Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

—¿Cuándo fue la última vez que vio usted a su hija? —pregunta Antonia.

—Pero qué hartura. Ya se lo he dicho a la policía. Hace seis días. Lo único que quiero es que me dejen tranquila. Yo no sé nada —dice la señora, muy envarada, mientras se ahueca el pelo con la mano—. Me están espantando a la clientela.

Antonia y Jon se dan la vuelta y miran el local vacío y la calle desierta de febrero marbellí. Casi se puede ver una planta rodadora arrastrada por el viento.

—Es una mañana tranquila —dice Antonia.

—Ahora se animará la cosa, en cuanto se vayan ustedes. ¿Quieren una taza de café? Tengo una Nespresso.

—¿Me pondría un mitad, señora? —pide Jon.

—Si me lo pide así de bien.

Tere es una mujer guapa. No sólo considerando su edad, es una mujer guapa, punto. Su hermosura brilla por debajo de las mechas horteras. No es un cañón como la hija, eso tampoco. Pero se nota de dónde le vienen los mimbres a la niña.

Y es una de esas guapas. De las de hazme casito, piensa Jon, que ha participado en demasiados interrogatorios como para dejarse engañar. Cumplido el trámite de decir que la dejemos en paz, está encantada con la atención que está recibiendo.

La peluquera canturrea mientras la máquina zumba a diecinueve bares de presión.

—Sus compañeros han estado por aquí varias veces. También me han dicho que les avise si contacta conmigo de alguna forma.

Si viene por aquí, no va a hacer falta que avise. Dos policías de paisano están sentados en un coche aparcado a unos metros. En el edificio de enfrente, un par de señores de aspecto eslavo han alquilado un apartamento con vistas a la fachada malva obsceno de Tere’s. Sentados en sillas de plástico en la terraza, con sus camisetas sobafresh y sus tatuajes en los brazos. Fuman y beben sin quitar ojo a la peluquería.

Si Lola apareciera por aquí, usted sería la quinta en enterarse, piensa Jon, asomado a la ventana.

—Hábleme de la relación con su hija —pregunta Antonia.

—Bien. La relación, bien. Bueno, ya saben, los hijos. Si tienen hijos, ya saben.

—Yo tengo uno. Y no sé.

—Pues ya sabrá. Les das todo el cariño que puedes, y ellos en cuanto crecen cogen el portante y hacen de su capa un sayo. Pero bien.

—¿No están muy unidas, entonces?

—No, si me llama todos los días. Pero que la niña hace lo que le da la gana. Si le habré avisado yo veces de que este muchacho no le venía bien.

—Usted no aprobaba a Yuri.

—Si es que es ruso.

Antonia ladea la cabeza.

—No comprendo.

—Pues está muy claro. A ver qué bueno iba a salir de ahí.

—Viven veinte mil rusos en Marbella. Supongo que no los conocerá a todos.

Tere sacude la mano, despejando posibilidades que no le agradan.

—Con la de chicos majos que hay aquí. Españoles como Dios manda. Y mi hija es una prenda. Podía estar con quien quisiera, que le tiran los trastos por la calle. Y a la niña le da por mezclarse con uno de fuera… Y ahora, ahí la tiene. Preñada y viuda. Ahora no habrá quien la toque ni con un palo.

—¿Las cosas iban mal con su marido? ¿No se querían?

—¡No, ni! Enamorada como una boba. Yuri esto, Yuri lo otro. Se pasaba el día hablando de él. Cosa más cansina. Era su hombre que cambiar. Así nos entretenemos. Todas queremos cambiar a alguien. Y luego: la vida. Nada.

—Me gustaría preguntarle por el día en el…

A Jon le salta una alarma en la cabeza. Levanta una mano e interrumpe a Antonia.

—Perdón. ¿A qué se refiere con que era su hombre que cambiar, señora?

—El muchacho ese era un tirao. Cuando lo agarró mi hija, le hizo un hombre.

—¿En qué sentido?

—En cuál va a ser. No tenía dónde caerse muerto. Y ahora miren cómo les va, con su casoplón en una urbanización, como los ricos. Si ya lo digo yo siempre. En el matrimonio, el hombre es la cabeza. La mujer es el cuello. ¿Dónde mira la cabeza? Donde dice el cuello.

—O sea que estaba al tanto de los negocios de su marido.

Aquí Tere se para. En seco. De estos frenazos que uno da cuando se ha pasado el semáforo y tiene que dar marcha atrás en el paso de cebra.

—Ay, eso yo ya no sé.

—¿A qué se dedicaba Yuri? ¿Lo sabe?

—Traía cosas de Rusia. La Nutella esa rara está buenísima. Mire, tengo aquí un poco —dice, sacando un tarro junto a la Nespresso. Le tiende una cuchara limpia—. Ande, ande. Mojetee. Si lo está deseando.

Jon asiste a la lucha entre dos fuerzas invisibles. El tirón gravitacional del tarro contra la fuerza de voluntad de Antonia, que mueve la barbilla de un hombro a otro con los ojos fijos en la pasta marrón.

—Pues yo sí que la voy a probar, con su permiso —dice Jon.

Odio atroz. Envidia malsana. El resquemor más amargo. Todo eso le envía Antonia a su compañero en una sola mirada. Lo cual hace que el Funduk le sepa todavía mejor.

—¡La Virgen, qué rica está! —dice Jon, con la lengua aún rebuscando restos entre los labios.

—¿A que sí? Ya le dije yo que tenía que dedicarse a esto, que se iban a forrar. Ésta es mucho mejor que la nuestra, que ya no sabe a nada.

Antonia levanta la mano para coger la cuchara a su vez, pero Tere se adelanta y la echa en un táper grande junto con la taza que ha usado Jon para el café. El ruido del metal al chocar contra la loza es el del corazón de Antonia rompiéndose.

—¿No está usted preocupada por su hija?

—Uy, claro. Muy preocupada —dice la señora—. Pero sé que estará bien. Ella siempre ha sabido cuidar de sí misma.

2
Un recado

—¿Has visto a los señores de la terraza de enfrente? —dice Jon, cuando salen.

—Me he fijado. Les va a dar una sobredosis de malva, si no dejan de mirar a la fachada.

—Son rusos. Seguramente vengan inmunizados de su patria.

Han dejado el coche en el paseo Marítimo, porque a Jon le apetecía estirar las piernas. Toca caminar. El aire huele a salitre y humedad. Es agradable. Incluso vuelve a Antonia ligeramente permeable al sarcasmo de su compañero.

—Ya he visto que te han puesto nervioso.

—La España viva —dice Jon.

—A mí me parece más preocupante su estado anímico.

—Estaba ahogándose en preocupación, sí.

—Cuando no sabes dónde está tu hijo, no reaccionas de esta forma.

La mirada de Antonia está perdida en un lugar muy oscuro.

Jon no tiene hijos. Tampoco ha extraviado nunca nada más grande que un agapornis que tuvo de niño. La jaula vacía una mañana, qué disgusto más grande. Se habrá ido a vivir la vida loca, tú tranquilo. Amatxo confesó años después que se lo había comido el gato, pero que no le dijo nada para no traumatizarle. Luego que si salí marica, ama, se quejaba él.

Antonia perdió a su hijo Jorge hace unos meses, durante las horas más angustiosas de su vida. Lo que sucedió en el túnel de Goya Bis la cambió. Jon lo tiene claro. Lo que está por ver es cómo.

—¿Has hablado con el niño?

Ella menea la cabeza.

—La próxima visita es dentro de once días. Mientras siga a prueba, me han dicho que el contacto diario está limitado.

—Ya verás como todo sale bien.

—No lo sé. La última visita fue… complicada. Estaba muy raro. Sólo quería provocarme. Deseando que me equivocara en algo.

—Quizá sólo buscaba una reacción por tu parte.

—Quizá no estoy hecha para ser madre.

—Cielo, ninguna estáis hechas para ser madres. Os ponen eso dentro, pop, sale un bicho que os trastoca la vida, y os creéis que las hormonas van a aparecer cantando Mocedades para haceros supermamis. Spoiler: no.

—Es sólo que no le entiendo. Y tengo mucho miedo de hacer algo mal.

—Es que no lo tienes que entender. Tampoco tienes que controlar todo, Antonia. Sólo tienes que quererle. Eso ya sería más de lo que tienen muchos.

Desde donde están ya ven el mar. Grisáceo, amenazante. Un peligro contenido a duras penas por dioses cansados, a punto de tirar la toalla. Por el horizonte, una tormenta se arrastra hacia ellos. Aprietan el paso para llegar al coche antes de que descargue.

—¿Crees que está en contacto con su hija? —pregunta Antonia, volviendo a la peluquera.

—Allá en mi tierra, en los tiempos en los que unos cuantos se escondían de la policía, las familias también se preocupaban —dice Jon, con el aliento entrecortado ante el aumento de velocidad—. Y ellos no llamaban, ni mandaban cartas ni emails cuando hubo. Hacían lo que se hace en los pueblos. Mandar el recado con alguien. Dile a los aitas que estoy bien, muxutxus, agur. Y ese alguien llamaba a otro alguien. Al frutero, a la hija de la vecina. Alguien con el que te vayas a cruzar y que te pueda susurrar una frase mientras te da dos besos.

—Eso explicaría la actitud de la madre —dice Antonia, tras reflexionar un momento—. Así que Lola Moreno sigue escondida. Sin bolso, sin tarjetas de crédito.

—Sin familiares conocidos más que la madre, que no la está ayudando, que sepamos.

—Está embarazada y es diabética. Tiene que pincharse insulina a diario.

—¿O si no?

—Convulsiones, pérdida de conocimiento, muerte. Por ese orden, obviamente —aclara Antonia.

—Pues como no nos pongamos a vigilar farmacias…

—Ya se me había ocurrido. Hay treinta farmacias en Marbella. No es posible.

—Eso sin contar conque la esté comprando ella misma.

—Quizá tendríamos que vigilar las casas de empeños. De algún sitio tiene que sacar el dinero.

—Igual. Pero estamos en las mismas. Aunque…

»La pasta que habría que vigilar es la de la ama.

—¿Por qué lo dices?

—Cielo, en mi vida he visto una peluquería con el suelo tan limpio.

Un relámpago ilumina la cara de Antonia, el parabrisas del coche y el escaparate de la tienda de recuerdos desierta frente a la que lo han aparcado. El trueno que le sigue viene acompañado de un jarreón de agua, gruesos goterones que estallan sobre el capó del Audi. Jon abre la puerta de su lado, pero Antonia se queda quieta junto a la suya.

Los monos reclaman su atención.

Jon entra, se quita la chaqueta, la arroja al asiento de atrás. Se pone el cinturón, activa el limpiaparabrisas. Contempla las escobillas perseguirse por el cristal con su fiuc, fiuc. Aprieta un botón en el reposamanos. La ventanilla del copiloto baja lentamente, revelando a una Antonia inmóvil bajo la lluvia.

—¿Subes? ¿O te viene bien una pulmonía?

Ella parece despertar y darse cuenta de que se está empapando.

—Eres un genio —dice, entrando en el coche.

—Lo sabía. Pero dime por qué.

—El cartel de la entrada de la peluquería. El cartel del horario.

Antonia se agarra el pelo, se lo estruja. Un chorro de agua cae sobre la tapicería y la moqueta del suelo.

—Bendita memoria fotográfica la tuya. ¿Qué ponía?

—Lunes, martes y jueves, de 11 a 13 h.

—Una adicta al trabajo.

—No hay peluquería del mundo que no abra los viernes, Jon. El sitio es una tapadera de blanqueo de dinero.

Tiene sentido, piensa Jon. Voronin monta el local. La señora pasa un par de horas al día, tres días por semana. Da igual que no vaya nadie, ella declara que factura miles de euros, porque nadie exige un recibo o un tíquet de un corte de pelo. El yerno le paga un sueldecito y los «beneficios» van limpios a una sociedad del clan Orlov.

—Tenemos que averiguar quién es el dueño de la peluquería.

—Preguntemos a Siri —dice Antonia, sacando el iPad y entrando en Heimdal.

Jon la mira de reojo.

Caray con la Scott. Lento, pero va aprendiendo, la muy cabrona, piensa, riéndose por dentro.