Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

—Déjame que te haga una pregunta. ¿Si yo te hubiera pedido un abogado cuando ibas a clavarme el pincho, qué hubieras hecho?

El mafioso se encoge de hombros, con una media sonrisa en su cara embrutecida. Ésas no son las normas.

—Ya veo —dice Jon, acercándose, poniéndole el cañón en la frente—. La ley te interesa sólo cuando está de tu parte. Debería pegarte un tiro.

El otro amplía más su sonrisa, convirtiéndola en una mueca burlona y desagradable.

—Tú no huevos.

—Tú no dientes —dice Jon, hundiéndole el puño en la cara.

El cuerpo del bojevik se convierte en una marioneta que cuelga de un único hilo invisible, meciéndole adelante y atrás, hasta que al final se derrumba, inconsciente.

Aprovechando la circunstancia, Jon le pega una patada en la boca, añadiendo otros tres mil euros a la factura dental.

Después se vuelve hacia Antonia.

No parece contento.

8
Un bufido

—Me alegro de verte —dice Antonia, ofreciéndole una sonrisa sanguinolenta.

Jon emite un bufido de despecho que ya quisiera la reina de Inglaterra.

No dice nada.

Se limita a ir a la pila del lavabo y poner los nudillos debajo del agua fría un buen rato. Luego se las lava con Fairy, pues aún tiene restos de manteca en las manos. Observa, con disgusto, que un reborde negro se le ha formado en el puño de la camisa de algodón egipcio. Así que dedica un rato a frotarlo con agua, consiguiendo, por supuesto, empeorarlo todo.

—Tu iPad y tu móvil están aquí, hechos cisco. ¿Cómo cojones me has mandado la señal de localización?

—Mira en la caja de los Smint.

Jon ve la caja, sobre la encimera. La abre, y dentro encuentra, entre los caramelos, un dispositivo GPS de los que se suelen colgar al cuello los ancianos con alzhéimer. Cincuenta euros en cualquier Media Markt.

—¿Estás enfadado conmigo?

Jon se ríe por lo bajo durante un rato, mientras rebusca en el congelador.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Para empezar, que no me estás desatando.

Jon no encuentra hielo en la nevera, pero sí una bolsa de guisantes congelados del Mercadona, que son lo siguiente mejor en caso de contusiones y hematomas. Le acerca la bolsa a Antonia y la arroja encima de la mesa.

—Ahí tienes.

Antonia agita los dedos para llamar la atención sobre el esparadrapo que sigue fijando sus muñecas a los brazos de la silla.

—Apáñatelas —responde Jon, sentándose en el sitio que antes había ocupado Orlov.

Antonia se impulsa con los pies, produciendo unos sonidos bastante desagradables cuando la pata metálica de la silla roza con el terrazo, hasta colocarse frente a la bolsa de guisantes. Después dobla el espinazo hasta que su rostro se queda a unos pocos centímetros del ansiado frío.

—¿Te importa?

Jon alarga el brazo y empuja con un dedo los guisantes hasta que Antonia puede apoyar en ellos la cabeza.

—Lo siento —dice.

—Como no me des más datos…

—Desátame, por favor.

—Primero hablemos un rato.

—Ya te he pedido disculpas.

—Ya sé que no entiendes nada de lo que hacen los humanos —dice Jon, intentando revestir su voz de paciencia—. Pero procura comprender esto, al menos. Pedir perdón no es una varita mágica que se agita y borra de golpe nuestros errores.

Antonia no responde. Jon no sabe si está pensando, se ha dormido o ha muerto a consecuencia de los golpes. Al cabo de un rato se agita un poco, y cambia de postura.

—Marcos me decía eso a menudo.

—¿Y qué respondías tú?

—Que no veía el propósito, entonces.

El propósito.

Que no ve el propósito, dice.

—Seguir adelante. Tratar de no cometer los mismos errores. Decir la verdad.

—No te he mentido con esto.

—No. Con esto no.

Jon se saca el alijo del bolsillo. Abre la bolsa de plástico. La vuelca sobre la mesa. Después la caja de pastillas. La vuelca también.

Antonia se incorpora y las mira fijamente.

Lo que hay en sus ojos, Jon ya lo ha visto antes. En gentes de dientes marrones y escasa higiene personal. Esa derrota, esa sumisión. Ese vacío al que saltaron una vez y cuyo fondo no parecen encontrar. Ya no gritan, ni tratan de agarrarse a nada.

Con un esfuerzo, aparta la mirada.

—Has estado tomando las cápsulas a mis espaldas.

Ella no trata de justificarse ni de negarlo. Sólo le mantiene la mirada.

—¿Por qué?

—Ya sabes por qué. Porque no la encontramos.

Sandra. Todo vuelve a esa loca una y otra vez. Y a tu maldito fantasma. Tengo la impresión de que estamos jugando a un solo juego desde que nos conocemos. Y que las reglas no las hemos diseñado ninguno de los dos.

—Tú robaste las cápsulas del almacén en Madrid.

—No —dice Antonia.

Tiene un ojo medio cerrado, el otro no se aparta de él. No lo desvía a los pequeños cilindros rojos y azules desperdigados sobre el tablero. Jon no se engaña, tampoco. Sabe que ya los ha contado, que sabe cuántos hay. Cuál es el peso total, el número de pie del técnico que las encapsuló.

Quizá esto último no. Pero no me está mintiendo.

Sólo hay una forma de averiguarlo.

—Pero sabes quién lo hizo.

Antonia sonríe. La duda ofende.

—¿No vas a decirme quién te las dio?

—No.

Está diciendo la verdad.

Lo cual lo hace todo aún más complicado.

—Mentor está completamente paranoico ahora mismo.

—Dime que no le has contado nada.

—¿Tú qué crees?

Ella sacude la cabeza, la echa hacia atrás, exhala el aire muy despacio antes de volver a mirarle.

—Tienes razón. Lo siento. Tú nunca me fallas.

—Ahora sí —dice Jon. Se pone en pie, pasa por encima del cuerpo del mafioso alto. Coge unas tijeras del cajón colocado sobre la encimera, y se agacha junto a la silla de Antonia—. Ahora ha sido una disculpa de verdad.

—¿Es por lo de respirar hondo antes de pedir perdón?

Jon comienza a cortar el esparadrapo, fingiendo que no ha oído nada.

Te lo da y enseguida te lo quita.

—Estás hecha una mierda.

Tiene la cara hinchada por varios puntos. El peor, el del ojo. La camiseta empapada en sangre.

—Contusiones y cortes superficiales. Solo necesito analgésicos y un poco de hielo —dice, frotándose las muñecas.

—Me alegro. Porque esto se terminó —dice Jon.

Usando su enorme manaza, barre todas las pastillas de encima de la mesa. Las recoge con la otra y las arroja al fregadero.

—¿Qué has hecho? —grita Antonia, poniéndose en pie y corriendo hacia la pila.

Jon le bloquea el paso.

—Lo necesario. Estás perdiendo el norte, niña.

—¡Estoy haciendo mi trabajo!

—El contenedor, el despacho del testaferro. Ayer por la noche. Y ahora venir aquí.

—Si hubieras venido tú, Orlov no habría hablado conmigo.

—¿Y has conseguido sacarle alguna cosa? ¿Ha servido de algo la paliza, el engaño? ¿El ataque al corazón que me has provocado?

Ella baja la vista.

—Déjame pasar.

Antonia forcejea con Jon, durante varios segundos, intentando llegar a la pila donde las cápsulas se van poco a poco disolviendo en el agua sucia, hasta que se convence de que tendría más probabilidades de éxito derribando un muro a soplidos.

—No las necesitas —dice Jon.

Antonia está llorando.

—No lo entiendes. No sabes el sitio al que tengo que ir.

Jon mira a esa pequeña mota de polvo diminuta en un universo indiferente, y la rodea con los brazos sin admitir protestas.

—No lo sé. Pero estaré aquí cuando vuelvas.

Lo que le hicieron entonces

—Esta mujer es el ser humano más asombroso que ha existido nunca —dice el médico, golpeando en el papel que le ha dado Mentor con una uña larga, dura y amarillenta—. Si usted está fallando en guiarla hasta su pleno potencial, es porque está enseñándola a hacer diagnósticos con un pensamiento dirigido.

—Dígame qué he de hacer, entonces —pide Mentor.

—Tiene que ayudarla a encontrar su relato —responde el doctor—. Si encuentra su relato, dejará de pensar en chutar, para limitarse a hacerlo.

La sala es negra y está llena de luz. Paredes y techo están alfombrados de material aislante, tan grueso que no deja pasar el sonido. Cuando Mentor habla por los altavoces, su voz parece venir de todos sitios al mismo tiempo.

Ha estado esperando este momento durante semanas. El relato. La historia que conseguirá que ella deje de pensar.

Ése es el problema con la consciencia. Tú no le dices a tu hígado que segregue bilis, no le ordenas a tus riñones que generen la orina.

Sin embargo, puedes controlar los pulmones. Puedes pensar en respirar. Y cuando tomas ese control, a veces resulta casi imposible dejar de asumirlo. Tienes que pensar en respirar.

Mentor ha reflexionado sobre todas las metáforas que puede utilizar para conseguir que Antonia deje de pensar.

Cree haberla encontrado.

—No puedes domar un río, Antonia. Tienes que rendirte a la corriente, y convertir su poder en el tuyo.

—¿Controlar cediendo el control? No tiene sentido.

—No todo lo tiene, ni tiene por qué tenerlo. Ríndete al río, Antonia —dice Mentor.

Antonia lo intenta.

Antonia fracasa.

9
Un instante

Antonia vuelve a intentarlo.

Cierra los ojos.

Se sumerge en la última hora. En el tiempo que ha pasado hablando con Orlov. Recupera los detalles que ha obtenido de su interacción. La ropa, el reloj, los zapatos. Las pausas, las inflexiones de la voz. No encuentra nada, salvo lo que ya intuía. Que la persecución de Lola Moreno tiene que ver con algo mucho más complejo que un mero ajuste de cuentas, que salvaguardar el honor de la Bratvá. Orlov necesita algo, desesperadamente.

Algo que ella le ha quitado.

Un dinero que dio por sentado que Antonia conocía, hasta que ella cometió un error, que le demostró que mentía. Pero ¿cuál?

Sigue buscando. Sigue indagando en su memoria, en los minutos, largos, pasados recibiendo golpe tras golpe, atada a aquella silla.

Retazos de información, casi toda inútil. Detalles de la vestimenta de los dos matones. La cadena que uno de los dos llevaba al cuello, un anillo grueso de oro —cuyo recuerdo aún perdura en el dolor de su ceja partida—. El teléfono móvil. La llamada.

La llamada que no pudo escuchar.

Pero sí que pudo verlos. Verlos a los dos, en el reflejo en el metal bruñido de la cafetera situada sobre la mesa. Gesticulando.

Lo viste. Si lo viste, puedes recordarlo.

Los monos aparecen.

Vuelven a presentarse frente a ella. Chillando, reclamando su atención. La rodean por todas partes.

Ahora está sola, en el interior de la cocina. En la representación que de ella ha hecho en su cabeza, en la que ya no está Jon. Y los monos están ahí. Subidos a las alacenas, a la encimera, dando saltos por el suelo, sosteniendo todos los elementos que han encontrado, agitándolos frente a su vista.

Todos y cada uno de ellos creen ser importantes, creen que tienen la solución, agitan su pequeña pieza de verdad afirmando que es la clave para la solución completa.

Antonia gira sobre sí misma, intentando aislar cada pieza de información, entenderla, ver cómo puede sumar al resultado final.

No puedes domar un río, Antonia. Tienes que rendirte a la corriente, y convertir su poder en el tuyo.

—No.

No puedo ceder el control.

¿No puedes, o no quieres?

Cierra los ojos.

Vuelve a abrirlos.

Ya no está en la cocina.

Tiene de nuevo siete años.

Está del brazo de su madre, en el zoo. Pide un helado. Ella accede a comprárselo. Mientras se paran en el puesto, Antonia para y mira por primera vez.

Las marcas del gotero del hospital en el dorso de la mano.

El vaso de agua en el que acaba de disolver el sobre de antibióticos.

La extrema lividez de la piel. El pelo, que ya no es el suyo, sino una peluca. La esclerótica amarilla. La tos seca, apática, de unos pulmones que se han rendido.

—Vamos a ver los monos, cariño —dice su madre, con la derrota asomándole por la comisura de los labios.