Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

—No es así como funciona —dice Antonia.

—Ya lo sé. Ponte detrás de mí.

El inspector Gutiérrez recuerda con mucha claridad lo sucedido la última vez que le dijo eso a Antonia Scott. Un Porsche Cayenne surgió de la nada, estuvo a punto de arrollarles y comenzó una persecución brutal de la que salieron vivos de milagro.

Jon siente un extraño hormigueo en el cuero cabelludo. Un centenar de insectos correteando entre su cráneo y su pelo. Que sólo se alborotan cuando las cosas no van a salir bien.

Respira despacio, por la boca. El humo no es denso, se está disipando. Sea lo que sea lo que lo ha causado, se está extinguiendo.

Jon Gutiérrez no cree en las casualidades. No cree posible que se declare accidentalmente un incendio en la empresa que van a visitar justo instantes antes de que ellos se presenten. Tampoco cree que entrar en un espacio oscuro potencialmente hostil enarbolando la única luz sea la manera más eficaz de coger al enemigo desprevenido. Más bien es tatuarse en las sienes una diana. También tiene presente que, a diferencia de los delincuentes comunes, la mafia rusa tiene acceso a armas cortas. Incluso rifles de asalto. De esos que, si te enfilan, te dejan arreglado de papeles en cero coma.

Así que Jon emboca la puerta de Servicios a Emprendedores, S.L. con lo que en el argot policial se conoce con el nombre técnico de «huevos de corbata».

—Quédate fuera —le ordena a Antonia.

El haz de luz de la linterna recorre la habitación tal y como le han enseñado en la academia. Esquina izquierda, esquina derecha, otra esquina, detrás de la puerta. Nadie.

Un escritorio vacío, una silla. Al otro lado de la oficina, lo que parece un segundo despacho. Una puerta. En el vano, un cuerpo. Negruzco, humeante.

—Su puta madre.

El taco funciona como un hechizo de invocación. Uno que se podría incorporar a palabras mágicas que hacen aparecer cosas de la nada. Abracadabra, Dracarys, su puta madre. Antonia surge de detrás de la protección del torso de Jon, ve el cuerpo tirado en el suelo y se lanza sobre él.

—Estate quieta, mujer. Todo el día igual —la previene Jon. Tiene aún que comprobar el cuarto del fondo.

Pasa por encima del cuerpo. Hombro por delante, pistola apuntando hacia abajo, de nuevo comprueba las cuatro esquinas.

Esquina izquierda, esquina derecha, otra esquina, detrás de la puerta. Nadie.

Sólo el despojo mortecino de una hoguera practicada en el centro de la habitación. Restos de polímeros derretidos, peste a queroseno y plástico quemado que vuelve el ambiente irrespirable.

Otros dos cuerpos en el suelo. Jon comprueba el pulso del primero. O más bien su ausencia. Del segundo no hace falta, el cuchillo incrustado en el ojo vuelve innecesaria la comprobación.

—¿Está vivo? —pregunta Jon, apuntando la linterna hacia Antonia.

13
Dos segundos

Antonia, de rodillas junto al cuerpo humeante, se da cuenta de que aún respira. Se vuelve hacia Jon para informarle, pero no llega a hacerlo. Escucha un ruido metálico, un clonc suave. Como cuando recolocas un cajón de chapa. Un rostro parece surgir de la nada, flotando junto a la cara de Jon. Un brazo le atenaza el cuello.

La linterna cae al suelo, rebota, se apaga con un chasquido.

La oscuridad ahora es total.

Antonia, a gatas, comienza a palpar en el suelo en busca de la linterna, mientras la negrura frente a ella parece cobrar vida, poblarse de estímulos amenazantes.

Un gruñido salvaje.

Un friccionar de cuerpos, de tela contra carne.

Un golpe. Metálico.

Un estrépito.

Un instante de incertidumbre, un silencio.

Un desplazamiento en el aire viciado del despacho cuando un cuerpo cae al suelo.

Un jadeo.

Un paso.

Otro paso.

Los dedos de Antonia por fin agarran la linterna, por el extremo de la bombilla.

No son los únicos. La luz se enciende, iluminando el interior de la mano de Antonia con un brillo rojizo y fantasmal.

—Suelta —dice una voz femenina.

Antonia abre los dedos, soltando la linterna.

Durante el breve instante en el que el haz de luz se refleja en su camiseta blanca, puede ver el rostro de una mujer joven, de ojos duros y afilados, que cortan en dos mitades la oscuridad.

Luego ella se echa hacia atrás, apuntando la linterna hacia los ojos de Antonia, que se endereza hasta quedarse de rodillas.

Una pistola aparece en la zona iluminada. Su cañón está a menos de seis centímetros de la frente de Antonia.

Ésta entorna los ojos.

Una Makarov de 9 milímetros.

—¿Quién? —dice la mujer.

Pronuncia la pregunta con un tono que no deja lugar a dudas. Contesta o te mato. Pero no es la primera vez que Antonia está enfrente del cañón de un arma. No es la primera, ni la décima. Y ella tampoco tiene dudas. Nunca se muestra miedo, nunca se cede.

—¿Quién eres tú? —responde a su vez.

El cañón de la pistola se adelanta hasta rozarle la frente, aunque Antonia no se mueve, salvo un pestañeo frenético, mientras intenta decidir qué hacer.

—¿Quién? —repite la mujer.

El dedo se curva sobre el gatillo. Está a punto de apretarlo. Sólo tiene un par de segundos.

Para otras personas, dos segundos pueden ser un periodo minúsculo.

No para Antonia Scott.

En dos segundos, Antonia evalúa tres posibles reacciones físicas, incluyendo:

– Rodar.

– Alejarse al suelo.

– Intentar agarrar la pistola.

Las desestima. Cualquier intento de atacarla desarmada está abocado al fracaso. La sospechosa acaba de matar a otros dos hombres voluminosos y reducido —Antonia puede escuchar su respiración— a otro aún más voluminoso. No es que esté gordo.

Intenta calcular mentalmente el tiempo de respuesta de la Policía Nacional en esta zona remota. Revisa en su memoria fotográfica la página del dossier para la misión que preparó Mentor. Pueden ser hasta cinco minutos. ¿Cuántos han pasado desde que hizo la llamada? Tres minutos y medio, con un margen de error de diez segundos.

Su única opción es ganar tiempo. Mantenerse con vida hasta que lleguen. Lo que Mentor llama la táctica CDS. Confunde. Distrae. Sonsaca.

—Yo no dispararía —dice Antonia—. Sería un grave error.

La mujer apaga la linterna, devolviendo la oscuridad, pesada y espesa.

Es lista. No quiere que me fije en ella.

—Yo no habla muy bien español —dice.

—Mi ruso tampoco es perfecto —responde Antonia en ese idioma. Con impecable acento moscovita.

La voz se vuelve más dulce, complaciente incluso, cuando ambas comienzan a hablar en ruso.

—¿Eres policía?

—Algo por el estilo. Mis compañeros están a punto de llegar.

Como si el universo estuviera esperando su señal, en ese momento comienzan a escucharse a lo lejos las sirenas de la policía.

—Nunca he entendido cuando pasa esto en las películas. —La voz en la oscuridad suena ahora algo más a la derecha de Antonia—. Tiene al protagonista a su merced. Suenan las sirenas y el malo se marcha. Se tarda lo mismo en apretar el gatillo que en no apretarlo.

Antonia sonríe, ante la lógica inapelable.

—¿Es lo que vas a hacer? ¿Vas a matarnos?

Hay un roce de zapatos en el suelo, un desplazamiento de aire. De pronto, la voz de la mujer suena junto a su oído izquierdo. La voz pronuncia las sílabas en ruso con una suavidad desconcertante.

Justo detrás de ella.

—Tienes suerte, policía. Hoy no estáis en el menú.

Antonia da un respingo de sorpresa.

Para cuando se ha recuperado, detrás de ella sólo hay oscuridad.

Se ha ido.

Se pone en pie, saca el teléfono de la chaqueta y enciende el flash. Jon está al otro lado de la habitación, tirado en el suelo bocarriba, desmayado. Antonia se arrodilla junto a él, le pellizca el tramo de piel entre el pulgar y el índice con una mano, le aprieta con fuerza bajo la nariz con la otra.

Jon vuelve en sí con un aullido de dolor. Tiene el labio inferior partido, y un hilillo de sangre se le derrama sobre la barba.

—¿Qué haces?

—Recuperación por estimulación sensitiva.

—Duele mucho.

—Es la idea —dice Antonia, que ya se pone en pie y regresa junto al cuerpo caído en el suelo—. Ayúdame a darle la vuelta.

—¿Seguro que es buena idea?

Ruben Ustyan está moribundo.

Eso Antonia lo sabe.

También sabe, porque ha estudiado sus heridas con detenimiento, que girarle sobre la espalda le causará un inmenso dolor.

De hecho, cuenta con ello.

Jon no sabe eso, ni tiene por qué saberlo. Hay decisiones que tiene que tomar sola.

—Ayúdame —insiste.

Giran a Ruben.

El armenio grita, con la voz ronca. El benceno que han prendido sobre su cuerpo ha quemado más del cuarenta por ciento de su piel, destruyendo la epidermis y alcanzando la capa de grasa. Las terminaciones nerviosas han quedado arrasadas por el fuego en buena parte de la espalda, pero las zonas exteriores, allá donde la ropa de poliéster se ha fundido con la piel, aún conservan los receptores de dolor. Es el mismo principio que ha empleado antes Antonia con Jon, salvo que mucho más despiadado. Los nervios se activan al mismo tiempo, enviando decenas de millones de señales de alerta al cerebro, incrementando su frecuencia cardiaca, dilatando sus maltrechas vías aéreas y circunvalando los daños del traumatismo craneal. Por desgracia, también reduciendo su esperanza de vida: de siete minutos a unos pocos segundos.

Trata de incorporarse. Antonia le agarra de la mano, a pesar de que el tacto de la piel quemada(crujiente, caliente y áspera por fuera, craquelada

como un charco seco, resbaladiza al tacto por dentro) le produce un inmenso asco.

—Tranquilo, señor Ustyan —dice.

—No he hecho nada. No he hecho nada. Dile a Orlov que no he hecho nada.

—Ya viene la ambulancia. No se preocupe —dice Jon.

Fuera pueden escuchar los gritos de los policías. El inspector Gutiérrez se pone en pie, alza las manos y avisa de su rango y su posición, porque no quiere llevarse un tiro.

—¿Ha sido él quien le ha hecho esto? ¿Orlov? ¿Él ha enviado a la mujer? ¿Sabe cómo se llama?

Ruben tose, jadea. Pelea por cada bocanada de aire. Su voz es lija. Mira a Antonia con los ojos muy abiertos.

Chernaya Volchitsa.

14
Una réplica

La comisaria Romero no está nada contenta.

Es una mujer hierática, reservada, poco dada a mostrar sus sentimientos. Pero Jon es capaz de percibir su desaprobación porque le está gritando a dos centímetros de la cara. Con salpicón de saliva y todo.

—Le pedí que tuvieran cuidado. Que no removieran el avispero. ¿Y qué me encuentro?

Jon, que se ha sentado en el escritorio de Ustyan para que la comisaria pueda gritarle con más comodidad, se deja llevar. En parte porque en sus veinticuatro años en la Policía Nacional, Jon se ha llevado un montón de broncas. Y sabe que lo mejor es dejarles que escupan el veneno cuanto antes.

Literalmente, piensa Jon, descruzando los brazos el tiempo justo para secarse un perdigonazo de la mejilla.

Y, por la otra parte, porque se siente culpable.

En estos días ha estado documentándose sobre la comisaria. La primera de su promoción, la primera comisaria de Andalucía, un historial de redadas, detenciones e incautaciones impresionante. En el Diario Sur hablan de ella como la próxima jefa provincial. Después, inevitablemente, a Madrid.

Como todas las mujeres en esta profesión de mierda, la miran el doble o el triple. Así que tiene que esforzarse el cuádruple. Sin hijos. Sin pareja estable. Dura de cojones.

Debía de estar en su día libre, porque viene vestida de calle, con unos vaqueros y una blusa. También viene con el moño —igual de apretado, hasta el punto que Jon se pregunta si no será un casco—. Y desprendiendo una nube de mala leche que está consiguiendo echar a patadas el olor a incendio.

—Dos muertos en el centro comercial —recita, enrollando cada número y arrojándolo a la cara de Jon—. Ocho muertas y otra en el hospital, anoche en el contenedor. Otros dos muertos aquí esta mañana.

Belgrano le susurra algo al oído.