Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

—Dos a uno —responde Antonia, manoteando para apartar de su cara el nailon blanco.

—Éste no cuenta como conducción temeraria. Íbamos a treinta por hora.

—Supongo que no —admite Antonia, saliendo del coche para inspeccionar los daños.

Al Audi le ha crecido un árbol en el capó. La carrocería se ha abombado y deformado, abrazando la mitad de la superficie del tronco del abedul. No irá a ninguna parte sin ayuda de una grúa y treinta horas de taller a doscientos euros la hora.

Jon va al maletero y abre la maleta. Un abrigo fino, es todo lo que puede usar para protegerse del frío. Antonia no está mucho mejor. Un tres cuartos de paño era todo lo que había empacado.

—Volvamos a la carretera.

—Espera un minuto —pide Jon.

Aparta las maletas, las pone en la nieve y retira la alfombrilla que protege el fondo del maletero, descubriendo la rueda de repuesto.

—Me temo que vamos a necesitar algo más que cambiar una rueda.

Jon alza la rueda, la arroja al suelo. Debajo hay un hueco con una bandeja alargada, de un metro de largo. Jon la desplaza hacia delante y extrae lo que hay dentro.

—Remington 870 Nighthawk con culata extensible, canana con cinco cartuchos extra, correa de neopreno —dice Antonia, con tono apreciativo—. Éste no es el equipamiento oficial.

—El bosque de noche es peligroso —responde Jon, colgándose la correa del hombro, con el cañón apuntando al suelo. Por último, recoge los dos chalecos antibalas, se pone el suyo y obliga a Antonia a hacer lo propio—. Anda, tira.

Regresan junto al Clio abandonado en la carretera con gran dificultad. Cuando llegan arriba tienen las piernas cargadas y el aliento escaso.

—Sigamos adelante.

Los árboles desaparecen de forma abrupta un poco más adelante. La nieve ahora cae más despacio, y el viento ha amainado bastante. Eso les permite andar un poco más erguidos cuando encuentran el muro que rodea la finca.

La cancela está abierta.

Están a mitad de camino de la casa, cuando escuchan el disparo.

—Quédate aquí —dice Jon, caminando hacia el porche.

Antonia, por supuesto, no hace caso. La puerta está abierta, y cuando entran ven un cuadro que no era el que esperaban.

El salón es amplio, rústico. Vigas vistas de madera en el techo, y también en varios puntos del salón. Una chimenea encendida. Un sofá y dos sillones. Una mesa. Nada de toda la excentricidad y el horror de la casa de Marbella.

En el sofá, una mujer ucraniana esposada. De pie, junto a la chimenea, Lola Moreno envuelta en una manta. Atado a una columna, un pastor caucásico que gruñe amenazador. En el suelo, haciendo de alfombra, el cadáver de Kiril Rebo, al que le falta un buen trozo de cráneo. De pie, a dos pasos del cadáver, una mujer pelirroja, de tez tan blanca que devuelve cada reflejo de la chimenea, vestida con ropa de moto de color negro. En una mano tiene el casco, en la otra, una pistola.

Jon entra, con la escopeta por delante.

—Tire el arma. Ahora.

La mujer le mira, luego mira a Antonia.

—Les conozco. Policía.

En ese momento, Lola se adelanta y empuja a la mujer en el pecho. El ataque la pilla por sorpresa, se tropieza con el cadáver de Rebo, y cae hacia atrás.

Fas —dice.

Kot se lanza, gruñendo, sobre la mujer derribada. No logra alcanzarle el brazo, pero sí le engancha en el muslo izquierdo con los dientes. La mujer suelta un grito ahogado. Alza la pistola contra la cara del perro, pero no llega a disparar.

—Ordene que la suelte —dice Antonia.

—¡Esa mujer está con Orlov!

—No se lo repetiré —dice Antonia.

Está desarmada, y es una cabeza más baja que ella, pero algo en su voz le dice a Lola Moreno que no le conviene discutir.

Myeste.

El perro abre inmediatamente las mandíbulas. Cuando retira los colmillos, están teñidos de rojo.

—La pistola —dice Jon, acercándose a ella, sin dejar de apuntarla con la escopeta.

La mujer respira fuerte, intentando no gritar por el dolor. Tiene los dientes apretados, y aun así se resiste a entregarle el arma al inspector Gutiérrez.

Antonia se agacha y se la retira de los dedos crispados.

—Déjeme ver —pide.

La herida es profunda. Los enormes dientes del pastor caucásico han desgarrado un buen pedazo del músculo. Está perdiendo mucha sangre.

—Encárgate —dice Antonia a su compañero, señalando a las mujeres.

—Descuida.

Antonia vuelve al cabo de un rato con tijeras, toallas limpias, una botella de vodka y un rollo de cinta de carrocero, que ha encontrado en un cajón de la cocina. Corta los pantalones de cuero y comienza a remediar el desastre como puede.

—Necesita antibióticos.

—Y yo necesito insulina —dice Lola, que está agachada sobre el cadáver de Rebo.

—Échese atrás —dice Jon.

—No lo entiende. En esta tarjeta está lo que buscan —le dice, mostrándole la tarjeta—. El dinero. La información sobre Orlov. Las pruebas contra Romero.

—Yo me haré cargo de esto —dice Antonia, quitándole la tarjeta de la mano.

—Aquí hay más dinero del que ustedes ganarán en cien vidas. Si me salvan de ellos, podremos repartírnoslo.

—¿Cuánto?

Lola se lo dice.

Jon suelta un silbido.

—Ha dicho que hay pruebas contra Romero. ¿A qué se refiere?

—Mi marido era confidente de la policía. Teníamos un acuerdo. Él marcaba los objetivos, ellos hacían las redadas. Luego la cosa se complicó. Yuri les tendió una trampa. Un correo con dinero y droga. Ellos robaron parte del dinero y mataron al correo. Está todo ahí. Grabaciones en vídeo, audio. Todo.

Antonia y Jon se miran.

—Tenías razón —dice Jon.

—Eso me temo. Fue Belgrano quien intentó matarla, ¿verdad? —pregunta Antonia a Lola.

—Yuri les amenazó. Quería romper nuestro acuerdo.

—Y salió regular —dice Jon.

—Fue un estúpido. Había muchas formas de hacerlo bien. Si tan sólo me lo hubiera dicho —dice Lola, que vuelve a sentirse mareada, y tiene que sentarse junto a Zenya.

—Está bien. Ahora ya ha acabado todo. Incluso hemos capturado a la Loba Negra —se ufana Jon.

Antonia mira a la mujer tumbada en el suelo. Luego mira a la pistola que le ha quitado. Al cadáver de Kiril Rebo. Al perro, que no aparta sus ojos de ellos, mientras se relame la sangre del hocico.

—Ella no es la Loba Negra —dice Antonia.

Jon se vuelve hacia ella, con los ojos muy abiertos.

—Pero qué dices, cari. ¿Has enloquecido?

Antonia señala al perro, señala a Rebo.

—Dime por qué nuestra asesina profesional mata a sangre fría a Kiril Rebo y no mata al perro en defensa propia.

Definitivamente, Jon no tiene una respuesta para eso.

—¿Eres la Loba Negra? —dice, inclinándose sobre la mujer herida.

—No. Yo la seguí y la maté.

El inspector Gutiérrez suelta una carcajada de incredulidad.

—¿Tú mataste a la Loba Negra? ¿A la asesina que teme toda la mafia?

—Ella buena. Yo mejor —dice la mujer, encogiéndose de hombros.

Jon se rasca la cabeza.

—Vale. No eres la Loba Negra. Entonces ¿quién eres?

—Nombre no importante. Importante es que Orlov viene.

—Déjanos decidir eso a nosotros.

Ella reprime una mueca de dolor. Respira hondo. Lleva años sin pronunciar esas palabras. Tantos, que muchas veces ha llegado a dudar de quién es de verdad.

—Mi nombre es Irina Badia.

CUARTA PARTE
JON

La niña no sintió dolor
cuando el clavo le rasgó la cara
por debajo del ojo izquierdo.
Loba negra

1
Un relato

Éste es un relato que debería contarse en voz baja, cadenciosa, con un ritmo pausado, con todo el tiempo del mundo.

Había una niña

Vocales suaves, consonantes contundentes, fonemas con un acento de tierras lejanas.

que jugaba a colgarse

Frases cortas, muchos silencios, a veces largos.

de la rama del viejo roble

Hasta explicar el mismo cuento que ella se narra a sí misma sin cesar.

hasta que un día llegaron

Para calmarse el dolor, para aliviar su necesidad, para lograr conciliar el sueño.

unos hombres malvados.

Había una niña que jugaba a colgarse de la rama del viejo roble hasta que un día llegaron unos hombres malvados.

La niña se llamaba Irina Badia. Su hermana, Oksana. Vivían en una granja propiedad de sus padres en Chkalova, Ucrania.

Todo eso son sólo palabras.

¿Cuántas son necesarias para contar la historia de una persona? ¿Mil? ¿Cien mil?

Tampoco son suficientes.

Describir el horror que la niña sufrió cuando los hombres fueron a buscarla sería un intento inútil. Su familia murió, y ella escapó, eso es todo. Siguió viva, por difícil que fuera. Hasta que se hizo lo bastante fuerte como para recorrer dos mil kilómetros, en busca de alguien que la hizo aún más fuerte. Que la enseñó a elevarse por encima de sí misma.

¿Cuánto debe durar una pelea?

Cinco segundos.

No eres la más fuerte, nunca lo serás. Si tu contrincante resiste tu asalto inicial, será un infierno. Ataca en los puntos débiles, sin piedad, y túmbale antes de que se entere siquiera de que hay una pelea.

Pasaron los años.

Viajó mucho más lejos, hasta el otro extremo del mundo, en busca de aquellos que se lo habían arrebatado todo.

Encontró el amor, o algo parecido.

Lo dejó atrás, porque descubrió que no era suficiente. Que lo único que podía llenar el inmenso vacío en el centro de su corazón era la sangre.

Regresó. Sola.

Cuanto más sola está una persona, más solitaria se vuelve. La soledad va creciendo a su alrededor, como el moho. Un escudo que inhibe aquello que podría destruirla, y que tanto desea. La soledad es acumulativa, se extiende y se perpetúa por sí sola. Una vez que ese moho se incrusta, cuesta una vida arrancarlo.

La niña siguió adelante. Volviéndose mucho más violenta, más expeditiva. Sus peleas eran breves, pero cada vez iban cobrándose un precio más alto. Su cuerpo se fue quebrando, su espalda era un universo propio, donde habitaba un dolor insoportable, que se adueñó de todo.

Cada vez le quedan menos peleas dentro. Y el corazón sigue sin haber comenzado a colmarse.

Un día, en San Petersburgo, descubrió el paradero del último de los hombres que habían ordenado la incursión en la granja de los Badia. Un proxeneta llamado Orlov. Que había progresado desde entonces. Ahora tenía su propio clan, allá abajo. En España.

Pero los jefes de la Tambovskaya no estaban contentos con Aslan Orlov. Habían enviado a una asesina para destruirlo y arreglar sus errores.

Todo esto se lo contó un hombre moribundo, al que Irina torturó durante horas. Un shestiorka de la organización, que quería vivir. No lo consiguió, pero su muerte no fue en vano. Puso a Irina sobre la pista de la Loba Negra.

Viajó a Madrid en el mismo avión que ella.

Se alojó en el mismo hotel que ella.

Cuando salió a dar un paseo aquella noche, por la orilla del río, Irina la siguió con un cuchillo y un alambre. La alcanzó en el puente. Iba tranquila, confiada. Como todos los depredadores que creen que la noche les pertenece. En el último instante, cuando estaba ya sobre ella, la Loba presintió el peligro. Logró parar sólo su primer golpe.

La pelea duró en total tres segundos.

Irina la desnudó, se deshizo del cuerpo. No sin antes usar su dedo pulgar para desbloquear su móvil por última vez.

A partir de ahí, se convirtió en ella. La información sobre su objetivo estaba totalmente a su disposición. Pero justo cuando iba a salir en su busca, se encontró con que Orlov también requería de sus servicios. El juego se volvió aún más interesante.

Este relato comienza de la misma forma que los cuentos de hadas siempre cambiantes que Lola se cuenta a sí misma. ¿Hay acaso alguna otra manera de comenzar un cuento? Pero hay una diferencia respecto a esas mentiras autocomplacientes con las que Lola intenta reescribirse a sí misma.

El relato de Irina Badia es real.

Todo lo real que pueda ser una historia, al fin y al cabo.

Ésto sería lo que Irina Badia tendría que haberle contado a Antonia Scott. Pero el mundo, en general, ofrece pocas oportunidades para escuchar el relato completo de una persona antes de emitir un juicio sobre ella. Cuáles son sus orígenes, sus aspiraciones, sus sueños. Qué anhelos alberga el corazón infinito de un ser humano. Qué piedras ha encontrado en el camino, qué le ha hecho cruzarse en el tuyo. Qué sonrisas de dientes afilados le impiden conciliar el sueño cuando trata de dormir. Quién plantó las zarzas que desgarran su alma y asfixian su juicio.

Cómo se hizo esa cicatriz debajo del ojo izquierdo.

El mundo ofrece pocas oportunidades para escuchar completo el relato de una persona. Estar atrapado en un chalet de montaña que está a punto de ser asaltado por asesinos armados hasta los dientes no es una de esas oportunidades. Y la vida no es como una película o una novela, donde justo antes de un momento decisivo, el narrador se permite hacer un largo flashback en tonos pastel.

Así que la conversación fue más bien de esta otra forma.