Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

El último coche pasa frente a ella —un Audi A8 enorme con las lunas tintadas—, el siguiente frena, el semáforo cambia de color, y a Lola no le queda más remedio que caminar en dirección al policía que custodia el camión.

No te pares. No te desvíes. Actúa normal.

Con el corazón acelerado y la respiración sofocada, Lola está muy lejos de sentirse «normal».

Ya está casi a la altura del policía. Tiene que reunir la mitad de su fuerza de voluntad para no mirarle a la cara. La otra mitad la emplea para contener el impulso de sacar las manos de los bolsillos y bajarse aún más la capucha de la sudadera.

—Hace rasca, ¿eh? —dice el policía, cuando pasa a su lado.

Lola tarda en comprender que la voz que se dirige a ella sólo hace un comentario amable. Quizá porque el pulso le retumba en los oídos como un concierto de Mayumaná.

—Mucha —dice ella, sin detenerse.

Lo rebasa. Y ahora pone todo su esfuerzo en controlar sus pies, que le exigen correr para alejarse cuanto antes.

Despacio. Despacio.

Media hora más tarde llega a su destino. Lomas Blancas es una urbanización de clase media, en la que se alternan casas unifamiliares y pareadas. Lola está agotada, mareada y sedienta. La ausencia de insulina le está pasando una costosa factura. Tiene la boca tan seca que la lengua le hace ruido al rozarla con el paladar.

No puede aguantar mucho más.

No consigue reconocer la casa. Una vez llevó hasta allí a Zenya, porque ella tenía el coche en el taller, pero fue hace más de dos años, y Lola está exhausta y confusa. Es un pareado, recuerda. Casi al final de la calle. Pero cuando llega al lugar que creía, más allá del segundo badén, todo le parece extraño.

Las piernas son incapaces de sostenerla por más tiempo.

Se deja caer en la acera, entre un contenedor de vidrio y un Peugeot, y se echa a llorar.

Joder, Yuri. ¿Cómo pudiste ser tan idiota?

—¿Señorita Lola?

Lola alza la vista, entre pucheros, y allí está Zenya. Una mujer de mediana edad. Gruesa, morena y de sonrisa triste. Viene en vaqueros y cazadora, cargada con un par de bolsas de la compra.

Lola intenta incorporarse, pero de nuevo siente la cabeza ligera, muy ligera. Tiene que apoyarse en el parachoques del Peugeot, salpicado de barro reseco e insectos aplastados.

—Venga adentro.

Zenya es una buena mujer. Llevaba con ellos cuatro años. Siempre ha cuidado bien de la limpieza de la casa, de la plancha y de los quehaceres. La tenían sin contrato, claro, porque Yuri era así. Pero le pagaban bien. Esta casa donde están ahora es la única aparte de la de Lola en la que trabajaba. Los viernes, como hoy.

—¿Quiere un poco más de café? —dice, acercándole la cafetera a la taza.

Lola deja que se la llene, no sin cierto reparo. Se siente humillada por tener que ir a pedirle ayuda a su asistenta, colarse en una casa que no es la suya y aceptar la hospitalidad involuntaria de otros. Aquí viven un cocinero y su mujer, cincuentones. Los dos están en el trabajo, explica Zenya. Lola se fija en una foto de los dos pegada con un imán en la nevera. Unas vacaciones en Roma. Ambos miran a la cámara con sonrisas plenas. Lucen pulseras idénticas.

Yo podría haber tenido eso con Yuri. Sólo quería eso.

Están sentadas junto a la isleta de la cocina, unida al salón en un solo espacio. Todo bien colocado, modesto, pero hogareño. Lola sonríe al ver que tiene una de esas televisiones minúsculas de 32 pulgadas. No le gustan las teles grandes. Le molesta ver los poros de la nariz de los presentadores, los dientes falsos y fluorescentes. Yuri compró una de ésas, gigantesca, que le hace sentir a Lola como si fuera el espejo de baño de un montón de desconocidos. Uno de los de aumento. Raras veces dan alguna alegría esos espejos.

A Lola le molestó que gastara más de diez mil euros en aquella tele. Hubiera preferido que le sorprendiera con un reloj, o una joya vistosa. Pero Yuri no era el colmo de la galantería ni de la sutileza. Cuando se acercaba su cumpleaños, ella insinuaba cuánto le gustaba algo. No había acabado la frase y Yuri le alargaba un fajo de billetes de doscientos euros, con una gran sonrisa.

Todo eso pasó.

La certeza líquida, venenosa, le recorre las venas. Aún más dañina allí, sentada en mitad de la perfecta vida de otros, que tú nunca tendrás.

—¿Por qué no me llamó, señorita?

Lola duda si decirle la verdad. Podría asustarse.

Pero no. Esa mujer es dura. Escapó de Ucrania huyendo de la represión del gobierno. No tiene sentido engañarla.

—No podía arriesgarme, Zenya —dice—. La policía seguramente tendrá tu teléfono pinchado.

Zenya le explica cómo le hicieron muchas preguntas, aunque ella poco sabía, porque no estaba en casa cuando ocurrió el asesinato. Fue ella la que descubrió el cadáver y les avisó.

—¿Dónde está Kot?

—Se lo han llevado a la perrera municipal. Yo no podía hacerme cargo de él —dice, con pesar.

Lola lo entiende. Es un perro de noventa kilos, que consume al año cinco mil euros de comida. Por muy bien que se lleve con Zenya —y es raro, porque a Kot no le gusta nadie—, la pobre mujer no podía meterle en su piso.

—Quiero proponerte algo —dice Lola.

Le explica a Zenya su plan, al menos la parte de él que debe conocer. Y para el que ella es imprescindible.

Zenya escucha, en silencio. Siempre escucha en silencio, con la cara ladeada, la barbilla apuntando un poco a la derecha de la persona que le está hablando. Como si no fuera del todo con ella. Lo mismo si le pides que meta los cacharros en el lavavajillas que si le pides que abandone su casa, su vida, su trabajo.

Un piso alquilado en el que vive sola y un único cliente con el que no va a poder mantenerlo. La decisión es fácil, piensa Lola. Y tiene razón.

Zenya dice que sí.

Pero pone una condición.

—Necesito cinco mil euros para mandar a mi país.

—La semana que viene te daré diez veces esa cantidad.

—No. Los necesito ahora.

—No tengo ese dinero.

—Lo necesito. Mi hermana necesita una prótesis para caminar, y es muy cara. Si me pasa algo, no podré ayudarla. Usted me da el dinero para que yo se lo mande por si acaso, yo la ayudo.

Lola se desespera. Intenta razonar con ella, explicarle que debe ser paciente. Pero Zenya no atiende a otras razones que las suyas.

—Está bien —dice Lola—. Te conseguiré el dinero. Reúnete conmigo mañana por la noche en la perrera.

—Señorita Lola, ese sitio está vigilado. No es una buena idea.

—Es una idea horrible. Pero no voy a irme sin mi perro.

9
Un testaferro

Nadie confundiría a Ruben Ustyan con un visionario.

Ni siquiera el propio Ruben.

En el año 2001, Ruben (con acento en la ú, como él siempre aclara a todo el que se encuentra) acaba de migrar a Italia. En Armenia no había futuro, ni trabajo. Y eso que Ruben no se cerraba a nada. A punto de cumplir cuarenta, había hecho un poco de todo. Un poco de carterista, un poco de camello, un poco de proxeneta. Llegó a Roma por un primo suyo, pero se quedó por la cantidad de turistas a los que podía desplumar en la Piazza Navona. Poco amigo de las fuerzas del orden, fue el primero en enfurecerse cuando el 20 de julio un carabiniere abatió a tiros a Carlo Giuliani, un manifestante antiglobalización.

—Eso de la globalización es terrible. Terrible. Hay que acabar con ella cuanto antes.

Obviando el hecho de que él estaba en ese momento ejerciendo una actividad empresarial en suelo extranjero con clientes plurinacionales —robaba carteras indistintamente a españoles, japoneses, americanos o quien se dejara—, el desafecto de Ruben Ustyan por la globalización se uniría a otras grandes predicciones históricas.

Como Alex Lewyt, inventor de aspiradoras, cuando dijo en 1955 que en diez años todas ellas funcionarían por energía nuclear.

Como Thomas Watson, presidente de IBM, cuando dijo en 1943 que en el mundo había sitio para cinco ordenadores, como mucho.

No, nadie confundiría a Ruben Ustyan con un visionario. Pero su nula capacidad de anticipación acabó probándose como una ventaja evolutiva. Durante un viaje de vacaciones en España un par de años más tarde, conoció a Aslan Orlov. ¿Cómo? La historia es muy larga, involucra una rueda pinchada, una cabra y una botella de vodka. Dejémoslo en por casualidad.

La Fiera miró atentamente a Ruben Ustyan. Bajito, cetrino. Con cara de rata, todo codos y rodillas. Los dientes, más grandes que la boca, le obligaban a adoptar una sonrisa perpetua. Reconoció en él a alguien sin imaginación, y le puso a regentar un burdel en Puerto Banús.

—Podemos fiarnos del armenio —dijo Orlov—. Es demasiado denso como para cagarla.

Orlov dijo, literalmente «denso como caca de oso», pero hay modismos del ruso que traducen mal.

Y así la vida de Ruben transcurrió sin pena ni gloria. Llevando las cuentas. Manteniendo una rotación de las mujeres, vendiéndolas a otros antros menos lujosos en cuanto daban síntomas de fatiga. Encargando latas de refrescos por palés. Un gestor de éxito en los años de la burbuja inmobiliaria.

Cuando el ladrillo reventó, Ruben fue el último en enterarse. El juego y la prostitución son los dos últimos vicios a los que renuncian los que se arruinan. Tardó tanto en enterarse, que para cuando le dijeron que había estallado la burbuja ya se estaba hinchando la siguiente.

—Menos mal que hemos salido de la crisis —le dijo Yuri.

—¿Qué crisis?

—Ponme otra cerveza, anda.

Yuri iba mucho por el burdel, a llevar recados, bolsas con coca para algún cliente, cosas así. Como matón de Orlov, tenía derecho a las mujeres gratis. Las bebidas había que pagarlas. Incluso con el descuento de empleado, Ruben calculaba que el ochenta por ciento del sueldo de Yuri acababa en su caja registradora.

De golpe, Yuri dejó de ir.

Ruben, picado en su cuenta de resultados, se lo recriminó un día que se lo encontró en la sección de perfumería de El Corte Inglés. Llevaba una bolsa en cada mano.

—Yuri, ¿qué te pasa? Llevo meses sin verte. ¿Te has enfadado conmigo?

—Ya no hago esas cosas. Estoy enamorado —dijo Yuri, con radiante imbecilidad.

Ruben se rio. Yuri era su cliente número uno. Si además de las cervezas, pagara por las mujeres, Ruben tendría un yate. ¿Quién había podido retirarle del vicio? Continuó riéndose hasta que sus ojos siguieron la dirección del dedo de Yuri. Apuntaba a una mujer alta y delgada, de pie junto al expositor de Louis Vuitton. La fotografía del luminoso mostraba a la actriz Léa Seydoux sosteniendo una flor. La mujer que trasteaba entre los perfumes, golpeando las tapas doradas con una uña pintada de rosa, era igualita a ella. Pero más guapa y menos francesa.

Ruben consiguió cerrar la boca con gran esfuerzo, al ver que ella se acercaba.

—Ésta es Lola, mi mujer.

Entonces llegó la proposición.

Han pasado años de esto. ¿Seis? ¿Siete? Ruben no se acuerda. Podrían ser cien. Para él todos los días son iguales desde aquel día. Más tranquilos, también. Pero más aburridos.

Aquel día Yuri le habló de un negocio nuevo que quería llevar a cabo. Ruben se volvió a reír, pensando en aquel matón de nudillos sangrantes montando un chiringuito con permiso de Orlov.

Dos semanas después, dejó de reírse cuando La Fiera le comunicó que dejara el burdel y que hiciera todo lo que Yuri le dijera.

Lo que Yuri le dice es que alquile una oficina en San Pedro Norte. Edificio Palomas. Un espacio interior, sin ventanas, de sólo un par de despachos. Un escritorio, una silla, paredes desnudas.

Yuri sienta a Ruben en la silla y le pone delante un ordenador portátil, para que se entretenga.

—¿Qué hago?

—No sé. Nada.