero.

Rebo se acerca a Zenya y le ordena que se siente en el sofá junto a la chimenea. Se saca las esposas del bolsillo y le ata las manos a la espalda. Lola se da cuenta de que en algún momento del viaje ha tenido que quitárselas.

Probablemente usando mis horquillas.

—Prefiero hablar en ruso. Tú me contestas en español. ¿Está bien? —dice Kiril Rebo en su idioma.

Lola asiente. Ya no tiene sentido fingir.

—¿El dinero está en esta casa?

—Está aquí, en este salón.

—Bien, pues muéstramelo.

No sólo no tiene sentido discutir, sino que tampoco tiene sentido pelear. No va a exigirle nada a Rebo, ni a discutir con él.

Se levanta, envuelta en la manta, y camina hacia la columna en la que está atado Kot.

—¿Adónde vas? —dice el mafioso, interponiéndose entre ella y el perro.

—Voy a por el dinero.

—Vas a soltarle, zorra.

—Si quieres el dinero, tendrás que confiar en mí.

Rebo, que nunca ha confiado en nadie, no va a empezar a hacerlo ahora. Le arranca la manta a Lola, le pone el hierro en la espalda y la obliga a caminar delante de él.

Kot se pone tenso según se acercan. Se incorpora un poco, aunque el arnés no le deja levantarse del todo. Emite un gruñido amenazador y constante.

Myeste. Quieto —dice Lola, con la voz temblorosa.

Lleva horas sin pincharse la insulina. Vuelve a sentir la garganta seca y la visión algo borrosa. Pero no puede cometer errores ahora.

Se agacha, y acaricia al perro detrás de las orejas.

—Cuidado —le advierte Rebo. La punta del hierro le rasga la piel, y puede notar un hilillo de sangre descendiéndole por la zona lumbar.

Kot se revuelve, inquieto. El olor de la sangre le está volviendo loco.

Molodets. Buen chico —dice Lola, palpando su cuello, hasta encontrar lo que busca debajo de la enorme pelambrera. Una zona de la piel algo más dura. Allí donde el adiestrador ruso le había hecho una pequeña incisión del tamaño de una uña con un bisturí, antes de insertarle una funda de plástico rígida bajo la epidermis.

Impermeable, invisible.

Como tener una caja fuerte con dientes.

Sin dejar de susurrarle palabras tranquilizadoras, Lola hurga con la uña hasta que consigue extraer la tarjeta micro SD. 512 GB. A prueba de golpes, de agua, de campos magnéticos. Capaz de aguantar hasta ochenta y cinco grados de temperatura.

Lola le muestra a Rebo la tarjeta, sin volverse. El mafioso se la arrebata de las manos y la agarra del pelo, haciendo que se aparte del perro.

Lola recoge la manta del suelo, sin inmutarse. Se envuelve en ella y regresa junto a la chimenea.

—¿Qué es esto?

—Lo que todo el mundo está buscando. La estructura de las empresas de la Tambovskaya. Pruebas contra la comisaria Romero y el subinspector Belgrano.

—¿Y el dinero? ¿Está aquí?

Lola asiente.

—Hay una carpeta. Dentro hay 74.568 bitcoins.

—Seiscientos millones de euros —dice Rebo, sin poderse creer que esa cantidad de dinero quepa en un trozo de plástico del tamaño de la uña de su dedo meñique.

—Cuando se los quitamos a Orlov era esa cantidad. Ahora valen más. Casi ochocientos millones, la última vez que comprobé la cotización —dice Lola, con una calma pasmosa—. Y antes de que se te ocurra nada extraño, cada una de las carpetas está protegida por una contraseña distinta. Sólo yo la sé.

—No me preocupa. Acabarás diciéndonosla —dice Rebo, con una sonrisa de suficiencia.

Lola se da la vuelta, alarmada, ante el uso del plural.

Rebo le muestra un teléfono móvil.

—La bolsa con nuestros objetos personales estaba en la cabina del furgón. Tuve que rebuscar un poco debajo de los policías. Pero a ellos ya no creo que les importe. De regalo, a uno le quité esto —dice, dejando caer la barra de hierro al suelo y sacando una pistola de la parte de atrás de los pantalones.

Zenya, que no se ha movido del sofá, ni ha abierto la boca, se echa a llorar.

Lola mira aquella pieza de metal negro y pesado, y comprende lo ingenua que ha sido. Rebo no sacó el arma antes para dejar que se confiara. Para hacerle pensar que podría vencerle de algún modo. Ha sido más astuto que ella.

—Teníamos un trato —dice, a la desesperada.

—Hay una función muy interesante en WhatsApp —pronunciado en ruso, el nombre de la aplicación suena cómico en labios de Rebo. Guat-sa—. Compartir ubicación en tiempo real. Aquí ya no hay cobertura, pero no creo que les cueste mucho encontrarnos.

—Estúpido hijo de puta —dice Lola, poniéndose en pie, enfurecida—. Orlov te hubiera matado sin dudarlo.

—Pero sobreviví —dice Rebo, encogiéndose de hombros—. La guerra es la guerra.

En ese momento se abre la puerta.

Seguirlos fue muy sencillo, al menos al principio.

El furgón iba despacio, así que tuvo que refrenar la Kawasaki en la autovía, volviendo el trayecto tedioso. Incluso se permitió parar a descansar unos minutos en una gasolinera. Comió algo, fue al baño, y luego no tardó en alcanzarlos. Dejó casi ochocientos metros de distancia entre ella y el Citroën, para evitar el riesgo de que la vieran.

Su plan no era tan sencillo. Necesitaba que se detuvieran antes de actuar, así que esperaba su oportunidad. El mejor momento sería una vez llegados a Madrid, aprovechando que los dos agentes estarían agotados del viaje. En un semáforo, o en un ceda el paso.

La oportunidad nunca llegó. Porque alguien se le había adelantado.

Cuando vio el todoterreno embistiendo al furgón, frenó en seco y se echó al arcén. Apagó las luces y continuó la marcha, muy despacio. Así fue testigo de cómo sucedió todo.

Cuando llegó al puente, los dos atacantes ya estaban marchándose en su moto. Otro coche se había detenido ya junto al todoterreno accidentado, y alguien llamaba por teléfono a la policía.

Reprimió una maldición dentro del casco. Todo aquel esfuerzo había sido inútil. La rabia y la frustración se apoderaron de ella.

Entonces vio salir a Rebo de la parte de atrás del furgón. Le vio hurgar entre los cadáveres, coger una barra de hierro. Y luego salir de nuevo junto a Lola Moreno.

Sonrió. Su plan se había vuelto mucho más sencillo, de repente.

Calculó los pros y los contras de actuar en ese momento. Y, finalmente, decidió que era mejor esperar y dejar actuar a Rebo.

Apagó el motor de la Kawasaki, se bajó y la guio, a pie, terraplén abajo. Después, a cierta distancia por la calle. Sólo encendió el motor cuando se subieron al Clio y continuaron la marcha.

Con las luces apagadas, la moto negra y ella solamente eran una sombra más densa en la oscuridad.

Media hora más tarde, notó vibrar su teléfono móvil. Se frenó a un lado de la carretera para consultarlo. Orlov le había enviado un mensaje con la ubicación de Lola Moreno. Al parecer Rebo había logrado comunicarse con él. Decía que un equipo iba para allá. Le ordenaba (¡le ordenaba!) que se uniera a ellos para capturarla de una vez por todas.

Soltó una carcajada ante la arrogancia del viejo insensato. Le esperaba una sorpresa, sin duda. Pero no antes de que ella cumpliera su misión.

Volvió a ponerse en marcha, y no tardó en alcanzar al Clio. Pero un poco más adelante, la situación se complicó. A medida que iba ganando altura, el clima empeoró. El temporal que afectaba a la sierra había llenado de nieve sucia las carreteras, que ya no eran perfectas y seguras autovías, sino reviradas, y de doble sentido.

Vio cómo se detenían a robar unas cadenas, pero ella no podía permitirse ese lujo. No encontraría cadenas que se adapten a la rueda de la Kawasaki ni tiene tiempo de buscarlas.

Así que seguirles de pronto se vuelve un juego muy peligroso. Incluso a la baja velocidad a la que circulan. La moto no ha sido diseñada para esto. Con unos neumáticos claveteados, o incluso con un compuesto en espray que mejorase la tracción, podría desempeñar mejor la tarea. Pero pensar en esas cosas es lo mismo que desear un helicóptero.

Continúa, como puede, intentando mantener la rueda delantera en la rodada del Clio. Eso ayuda, pero en dos ocasiones se va al suelo. Cuando el coche abandona la carretera principal y entra en un camino de tierra, la situación se vuelve insostenible.

Avanzan tan despacio que tiene que detener la moto en varias ocasiones, para evitar que la vean. Y el viento, cada vez más fuerte, le hace muy difícil permanecer encima de ella. El cuero de la ropa y la camiseta térmica que lleva debajo la aislan un tanto del frío, pero sumado al aire comienza a notar cómo pierde calor corporal demasiado deprisa.

Sin embargo, no cede.

Decide dejar la moto entre los árboles y continuar a pie.

Ellos no tardan en hacer lo propio. Contempla con estupor cómo se lanzan al temporal vestidos con ropa ligera. No durarán así ni diez minutos, piensa. Asnos estúpidos.

Por suerte para ellos, la casa estaba muy cerca.

Les sigue al interior de la finca con facilidad. Ni siquiera han cerrado la cancela tras ellos.

Así, escucha toda la conversación desde la entrada, protegida del viento por las columnas del porche.

Cuando ha oído todo lo que necesita saber, abre la puerta.

La guerra es la guerra está diciendo Kiril Rebo.

De pronto escucha la puerta abrirse y se vuelve hacia ella, apuntándole con la pistola.

¿Quién coño eres?

—Chernaya Volchitsa —responde ella, quitándose el casco y acercándose a él.

Kiril Rebo ríe con crueldad, y se vuelve hacia Lola Moreno.

La Loba Negra está aquí canturrea, con tono burlón—. Ahora vas a saber lo que es el miedo.

Ella sonríe a su vez, y saca la pistola del interior de la chaqueta de cuero. Con mano firme, la pone en la sien de Rebo, que sigue riendo, y aprieta el gatillo. La bala le revienta la cabeza, cortando la risa a la mitad.

15
Un vuelco

—Hay que joderse con la nievecita —dice Jon.

—Creo que dices demasiados tacos.

—Creo que nos vamos a meter una hostia como un pan.

Jon conduce con sumo cuidado, atravesando Rascafría. No han parado a poner las cadenas, porque Antonia se niega.

—Tenemos prisa. Activa las ayudas electrónicas —le dice, apretando un botón del salpicadero.

El coche lleva un ordenador de a bordo —por ese precio, podía conducirse solo, piensa Jon— que corrige los desvíos bruscos de las ruedas. No hace magia, pero ya ha colaborado a evitar que el Audi patine en dos ocasiones.

Rebasado el pueblo, la señal se pierde.

—No hay cobertura —dice Antonia—. Este punto donde estamos es el último que registró el móvil de Zenya como activado.

Este punto donde están es ninguna parte. Hay dos caminos delante de ellos. Uno da la vuelta, en dirección a Rascafría. El otro lleva al puerto de Cotos. Altitud, 1.830 m. Hay un cartel de la Guardia Civil avisando que el paso está cortado.

Alguien lo ha echado a un lado.

Jon mira a Antonia, y ella asiente.

—Hay unas rodadas en el suelo —dice, cuando se adentran en la carretera.

Las rodadas son tenues, y a Jon le cuesta seguirlas. La nieve sigue cayendo con fuerza, y va cubriendo las huellas. Hay un punto en el que éstas desaparecen.

—No puede ser —dice Antonia, bajándose del coche. Se agacha en el cono de luz que iluminan los faros, y estudia el suelo con atención.

—Por aquí no ha pasado nadie —dice, cuando regresa al coche, con los dientes castañeteando y la voz trémula.

—Hemos debido de saltarnos el desvío —dice Jon, dando marcha atrás.

—Ve lo más despacio que puedas —avisa Antonia, abriendo la ventanilla. Saca la cabeza y apunta con la linterna al suelo, y entre los árboles. El bosque es espeso, y los troncos se levantan frente a ellos, como guardianes espectrales.

Un poco más atrás, hay un hueco entre los árboles. Apenas es distinguible en la oscuridad. Y en el suelo, una rodada apenas imperceptible.

—Es por aquí —indica, señalando a la derecha.

Jon maniobra para entrar en el camino forestal. El manto blanco ha cubierto el suelo, haciendo mucho más difícil seguir el trazado. La visibilidad frente a ellos es nula.

De pronto, al tomar una curva algo más cerrada, un coche parado surge de la nada. Jon pega un volantazo de forma instintiva. Las ayudas electrónicas se empeñan en contrarrestar el brusco giro, empujando las ruedas en dirección contraria. El Audi golpea de refilón al coche (es un Renault Clio, se fija Antonia al pasar junto a él), resbala en la nieve, se sale del camino, desciende tres metros entre los árboles, hasta que uno de ellos lo frena en seco.

—Otro —dice Jon, cuando el airbag se ha desinflado lo suficiente para permitirle hablar.