Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Por pura casualidad —y porque Lola se tropieza un poco—, el doble gancho de codo impacta las dos veces, aunque no con mucha fuerza. Lola es alta. Metro setenta y cinco. Pero no ha pegado un puñetazo de verdad en su vida, y lo del Cardio Box está bien para que un ama de casa endurezca el culo, no para romper pómulos. Aunque el asesino se echa un poco hacia atrás, confundido.

También se le mueve un poco el pañuelo que le tapa la boca.

Lola tarda medio segundo en reconocerle.

Un segundo entero en darse cuenta de que está jodida.

Menudo percal, piensa.

Cuando nuestro cerebro se enfrenta a una amenaza, la médula adrenal nos suministra una descarga inmediata de catecolaminas en el torrente sanguíneo, ofreciéndonos de inmediato energía para luchar o huir. Lola ya ha luchado —esos dos débiles ganchos de codo han sido el pobre resultado—. Ahora el terror le exige la huida.

Al levantarse, perdió una de las sandalias de Miu Miu. Al darse la vuelta despavorida, se resbala sobre los cristales y se cae de bruces al suelo. Vejigazo, que dicen en Marbella. Pierde la otra sandalia cuando intenta incorporarse, clavándose las esquirlas de vidrio en los pies desnudos. Ignora el dolor, porque siente demasiado miedo como para ceder a él, y vuelve a levantarse, ofreciendo a su asesino un blanco perfecto mientras huye hacia la salida de emergencia al final del pasillo.

El asesino, que se ha recuperado ya de los dos golpes en la cara, alza la pistola y aprieta el gatillo. El jersey rosa es una diana fácil a tan poca distancia, pero es requisito indispensable para que una pistola dispare que haya balas en el cargador. El de la Makarov sólo albergaba ocho. Tres al cristal, cuatro al cuerpo de Tole, una al segundo piso. Así que el esperado blam, blam, blam se convierte en un inofensivo clic, clic, clic. El asesino maldice —está acostumbrado a otras armas con más cartuchos— y se mete la mano en la cazadora para sacar un segundo cargador que nunca creyó tener que usar. Forcejea con la corredera de la pistola y logra meter el cargador, pero no tiene tiempo de disparar al cada vez más alejado jersey rosa, porque a su espalda suena un:

—¡Manos arriba!

Y el asesino alza las cejas —seguro que está pensando ¿en serio? ¿Manos arriba? ¿En serio?— y se da la vuelta. El guardia de seguridad de la joyería Chocrón —revólver en mano, bigote en labio superior, barriga cervecera en cintura— ha salido de la tienda y le está apuntando.

El asesino no le da oportunidad. Dos disparos en el pecho, uno en la cabeza. Aún le quedan cinco balas. Se gira hacia Lola antes de que las rodillas del guardia toquen el suelo. Dispara, pero la cuarta bala sólo encuentra el marco de la puerta de emergencia, que ya se ha cerrado a la espalda de Lola, ahogando el grito de frustración del asesino.

Pero no, Lola no está a salvo, aún no.

Ni por asomo.

4
Una videollamada

Antonia está de muy mal humor, y la abuela Scott lo nota.

—Estás de muy mal humor, niña. Lo noto —dice.

Está en la cocina untándose una tostada de mantequilla y mermelada frente a la videocámara de su iPad. La mermelada, de frutos rojos, casera y repleta de azúcar, parece salirse de la pantalla. Antonia se abstiene de recordarle que no debe tomar azúcar, ni grasas. La abuela Scott se limitaría a decirle su edad. Noventa y tres para noventa y cuatro, el mes que viene. Y como una rosa.

No, Antonia no dice nada de las tostadas. Ya ha renunciado a controlar los niveles de azúcar y colesterol de la abuela. En realidad, lo que le molesta es que la anciana pueda atiborrarse, mientras ella tiene que contar hasta la última caloría. A pesar de que los sabores muy dulces son los únicos que llegan a atravesar el muro de su anosmia, para ella se han acabado.

Kummerspeck.

En alemán, el beicon de la tristeza. El peso que ganas cuando eres infeliz.

Desde que volvió al trabajo hace siete meses intenta no abandonarse. Compensar los excesos de tres años comiendo basura procesada. Una tostada como ésa le iría directa al culo, con su forma de rebanada y todo.

Así que está en la cocina de su ático de Lavapiés, con café de cápsula por desayuno. Muerta de envidia.

—La noche no ha ido bien —se limita a responder.

La abuela entrecierra los ojos, se acerca a la pantalla. Se acaba de dar cuenta de algo.

—¿Me estás llamando desde casa?

Antonia apoya el iPad sobre la mesa para poder enterrar la cara entre las manos.

—Me he venido a dormir aquí. No tenía sentido ir al hospital tan tarde.

No le dice que es la cuarta noche seguida que duerme en casa. Que cada vez pasa menos tiempo acompañando a Marcos.

No le dice que ha comprado un colchón hinchable, que enchufa cada noche y recoge cada mañana. Que lo mete en el armario para que la luz del sol no sea testigo de su vergüenza.

No le dice que se ha vuelto cada vez más difícil ver a su marido, tomar su mano para quedarse dormida a su lado. Que la figura, cada vez más cansada y encogida, la piel cada vez más áspera y fría, le resulta una acusación insoportable. Que la compasión que antes sentía por Marcos, la culpabilidad, la pena, se ha ido transformando en resentimiento.

La empatía por la desgracia ajena tiene un límite. Pasado el cual comienzas a sentir que su infortunio es un acto de maldad, cuya víctima eres tú.

Eso tampoco lo dice. Puede que Antonia Scott sea el ser humano más inteligente del planeta. Pero eso no le da la sabiduría para saber qué hacer ni la fuerza para afrontarlo.

Antonia no dice nada, pero la abuela no necesita escucharlo.

La abuela sabe.

—Ayer vino el del gas a hacer la revisión anual. Un chaval apuesto.

Sólo la abuela Scott es capaz de revestir la expresión inglesa (nice ol’ chap) de un matiz lujurioso, incluso con su dentadura postiza.

—Por Dios, abuela, que le sacas cuarenta años.

—Treinta y ocho, niña. Pero si vieras qué huchita —dice, dándole un bocado a la tostada—. Y está viudo, el pobre. Igual le invito a cenar un cordero a la menta una noche de éstas.

La abuela Scott considera que su cordero a la menta tiene propiedades afrodisiacas irresistibles. Antonia no se escandaliza, sabe bien que la abuela coqueteará con el enterrador mientras esté echándole tierra sobre el ataúd.

—Adonde yo quería llegar… —continúa la abuela.

—Sé perfectamente adónde querías llegar —interrumpe Antonia—. No necesito a ningún hombre en mi vida.

—Tonterías. Mira lo que estoy leyendo. Es un test interesantísimo.

La abuela alza una revista. Antonia lee nueve de las doce letras de la cabecera. Con su fuente Franklin Gothic y su discreto rosa fucsia. El resto de las letras las tapa la frente de una señora rubia. Antonia no comprende cómo puede estar tan sonriente si se está mordiendo el pulgar.

—«¿Ha llegado la hora de encontrar macizo? Descúbrelo en cincuenta preguntas.»

—¿Pretendes diseccionarme con ese burdo instrumento?

—No te hagas la interesante, niña. Mira, la pregunta tres…

Antonia la deja hablar un rato, hasta que la abuela se da cuenta de que no está escuchando.

—De acuerdo. ¿Qué es lo que te ocurre?

Su nieta empieza a hablar.

Habla de su problema de incomunicación con Jorge. De lo insoportable que le resulta la manera en la que su hijo la mira, sin confiar del todo en ella, pretendiendo que sea algo que Antonia no comprende demasiado bien, algo a lo que ninguno de los dos está acostumbrado.

La abuela asiente, y no dice nada.

Antonia cuenta cómo se siente respecto a su marido en coma. Aquí usa muchas evasivas. Es cinturón negro en mentirse a sí misma, y blanco amarillo en expresar su realidad.

La abuela asiente, y no dice nada.

Antonia se mosquea.

—Llevo diez minutos hablando sola.

—Llevas diez minutos compadeciéndote de ti misma. No te crie para que fueras una boba gimoteante. En mí no vas a encontrar compasión, niña. Si quieres llorar, ve a apoyarte en Jon. A él le pagan por prestarte ese hombro enorme y musculoso.

—Ya —dice Antonia, cuando logra recuperarse de la virulencia del ataque de la abuela, que ha envuelto su habitual franqueza con lija y la ha entregado a martillazos—. Con Jon no van demasiado bien las cosas tampoco. No es que me esté apoyando demasiado con Mentor. Anoche…

—Oh, eres tan cabezota —interrumpe la abuela—. Escucha, y escúchame bien, Antonia Scott. Sólo hay una solución a tus problemas, a todos ellos. Déjalo.

Antonia parpadea, asombrada. La anciana continúa.

—Cometiste un error, hace años. Marcos murió por tu culpa.

—No está muerto, abuela.

—Las dos sabemos lo que ponen los informes médicos. Las dos sabemos que sólo sigues aferrándote a él porque no reconoces tu error. Pero tu marido ya no está. Enfermaste por no querer admitirlo. Enfermaste de soberbia, y eso alejó a Jorge y obligó a tu padre a quitártelo.

La abuela hace una pausa para darle un trago a un vaso que hay sobre la mesa. Parece zumo de grosellas, pero conociendo a la abuela, seguro que es zumo de otra clase. De los que envejecen en roble.

—Por no estar junto a él desde que nació, no has aprendido nada de cómo debe ser una madre. Sobre todo la lección más importante. No acertamos nunca, niña. Hagas lo que hagas, te equivocarás. Y cuando crezca, te echará la culpa de todos sus problemas y defectos. Así es. Así somos.

Antonia comprende esta última parte muy bien. Al fin y al cabo, ella culpa a su padre de muchas cosas.

—Así de crudo, ¿eh?

—Mientras no te permitas equivocarte, seguirás creyendo que eres una mala madre. Que le fallas a tu marido. Que eres una mala investigadora porque no encuentras a alguien al que nunca antes ha conseguido acercarse nadie. Seguirás atascada y muerta de miedo. Tu único reino será el aislamiento y la soledad. Déjalo.

Antonia tarda unos segundos en ubicar dónde ha escuchado esa frase antes, hasta que recuerda qué fue lo primero que le pidió Jorge que vieran cuando los de Servicios Sociales le permitieron volver a estar con él. Una película incomprensible con muñecos de nieve que hablan y una princesa que no consigue salir del armario. Dos horas de su vida que nunca recuperará.

—¿Acabas de citar a Elsa, abuela?

—Y muy orgullosa —dice la abuela, levantando el vaso que definitivamente no contiene zumo de grosellas.

Antonia suelta un soplido de disgusto, que le alborota el pelo del flequillo. Su habitual media melena se ha convertido ya en un pelo que le rebasa los hombros y que está exigiendo un corte. Ni para eso ha encontrado tiempo.

—No creo que tengas que preocuparte por mi obsesión. Sólo tengo unas horas antes de que Aguado emita un informe oficial y le confirme a Mentor lo que todos sabemos. Que el cadáver del Manzanares no es el de Sandra Fajardo.

—Ni siquiera sabéis su nombre aún, ¿verdad?

Todavía puede escuchar a Sandra, en el túnel a oscuras. Con aquella frase que sigue sin poder descifrar.

Tú, que lo recuerdas todo, ¿no recuerdas a quién has hecho daño? ¿Qué secuelas dejó tu batalla contra el mal?

—No tengo nada, abuela. Todo lo que rodeó al caso de Ezequiel era falso. La parafernalia religiosa, el modus operandi tan rebuscado… todo mentiras, cortinas de humo. Y sigo sin comprender por qué. Sólo sé que tiene que ver con White.

La abuela da otro trago y esboza su sonrisa beatífica, su sonrisa de anuncio de caramelos. No lamenta ni un poquito que Antonia tenga que abandonar su objetivo.

—Ese hombre es un loco, Antonia.

No, abuela, no lo es. Es mucho más. ¿Por qué nadie es capaz de verlo?, piensa Antonia.

Pero no contesta.

Está deseando colgar.