Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

—¿Y si llaman? —dice, señalando el teléfono.

—Pues lo coges.

—¿Y qué digo?

—Que se han equivocado de número.

Ruben se rasca el cuello, se enciende un cigarro.

—¿Y cuánto vais a pagarme por esto?

Yuri se lo dice.

Es cinco veces lo que ganaba en el burdel.

Así que Ruben ahora es empleado de Yuri.

La mayor parte de su jornada laboral la pasa sentado en la silla de su despacho. Juega a Tetris, ve vídeos de YouTube sobre cosas interesantes. Hay un malabarista coreano que hace trucos desnudo —como quitar el mantel de una mesa agarrando la tela con las nalgas— que le tiene fascinado.

—Podría estar en mi casa.

—Tienes que estar aquí, por si te necesito —responde Yuri.

Y es verdad que Yuri aparece casi todos los días con un maletín, papeles o un notario bajo el brazo. Le pide que firme aquí, aquí y aquí. Ruben firma. Se pasa la semana firmando. Documentos con sellos azules en carpetas azules. Talones, préstamos, solicitudes. Credenciales, cartillas, transferencias. Contratos. Requerimientos. Poderes. Declaraciones.

Y escrituras. Muchas, muchísimas escrituras. Algunos días, hasta treinta.

Ruben ha dominado el arte de firmar sin mirar. Literalmente. Sigue jugando al Tetris con la mano izquierda, mientras va subiendo y bajando la derecha. Yuri le mete el papel en cuestión, dice «ya». Ruben firma, el notario certifica, Ruben sube la mano y vuelta a empezar. Todo ello sin quitar la vista de la pantalla.

Pieza amarilla, escritura, pieza azul, talón.

Ruben sueña con superar el récord mundial de 4.988 líneas. Por ahora va por la mitad.

—Sería más fácil si no me hicieras firmar tanto —protesta.

—No te quejes. Seguro que eres el hombre que más empresas administra del mundo. Igual de Europa, no sé.

—¿Cuántas? —pregunta Ruben, vagamente interesado.

Yuri hace un cálculo rápido.

—Algo más de siete mil.

—Soy un magnate —dice Ruben, pavoneándose—. Como Ramón Ortiz o Donald Trump.

—Claro, Ruben.

Yuri le da un par de palmadas en el hombro, y se va a guardar los papeles. Al fondo de la oficina hay un despacho de paredes de cristal. En su interior, enormes archivadores y un ordenador. Sólo Yuri entra ahí, solo él tiene llave.

Ahora, Yuri está muerto.

Ruben estuvo en el funeral, como todos. Recibió alto y claro el mensaje de Aslan Orlov. Corren rumores extraños acerca de la muerte de Yuri y de la asesina a la que ha mandado llamar para encargarse de la mujer. Aunque a él todo eso no le incumbe. Él es leal a la Bratvá, así que nadie puede tocarle.

Por eso sigue viniendo cada día.

Porque es su trabajo.

No sabe muy bien cuál es, ahora que ya no tiene nadie que venga cada día a traerle papeles para firmar, pero la fuerza de la costumbre es muy poderosa. En casa se aburriría, sin nadie con quien hablar.

Además, está lo del Tetris.

Así que llega, mueve el ratón del ordenador para salir del salvapantallas, y continúa la partida que había dejado en pausa el día anterior. Lleva mil doscientas líneas y no ha cometido más que un pequeño error en una esquina —las malditas piezas rojas, nunca hay manera de colocarlas— así que confía en que puede recuperarlo.

Llaman a la puerta.

Ruben no hace caso. Nunca viene nadie.

Siguen llamando, con insistencia.

10
Un directorio

El Palomas Building está lejos del centro. Es una de esas reliquias de los maravillosos años noventa. Una época en la que los mafiosos no venían de las estepas de Rusia, sino de las de Soria. Una época en la que no se escondían, sino que hacían campaña para la alcaldía en la portada de As y de Marca. Una época en la que ganaban, y edificaban sin control. Más de treinta mil viviendas ilegales, decenas de edificios construidos sin otro propósito que la rapiña. Casi todos sobreviven, a pesar de infinitas sentencias judiciales que exigen su demolición. Algunos, como el Palomas Building, abandonados a su suerte por un empresario sin escrúpulos.

No tiene portero. Tres cuartas partes de las oficinas están desocupadas. Al menos según el directorio de la entrada, en una indistinguible imitación del bronce.

—Ésa es la empresa de Ustyan. Servicios a Emprendedores, S.L. Octavo piso, puerta B —señala Antonia, cuando localiza la placa que busca.

—Serán mafiosos, pero guasa no les falta —responde Jon.

—Están creando empresas de la nada y facilitando su puesta en marcha. La descripción es técnicamente correcta —dice Antonia, apretando el botón del ascensor.

Jon suspira. Teatral.

—¿Crees que alguna vez serás capaz de reírte sin que tenga que explicarte un chiste? Una vez, sólo.

—Entra dentro de lo posible. Tú primero —dice, dejándole pasar al ascensor.

11
Un tobillo

Ruben maldice, se levanta, va hasta la puerta de la oficina. La abre con fastidio.

—Oiga, se ha…

Un muro blanco, un resplandor, un poco de vértigo. Ruben no sabe cómo llamarlo, salvo que ahora está tumbado en el suelo, agarrándose la nariz.

El puñetazo se la ha roto, haciendo brotar un chorro de sangre que se escurre entre sus dedos y se derrama en el suelo. Pegajosa, densa. Ruben se mira las manos cubiertas de rojo con incredulidad.

Es un hombre pequeño, asustadizo. Virtudes que benefician a un carterista. Que no impiden demasiado el trabajo del gerente de un prostíbulo, siempre que tenga a mano a hombres fornidos. Pero que dificulta mucho la defensa a un testaferro que lleva seis años sentado en una silla cuando esos mismos hombres fornidos se presentan ante su puerta.

Ruben los conoce. Los hermanos Fomin. Dos georgianos muy hijos de puta. Los dos son grandes, rugosos. Árboles con ropa. Con el pelo cortado al cero y los brazos tatuados. Un recuerdo de su etapa en el ejército.

No es lo único que se trajeron. También adquirieron conocimientos valiosos. Como el de aplicar presión sobre un hueso hasta romperlo. Eso es lo que están haciendo ahora, inclinados sobre Ruben. Uno le registra, el otro le pisotea el tobillo, con insistencia.

El testaferro está tan confuso que tarda en acordarse de gritar.

Su primer aullido sigue al crujido del peroné al quebrarse. Seco, desagradable. Como el ruido que hace el palo de un Magnum cuando lo partes en dos antes de introducirlo desdeñosamente en el envoltorio de aluminio.

Ruben chilla. El dolor es agudo, punzante, pero lo siente lejos de su cuerpo, como si le estuviera sucediendo a otro. Si Ruben chilla es por incredulidad. Ahí estaba él, tan tranquilo, hace sólo unos segundos, jugando en la pantalla de su ordenador y más dinero en el banco del que podrá gastarse en toda su vida.

—¿Qué hacéis? ¿Qué hacéis? —dice, como si no estuviera claro.

Y luego añade, porque no puede evitarlo, porque cada persona que ha estado alguna vez en su situación ha sentido la necesidad de decirlo:

—Pero ¿vosotros sabéis quién soy yo?

—Claro —dice uno de los Fomin. El más joven. Ruben cree que se llama Vadim. O Kolia.

—Tengo que hablar con Orlov. Tengo que hablar con Orlov —dice Ruben, tratando de levantarse, de regresar a su escritorio. Resbala sobre el tobillo roto, se cae, opta por arrastrarse.

Uno de sus asaltantes se adelanta, va hacia el escritorio, coge el móvil de Ruben y se lo guarda en el bolsillo. Claro que el testaferro no puede verlo, porque sigue tumbado bocabajo.

—Tengo que hablar con Orlov —insiste Ruben, dirigiéndose a los pies que cruzan delante de él.

Uno de esos pies se dirige a su vez a su pómulo derecho, contra el que impacta a gran velocidad. El crujido y el dolor no le dejan escuchar cómo el otro Fomin —Vadim, o quizá Kolia— echa abajo la puerta del archivo de Yuri.

Ruben pierde el sentido durante unos instantes. Pero cuando lo recupera, vuelve a su cantinela. Lo único a lo que es capaz de aferrarse en este momento. Pues ya habíamos dicho que Ruben Ustyan es un hombre sin imaginación.

—Por favor. Dejadme hablar con Orlov.

La perseverancia de Ruben alcanza su premio cuando uno de los Fomin abandona su trajín, marca un número de teléfono y pone el manos libres cerca de la boca de Ruben.

—¿Habéis acabado ya? —dice Orlov, con brusquedad.

—Aslan. Aslan, soy yo.

La voz de La Fiera cambia al escuchar a quien está al otro lado del teléfono. Se vuelve tranquila. Resignada.

—Ah, hola, Ruben.

Ruben suelta un jadeo alegre y aliviado cuando escucha al vor al otro lado. Por fin puede aclarar este malentendido.

—Aslan, están aquí los Fomin.

—Los he mandado yo.

El testaferro siente una humedad en la nuca, en los antebrazos, en la espalda. Percibe un olor penetrante, incluso con la nariz rota de la que no dejan de manar goterones, ahora más densos e intermitentes. Alcanza a girarse lo suficiente para ver que Kolia —está casi seguro de que es él— le está rociando con el contenido de una lata metálica.

—Diles que no me hagan daño. Yo no he hecho nada.

—Lo sé. Pero ya viste anoche las noticias sobre el contenedor.

—¿Qué noticias? —pregunta Ruben, con estupor.

Orlov suelta una carcajada.

—De verdad, Ruben, que siento mucho perderte. Es difícil encontrar tontos tan útiles como tú. Pero no tienen que quedar cabos sueltos —dice, antes de colgar.

Kolia recoge su móvil, se sienta sobre la espalda de Ruben, le agarra por el cuello y comienza a estamparle la cabeza contra el suelo. Con calma. Es un método excelente si no tienes prisa, equivalente a golpear un huevo en el borde de la sartén. Antes o después la cáscara se acaba rompiendo.

El testaferro pierde la consciencia entre el tercer y el cuarto golpe.

Cuando la recupera, sólo hay oscuridad. Cree que se ha quedado ciego, pero entonces aparecen las llamas.

Y después, los gritos.

12
Un poco de humo

—Tengo pruebas de lo que digo. El chiste del gato tampoco lo pillaste —insiste Jon, apretando el botón del octavo piso.

—Se ha subido al árbol. Es un código que su amigo y él han acordado para suavizar un shock emocional producido por una mala noticia. Por supuesto que lo pillé.

El inspector Gutiérrez pone los ojos en blanco. Es inútil.

Completamente a prueba de humor.

Aprieta de nuevo el botón del octavo, a ver si consigue que el ascensor vaya más rápido. En el hilo musical suena una versión de Despacito. Jon está convencido de que el infierno tiene que ser un lugar más benigno que éste.

—Deberíamos tener un código nosotros también —dice Antonia.

—¿Para qué?

—Para avisarnos del peligro, cosas así. Una palabra clave. Como «camafeos vaticanos», por ejemplo. Si uno de los dos la dice…

Jon levanta la mano para interrumpirla, se lleva el dedo a los labios.

—¿Has oído eso?

Antonia sacude la cabeza. Pero Jon sabe lo que ha escuchado. Un grito. Y un ruido sordo, como un saco de unos ochenta y cinco kilos relleno de carne y hueso cayendo desde más o menos setenta centímetros. Por poner un ejemplo. Y hay algo más.

Ya antes de que se abran las puertas, ha olido a quemado. A papel, a plástico, a churrasco. A barbacoa de tesorero de partido político.

Ding.

El pasillo está completamente a oscuras, y sólo la tenue luz que procede del interior del ascensor ilumina los jirones de humo, que cuelgan a media altura e invaden la cabina del ascensor.

Jon saca la linterna del bolsillo.

A su derecha hay una puerta, la de la oficina A. Cerrada. Al final del pasillo, la de la oficina B. Abierta.

Adivina de dónde procede el humo.

—Avisa a la comisaria y a Belgrano —dice Jon, en voz baja, sacando la pistola.

No hacía falta, los dedos de Antonia ya vuelan sobre el teclado. El mensaje sale antes de que Jon acabe de pedirlo.

—¿Qué hacemos?

Jon apunta al techo. El aplique está arrancado, los cables colgando, la bombilla rota en el suelo.

El que quisiera oscuridad, la ha conseguido.

—Camafeos vaticanos —dice Jon, caminando hacia la puerta. La linterna en la mano izquierda, agarrada como un puñal. La derecha apoyada en el antebrazo contrario, apuntando hacia delante.