Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Lola tiene su propio muerto al que señalar.

No hay constancia documental. El nombre de Lola no aparece por ninguna parte. Su padre la enseñó bien. Era un perdedor, pero sabía de contabilidad más que nadie. Y ella le echa de menos. Todas aquellas tardes que pasaron juntos en sus últimos años, mientras él le explicaba los trucos, los resquicios legales. Cómo desaparecer de la vista, creando pantalla tras pantalla, hasta volverte invisible.

No es la situación ideal. Pero podría ser mucho, mucho peor.

Es cuestión de resistir lo suficiente. O de hacer un trato con lo que sabe, si vienen mal dadas. Aunque sea una vía jodida.

Y también de dinero para un buen abogado, por lo de la tienda, que eso sí que pueden encalomárselo. Pero a ver de dónde lo saca.

A su madre no puede recurrir. Ésa es otra. Qué es lo que va a ser de ella ahora. De las dos.

Qué pasará después. Si acabaré convirtiéndome en ella, piensa, tocándose el vientre. En ese parásito conformista. Con una vida marcada por una quietud exánime, un leve pero persistente tufillo de putrefacción. Y un guion que representar en cada llamada de teléfono. Cuando las nimiedades del día a día se acaban, y Lola ve venir la Gran Pausa Cargada de Sentido, antes de la Pregunta Inevitable. ¿No crees que deberías encontrar algo mejor? Como dos actrices condenadas a seguir representando la misma escena deprimente cada vez que se encuentran.

Y luego bien que cogía el dinero, no te creas.

Sus pensamientos se van volviendo más amargos e inconexos a medida que el cansancio gana la batalla.

Está quedándose dormida. A pesar de todo. A pesar del fracaso de sus planes, a pesar de los errores, a pesar de que viaja esposada hacia un futuro incierto taladrada por la mirada de un psicópata, se duerme.

Entonces, sucede.

12
Una palabra tamil

En algún momento, horas después, Antonia abandona el sueño profundo. Y los ronquidos, que ronca como un dragón. La luz familiar de las farolas de la avenida del Manzanares, con su patrón característico, la va despertando. Parpadea y se remueve, entrando y saliendo del duermevela, cuando atraviesan el puente de Praga. A menos de trescientos metros del lugar donde habían encontrado el cadáver sin identificar en el río, unos días atrás.

A la altura de Santa María de la Cabeza, Antonia levanta la ídem. Endereza el cuello, que cruje. Sacude con disgusto la bolsa —antes de hielo, ahora de agua—, que ha goteado en sus pantalones.

El efecto del Voltarén está desapareciendo. Cuando echa mano al agua para tragar otro par de comprimidos, se mira la cara hecha un cisco en el reflejo del cristal.

—Qué desastre —dice, con voz ronca de recién despertada.

—Peor quedó Voronin —dice Jon.

Antonia se detiene.

El mundo también.

El rostro de Voronin, destrozado. Un disparo de escopeta, a bocajarro, en línea recta.

Erupaṟarkkiṟatu.

En idioma tamil, lengua drávida que se habla en la India y el noroeste de Sri Lanka: desviar al buey por mirar la mosca.

Frente a Antonia aparecen de pronto todas las piezas:

– Yuri Voronin, asesinado de un disparo de escopeta mientras estaba en bañador, en su casa, sin que hubiese signos de entrada forzada.

– Un disparo recto, a bocajarro. Le estaban apuntando a la cara.

– El perro, un pastor caucásico enormemente receloso de los extraños, estaba encerrado en el recinto de la piscina.

– Lola Moreno recibe un mensaje de su marido, avisándola de que iban a por ella.

– Alguien intenta asesinar a Lola Moreno, al mismo tiempo que a su marido.

– La lejía en la escena del crimen.

– Yuri Voronin era confidente de la policía.

Todo vuelve al mismo sitio. Todo vuelve a la muerte de Voronin. Antonia recuerda el desasosiego que sintió en la escena del crimen. Cómo los monos se agitaron, intentando hacerle entender algo que estaba ahí desde el principio. La posición del cuerpo. El ángulo del disparo.

Erupaṟakkiṟatu.

Desviar al buey por mirar la mosca.

—El perro. El perro, Jon.

—¿Qué le pasa al perro?

—Para el coche.

Jon pone los intermitentes, se pega a la derecha. Están en pleno paseo de Recoletos, camino del hotel, pero a esa hora no hay casi tráfico.

—Déjame conducir.

—Pero si estamos casi llegando.

—Tenemos que volver. Cuanto antes. Y tú no estás en condiciones.

Sin creerse del todo lo que está haciendo, Jon le cambia el asiento a Antonia. El frío del exterior —están tres grados bajo cero— le espabila un poco.

—¿Se puede saber qué mosca te ha picado?

Erupaṟakkiṟatu, piensa Antonia, que echa el asiento hacia delante para ajustarlo a su cuerpo. No es que Jon esté gordo. Se pone el cinturón, y arranca. Hace un giro bastante ilegal para torcer en plaza de España. Pisa la línea continua, se salta un semáforo, luego dos.

El inspector Gutiérrez, que ya podía oler la cama, se ajusta el cinturón, y maldice el agotamiento que le ha hecho bajar la guardia y cederle el volante a una conductora profundamente desequilibrada. Otra vez. Cuando había prometido que jamás volvería a ocurrir.

—Me estás asustando.

—Llama a Mentor.

—¿Para qué?

—Que le llames.

Jon marca. Contesta una voz adormilada.

—El furgón en el que va Lola Moreno —dice Antonia—. Necesito que lo localices. Hay dos agentes de la policía judicial a bordo. Se dirige ahora mismo hacia Madrid, según mis cálculos deben de estar entre Villaverde y Usera. Es cuestión de vida o muerte. ¿Has comprendido?

—Ahora mismo —dice Mentor, muy serio. No pide explicaciones. Ha reconocido el tono.

Jon cuelga. Él sí pide explicaciones.

—¿Se puede saber por qué nos estamos jugando un accidente?

Antonia no responde. Está demasiado ocupada en el manejo a noventa kilómetros por hora Cuesta de San Vicente abajo. Esquiva por los pelos a un taxi que salía de la calle Ariaza, que pega un frenazo. El sonido del claxon no llega a alcanzarles.

—El perro, Jon —dice, cuando alcanzan la M-30, y el camino más despejado le permite poner el coche a ciento ochenta.

—Ya, ya. El perro. Que se lo ha llevado la asistenta. ¿Por qué quieres ahora al perro?

—Ahora no. El día del asesinato de Voronin. ¿No lo entiendes? ¿Dónde estaba el perro?

—Encerrado en su piscina —dice Jon, sacudiéndose el cansancio. Que se le está pasando, gracias a la adrenalina que produce adelantar coches, aunque sean pocos, sesenta kilómetros por encima del límite. Y sujetarse bien fuerte a la manija.

—Voronin encerró al perro. ¿Por qué? Porque sabía que iba a recibir visita.

—Conocía a los que le mataron. Eso ya lo sabemos.

—Claro. Pero los que le mataron no iban a matarle. Sólo querían asustarle para que hablara. ¿Qué sentido tenía matarle y luego registrar la casa en busca de lo que querían?

—No es práctico, no. ¿Y por qué le mataron, entonces?

Erupaṟakkiṟatu.

—Por error, Jon. Le amenazaron con la escopeta, pero en ese momento el perro tuvo que revolverse, ponerse a ladrar. El recinto de la piscina está al lado de la barbacoa.

—El que sostenía la escopeta se asustó.

Y luego, los dos a la vez:

—Pum.

—Vale, pero sigo sin entender por qué estamos dando la vuelta —dice Jon, encogiéndose cuando adelantan a un camión que queda peligrosamente cerca.

—A Lola Moreno intentaron matarla varios minutos después. ¿Por qué?

—Porque había fallado lo del marido —dice Jon, que empieza a comprender.

—Lo hemos enfocado mal desde el principio. Siempre creímos que era un ajuste de cuentas y que iban a por los dos a la vez.

—Pero Orlov se empeñó en dejar clara la traición de Voronin en el funeral. Que era un chivato.

Antonia se muerde el labio inferior, cierra los ojos, intenta pensar. Sin darse cuenta de que, a esa velocidad, no es una buena idea. El volante se le desvía un milímetro. Pasan tan cerca de un monovolumen de color rojo que el retrovisor izquierdo del Audi desaparece. Dejando sólo un cable que se agita, frenético.

—¡Me cago en todos tus muertos, Scott!

—Perdón —dice Antonia, enderezando el volante—. Orlov no sabía lo del dinero entonces. De lo contrario no habrían matado a Ustyan y quemado los archivos de Voronin. Ése fue su gran error, porque encontramos el contenedor.

—¿Entonces?

—Piensa, Jon. Voronin era un negado. Tiraba peras con la punta del pene, según Orlov.

—¿Perdona?

—Luego te lo explico. Era un negado, conoce a Lola Moreno y se vuelve el Da Vinci del blanqueo y del contrabando.

Jon asiente, despacio. Es como uno de esos trampantojos que te muestran una imagen escondida dentro de otra. Una vez que has descubierto el secreto, no hay manera de dejar de verlo. Camuflada detrás de todos los estereotipos sociales, se había reído de todo el mundo durante años. Incluso ahora ellos la habían tratado como una víctima desesperada.

—Qué hija de puta.

—Ella ha sido el cerebro desde el principio. Manipulando a su marido, robando a Orlov. Y un día debieron de cometer un error, y alguien les apretó. ¿Cómo funcionan los confidentes, Jon?

—Tú miras para otro lado, y ellos te cuentan cosas a cambio. Sale más rentable para todos.

—Y a veces te manchas —dice Antonia, con voz suave.

Jon no responde. Bien sabe él qué ocurre, incluso con la mejor de las intenciones. No se puede vadear un río de mierda vestido de novia.

—Ahora dime por qué huyó Lola Moreno y no acudió a la policía.

Jon ata cabos también. Con una claridad estremecedora. Sí, es sólo una chispa minúscula, y casi todo el trabajo lo ha hecho ella, mostrándole a Lola Moreno como quien realmente es. Una mujer manipuladora, con dinero, increíblemente inteligente. Sólo es una chispa minúscula. Pero, por un breve instante, Jon vislumbra lo que debe de ser estar dentro de la cabeza de Antonia Scott.

—Conocía a su atacante.

—Alguien que se había implicado con Voronin y con ella demasiado. Alguien que vertió luego lejía en la escena del crimen —dice Antonia, hablando cada vez más deprisa—. Alguien que había sido herido superficialmente. Alguien cargado de hombros, que apenas movía uno de los brazos cuando le conocimos.

Jon traga saliva, despacio.

—Joder, cielo. Jo. Der. Más te vale estar segura.

Antonia aprieta las manos sobre el volante con determinación. No, aún no lo comprende todo. Quedan cabos sueltos, muchos. Sobre todo los que tienen que ver con la Loba Negra. Hay más fuerzas actuando sobre este tablero de lo que ella es capaz de ver con la información de que dispone. Pero ha eliminado lo imposible hasta que sólo le ha quedado lo improbable.

—Estoy tan segura de que fue Belgrano, como de que no dejarán que Lola llegue a la sede de la UDYCO con vida.

Grabación 16 Hace dos semanas

YURI VORONIN: No quiero seguir con esto.

COMISARIA ROMERO: Creo que hace tiempo les dejamos claro que sus preferencias no importan, Voronin.

YURI VORONIN: No lo entiende. Lola no sabe que estoy aquí. Por eso no la he traído.

SUBINSPECTOR BELGRANO: Mira que me extraña. Si es ella la que te lleva de la correa.

YURI VORONIN: Ella es la que piensa cosas. Yo soy el que tiene que rebuscar en basura, hablar con gente para enterarme de cosas que contarles. Bratvá y fuera de Bratvá.

SUBINSPECTOR BELGRANO: Eso es algo que haces muy bien. Y era el acuerdo. Nosotros te facilitamos las cosas, tú nos facilitas las nuestras.

YURI VORONIN: Bueno, pues se acabó.

SUBINSPECTOR BELGRANO: ¿Y esta ventolera que te ha dado?

YURI VORONIN: Lola está embarazada. Queremos dejarlo.

COMISARIA ROMERO: Me temo que es imposible.

YURI VORONIN: ¡He hecho todo lo que me pidieron!

SUBINSPECTOR BELGRANO: Y vas a seguir haciéndolo. (Pausa de ocho segundos.)

YURI VORONIN: No.

SUBINSPECTOR BELGRANO: ¿Cómo dices?

YURI VORONIN: He dicho no. (Ruido de una silla cayendo al suelo.)

SUBINSPECTOR BELGRANO: Menuda hostia que te voy a dar, enano. Te vas a cagar.

YURI VORONIN: No va a tocarme. No va a tocarnos a ninguno de los dos.

SUBINSPECTOR BELGRANO: Te voy a borrar esa sonrisa a patadas.

COMISARIA ROMERO: Subinspector. Me gustaría saber por qué el sospechoso está sonriendo, cuando sabe que le tenemos cogido.