Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Yo le daba, piensa Jon.

—Éste era más o menos el aspecto de Yuri Voronin hasta hace un par de días.

Mentor alza otra foto.

—Éste es su aspecto ahora mismo.

Es una foto de gran resolución, tomada con flash. Demasiada resolución. Se ven los hombros de Yuri, y la barbilla de Yuri. Incluso, haciendo un esfuerzo para diferenciarlo de la sangre y el hueso, alcanza a distinguirse el pelo de Yuri. Lo que no se ve es la nariz, ni los ojos, ni el resto de la cara de Yuri, porque se la han volado con una escopeta.

Ya no le daba, piensa Jon. Y aparta la mirada.

—¿Calibre 12? Con balas de cerámica, diría yo —aventura Antonia, acercándose un poco a la pantalla.

—Qué bien hicimos en mandarte a un colegio de pago —confirma Mentor, enseñando más fotografías. El cuerpo aparece derrumbado sobre un cristal. Desde más lejos parece como si le faltara media cabeza, porque le falta media cabeza—. Yuri Voronin era un empresario ruso legítimo, a todos los efectos —continúa Mentor—. Tenía una empresa de importación. Productos agroquímicos, fitorreguladores, acaricidas. Los traía de San Petersburgo hasta Algeciras o Málaga. También hierro, aluminio y otras materias primas. En los últimos meses se había centrado en el Funduk.

—¿Qué es eso de Funduk?

—Significa avellana en ruso —dice Antonia.

También sabe ruso, piensa Jon. Cómo no.

—Es la Nutella rusa —aclara Mentor—. Al parecer hace furor en la Costa del Sol. Incluso la están exportando a Francia.

—La Nutella engorda —aporta Antonia, a la que le resuenan las tripas sólo con pronunciar esas siete letras.

—El Funduk más. Los rusos no han sucumbido a la tontería buenista de quitarle el aceite de palma, así que sabe a lo que tiene que saber. Dicen que por eso está teniendo tanto éxito.

—Déjeme adivinar —pide Jon—. No le han matado por vender leche, cacao, avellanas y azúcar.

—No, me temo que no. Creemos que Yuri Voronin era el tesorero del clan Orlov. El principal exponente de la mafia rusa en España.

—¿Por qué matar al tesorero? ¿Descuadró una columna de Excel?

—Esa pregunta es importante, inspector. Déjeme que le haga yo otra. ¿Qué sabe del crimen organizado en la Costa del Sol?

—Que no es ninguna broma —responde Jon.

Aunque no estuviera dentro del ámbito de experiencia de Jon cuando tenía un trabajo de policía normal, lleva muchos años leyendo las circulares internas. Conoce las redadas casi semanales. Los millones de euros y de kilos incautados. Las decenas de muertos, que van en aumento y que nunca alcanzan los titulares. Porque por encima de todo hay que proteger lo que nos da de comer. Y en este país lo que nos da de comer es vender sol y playa.

—No, no es ninguna broma en absoluto. Aquello es un caos, inspector. Colombianos, suecos, argelinos, kosovares, todos peleándose por su trozo de pastel. Por encima de todos, los rusos, cortando el pastel. Es una guerra, y vamos perdiendo.

—¿Por lo de siempre?

—Nada de fondos para las fuerzas locales. Bandos. La UDYCO por un lado, el GRECO por otro. La Guardia Civil a su bola. Envidias.

—Por lo de siempre.

—Aquí es donde entran ustedes, inspector.

Mentor muestra más fotografías. Una mujer de pelo castaño claro y ojos azules. Rostro ovalado. Incluso en la del DNI se puede ver que es guapa de narices. Y eso que las hacemos a mala idea.

—Lola Moreno Fernández. Nacida en Fuengirola en 1989. Estudió un módulo en secretariado, coqueteó con ser modelo, puso copas, gogó. Nada de provecho. Hace seis años se casó con Yuri, y ahora vive en un chalet de cinco millones de euros.

—Demasiado guapa para ir de luto —dice Jon—. ¿Qué ha declarado?

—No gran cosa. Esta misma mañana intentaron matarla en un centro comercial, a la misma hora que a su esposo. Se cargaron al chófer, y ella ha desaparecido.

—La policía la estará buscando.

—Y también los sicarios de los Orlov, así que ahora mismo tenemos una carrera contrarreloj. Su misión es ganarla. Por eso les mando a Marbella con tantas prisas, antes de que el rastro se enfríe. Lola Moreno es nuestro único vínculo con Yuri Voronin. Si descubren por qué mataron a su marido, si descubren por qué intentaron matarla a ella, quizá podamos abrir una grieta en la armadura del clan Orlov. ¿Alguna pregunta?

Jon suelta un gruñido de negación.

Antonia no dice nada.

Todos saben que está a disgusto. Que ella lo que quiere es quedarse en Madrid, buscando a Sandra Fajardo. O como se llame.

—No pareces muy entusiasmada —le reconviene Mentor, que no va a dar su brazo a torcer.

—Los mafiosos son aburridos —dice ella, encogiéndose de hombros.

—Venga ya. Esto será como lo de Valencia.

—Tú y yo recordamos Valencia de forma bien distinta.

Mentor carraspea.

—Una situación caótica como ésta es precisamente el paradigma por el que se creó el proyecto Reina Roja. Si alguien puede desatascar este lío, eres tú, Antonia. Os he dejado toda la información actualizada en el servidor. Mantenedme al tanto —pide Mentor, antes de colgar.

El coche se queda en silencio. El habitáculo reforzado del Audi A8 es una obra de arte. Ni siquiera se oye el murmullo de las ruedas sobre la carretera, a medida que el potente vehículo va devorando kilómetro tras kilómetro.

—Yo voy siempre de negro —dice Antonia, al cabo de un rato.

Jon la mira, extrañado.

—Has dicho que esa mujer era demasiado guapa para ir de luto. ¿Y yo?

Y tú… y tú ya deberías dejar el luto, piensa Jon. Pero dice:

—A ver cómo te explico esto —poniéndose muy serio—. Puede que tú no vayas para modelo. Pero cuando te da por sacar la sonrisa, ni todas las Lolas Moreno del mundo te llegan a la suela de los zapatos.

Y ahí está.

Antonia sonríe.

Su sonrisa de diez mil vatios, marca registrada.

Jon se da cuenta de que es la primera vez en meses que la ve sonreír, y eso le derrite el corazón. Ahora mismo tiene un coulant de chocolate en el centro del pecho.

Ay, bonita. Lo difícil que eres, y lo mucho que te haces querer.

6
Un letrero

Lo primero es lo primero. Y lo primero es desayunar.

Jon roza el codo de Antonia para despertarla. Suave. Antonia se revuelve, incómoda.

No soporta que la toquen, pero esta vez no dice nada.

Jon no sabe si es un avance. Quiere creer que sí.

—Estamos cerca. Vamos a parar aquí.

Antonia se despereza en el asiento, se frota los ojos. Están aparcados frente a una cafetería. Y no amanece.

—No es la dirección correcta.

—Ya te digo yo que sí. Tengo un tripa-zorri que no veo. O me das un café y un bocata, o te vas a ver la escena del crimen tú sola.

Ella echa mano a la guantera. Debajo del manual de instrucciones del coche, hay un sobre rojo. Antonia lo abre, y de su interior saca una bolsita con píldoras blancas. Se las muestra a su compañero.

—No sé si te lo ha avisado Mentor, pero…

—Mira, bonita, no me toques los huevos. Que bastante tenemos con lo que tenemos. Guárdatelas para ti.

—¿Difenilmetilsulfinilacetamida? Si me das una de éstas, me estallaría la cabeza.

—¿Darte yo a ti drogas? ¿Estamos locos? —dice Jon, saliendo. Con portazo.

Antonia lo encuentra dentro, encaramado a un taburete. Desde atrás parece una aceituna gris pinchada en un palillo. No es que esté gordo.

—Al final vas a tener razón. Este sitio es carísimo —dice Jon, con la boca llena—. Diez euros por un montado y un café con leche.

—Un pitufo mixto y un mitad —encarga Antonia al camarero, cuando éste se aproxima.

Voces a la cocina. El tubo de la cafetera. Ruido de platos que aterrizan frente a ellos.

—Cinco euritos —dice el camarero.

Antonia le da un codazo a Jon para que pague.

—Oiga —dice Jon, tendiéndole el billete gris—. Yo le he pedido lo mismo y me ha cobrado el doble.

El camarero señala un letrero tras él. Pequeño. A mala idea.

AVISO: SI NO SE PIDEN BIEN LAS COSAS,
COBRAMOS EL DOBLE.

Y, más abajo, las traducciones al malagueño. Así Jon descubre lo que significan un largo, un mitad y un nube. Y las otras seis variedades locales. Se caga en todo lo cagable por dentro, calla por no hacer ruido, pasa página. Otra más en su negra historia con los camareros.

—No es posible que hayas visto el cartelito.

Antonia ataca el bocadillo. No debería, pero…

—Me entrenaron para verlo todo.

—¿Todo? ¿De cada sitio al que entras, de cada situación?

Ella se encoge de hombros.

—Es lo que soy.

—No es lo que eres. Es lo que haces, bonita. Si te crees otra cosa, acabarás zoro. Loca. —Le da un sorbo al café—. Más loca, me refiero.

—Es lo mismo.

—No lo es. Lo contrario no te daría permiso a fallar.

—Es que no lo tengo.

Jon apura el café.

Tabernari, un vaso de agua, haz el favor. Ése me lo puedes cobrar triple.

El camarero le fulmina con la mirada, pero luego echa un ojo a la arquitectura de Jon y acaba poniéndole el vaso. Lo más caliente que puede.

—Antonia… ya sé que estás enfadada conmigo, con Mentor, con el mundo entero. Pero no pasa nada por fallar. No hemos encontrado a Sandra, no hay señales de White. Pues nada. La vida sigue.

Los segundos pasan, mecidos por el sonido de la tele y el parpadeo de la tragaperras. Antonia tarda semana y media en contestar. Cuando lo hace, no le mira a los ojos. Mira a la taza vacía y a las acusadoras migas del plato.

—No sabes lo difícil que es ser yo.

Jon suelta una risotada. Nasal. De mosqueo.

—Claro que no, no te jode. Nadie sabe lo que es ser otro. Pero tú tienes algo especial. Algo valioso, que no puedes desperdiciar. El único superpoder que yo tengo es reconocer a distancia unos Manolo Blahnik.

Antonia le mira, extrañada.

—Bajo ciertas circunstancias, el identificar con precisión el calzado de una sospechosa…

—No te soporto.

Cuando se ponen en pie, el informativo de la mañana de Canal Sur empieza a desgranar los titulares.

«La policía sigue sin pistas sobre el fallido atraco ayer a una joyería en el Centro Comercial Paraíso. Los atracadores mataron al vigilante de seguridad y a un cliente del centro que…»

Jon y Antonia se miran. Ninguno habla.

7
Un triángulo

Fuera, el aire está más templado. No pide bañador, pero tampoco abrigo. Y amanece, por fin, y el sol incendia el capó de los coches.

Jon conduce hasta el centro comercial. Queda hora y media para que abran. El parking está vacío, salvo por un coche patrulla, atravesado entre siete plazas. Que no hay nada que le divierta más a los policías que dejar muy claro que las normas de tráfico no les afectan. Uno de paisano, con la placa colgada al cuello y una carpeta bajo el brazo, espera junto a la puerta de emergencia. El acceso a la zona de la investigación se ha delimitado con varios metros de cinta blanca, cruzada de rayas negras.

Jon se acerca y le enseña la placa.

—Soy el inspector Gutiérrez.

—Los de Madrid, ya. Pasen, pasen —dice, alzando la cinta.

Es un hombre joven, aunque los treinta no los cumple. Alto, moreno, fibroso. Ojos amables en rostro afilado. Cara de hambre, pero en guapo. Algo cargado de hombros. Adelanta la mano para estrechársela a Jon cuando ambos han pasado por debajo de la cinta.

—Subinspector Belgrano. Y usted es… —dice, volviéndose hacia Antonia, tendiendo la mano de nuevo.

Se produce un momento incómodo en cinco tiempos, a saber:

Antonia mira la mano del subinspector Belgrano, sin hacer el más mínimo amago de estrecharla.

Antonia mira a Jon.

Jon hace un intento balbuceante de presentarla, hasta que se da cuenta de que se han olvidado de acordar su tapadera.

El subinspector guarda la mano en el bolsillo de los vaqueros.