Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Lo pagó. Caro. No era la idea. El puto perro asustó a Belgrano, que siempre ha sido más bien ansioso. Y todo se descontroló. Hubo que ir corriendo a por ella. Y fallaron.

Menudo desastre.

Llamó demasiado la atención. El propio Orlov la llamó por teléfono, para pedir explicaciones. Era la primera vez que hablaban. Y ella le dio media verdad. Lo justo para que todo el mundo salvara la cara.

Pero en Madrid alguien levantó una oreja. Y aparecieron aquellos dos en busca de Moreno.

Cuando la cogieron, Orlov volvió a llamar. Se suponía que tenía que morir, como fuera. Orlov facilitó el coche. Una segunda cagada. Y dos policías muertos. Dos inocentes. Otra raya cruzada.

Esa Lola Moreno es como una puñetera cucaracha. No termina de morirse nunca.

Orlov llamó una tercera vez. Para informarles del fracaso, y ordenarles qué hacer. Y Romero se dio cuenta de que las tornas habían cambiado. Que ahora sólo era una herramienta en sus manos.

No es esto para lo que me hice policía, piensa la comisaria, de nuevo.

Los dos coches llegan con las primeras luces del amanecer. El sol no va a romper hoy por encima de los montes. El cielo cuelga muy bajo, henchido de nubes grisáceas y malos presagios. Lo que hagan hoy, quedará oculto de la mirada de Dios.

Es un alivio miserable para una tarea miserable.

El primer todoterreno se detiene en el cruce. Romero echa un vistazo al interior. Sólo dos hombres, que no hacen gesto alguno al verlos.

—¿Esto es lo mejor que tiene Orlov?

—Lo mejor que tiene Orlov es Orlov —dice una voz tras ellos.

Romero se gira, y ve al viejo mafioso, acompañado de dos matones, bajarse del segundo todoterreno. La Fiera. Proxeneta, violador, narcotraficante. Asesino. Tiene que contenerse para no sacar el arma y esposarle contra el capó.

Una oleada de repugnancia la invade. Hacia él, hacia sí misma.

—¿Están solos? —dice Orlov.

—Sólo nosotros. ¿Esperaba a alguien más?

El viejo mira a lo lejos. A la línea donde comienza el bosque que se extiende montaña arriba, hasta desaparecer devorado por las nubes.

—No importa. ¿Han localizado la última posición que les envié?

—Es aquí —dice Belgrano, mostrando un mapa hecho por satélite en la pantalla de su móvil—. Hay una casa en el bosque, doce kilómetros más adelante, por este camino. Después, nada.

—Suban al coche. Acabemos con esto de una vez.

4
Un inventario

Lo ponen todo encima de la mesa. Cuatro piezas de metal y plástico encima de la madera.

No es gran cosa.

El arma de Jon tiene trece balas en el cargador insertado, otras trece en el de repuesto.

La pistola de Irina, diez balas. Sin cargador de repuesto.

La pistola que tenía Rebo. Doce balas. Sin cargador de repuesto.

La escopeta de Jon. Ocho cartuchos.

—Veinte metros de alcance. A partir de ahí, la dispersión de las postas disminuye las posibilidades de un disparo letal —dice Antonia, apoyando el índice en la culata.

Jon asiente, despacio.

—Así a ojo, ¿cuánto dirías que son veinte metros? —pregunta, señalando por la ventana.

—Hasta el abedul.

—Claro. Y sólo por clarificar…

Ella pone los ojos en blanco.

—El árbol de la derecha del Ford Fiesta.

—Ves como cuando te explicas…

Antonia se pone en pie, y recoge la pistola de Irina y la que Rebo había robado a los policías.

—Al final hemos acabado resolviendo el asesinato del Manzanares.

—Ése no te lo puedes apuntar. Se ha resuelto solo.

—¿Y quién ha cogido a la asesina?

—Técnicamente, la ha atrapado el perro —dice Jon, levantándose y yendo hacia las prisioneras.

El inspector Gutiérrez le pide a Zenya que se incorpore, y le quita las esposas.

—Necesito que lleves tu coche hasta la cancela y lo aparques de culo, lo más cerca que seas capaz. Después echas el freno de mano, y vuelves cuanto antes.

La asistenta obedece. Antonia se acerca a la entrada, y aprieta el botón que cierra la cancela. Por si a la mujer le entra una idea de última hora.

Cuando regresa, les explica el plan.

—Orlov tiene que estar a punto de llegar. No sabemos cuántos son, ni con qué armas cuentan. Así que tendremos que aguantar como podamos. Tenemos dos ventajas a nuestro favor. La casa es sólida, todas las ventanas tienen rejas. Así que el único punto de entrada posible es la puerta principal.

—¿Cuál es la segunda? —pregunta Lola.

—No esperan oposición. Ni que seamos tres —dice, alargándole su pistola a Irina, sosteniéndola por el cañón.

Hay un instante de silencio incómodo. Incluso la hoguera, casi apagada para entonces, cesa de crepitar.

Ella no hace ningún movimiento para coger el arma. Sus ojos verdes no se apartan de los de Antonia.

—¿Seguro?

—No. Pero tampoco tengo mucho que perder —responde Antonia.

Irina levanta el brazo. Sus dedos rodean el cañón del arma. Durante un instante, la energía que transmite su mano se comunica con Antonia a través de ochocientos gramos de acero.

—¿Y nosotras? —dice Lola.

—Usted la ha traicionado a ella —dice Antonia a Zenya, señalando a Lola.

—Y tú has traicionado… —Jon hace cuentas, pero sale más barato resumir—. Bueno, a todo el mundo. Así que tumbaos debajo del sofá, y no incordiéis.

Irina se incorpora un poco, y va con Jon hasta la ventana. Tiene que apoyarse en él a cada paso.

—Plan vuestro… mal.

—¿Ah, sí? ¿Cuántas veces has estado en una casa asaltada por mafiosos rusos?

Irina inclina la cabeza, intentando comprender. Luego alza dos dedos.

—¿Y qué tal la experiencia?

—Una mal. Una bien.

Antonia se une a ellos.

—¿Tienes una idea mejor? —pregunta, en ruso.

—Alguien tiene que estar en el tejado —responde ella en el mismo idioma—. Intentar que no se acerquen demasiado. No importa que las ventanas tengan rejas, si se acercan, moriremos todos.

—Iré yo —se ofrece Jon, cuando Antonia le traduce la respuesta al castellano.

—Con la escopeta, y desde arriba, cubrirás mucho terreno. Intentarán rodearte, así que tienes que estar atento a tu espalda.

—De acuerdo —dice Jon.

Irina coge a Antonia por el codo, la lleva hacia la ventana e inicia con ella una conversación en ruso.

—Tú, aquí —le dice, dando con los nudillos en el alféizar—. Rompe los cristales, sólo estorban. Espera hasta que estés segura de acertar.

—¿Y tú?

—Yo iré afuera, entre los árboles.

—Con esa pierna, ni hablar.

—¿Sabes usar eso? —dice Irina, señalando la pistola de Antonia.

—No muy bien —admite ella.

—Pues no discutas. Deprisa. Tienen que estar a punto de llegar.

5
Un tejado, un jardín y un salón

Jon es el primero en verlos.

Su trabajo le ha costado. En el dormitorio principal hay un velux que da al tejado, el único acceso a la casa que no tiene rejas. Salir por él ha sido una odisea. Primero, subirse a una silla para poder maniobrar. Después, abrirlo al máximo. El máximo resultan ser cuarenta centímetros. Las matemáticas le indican que por ahí no va a pasar. No es que esté gordo. Así que rompe las varillas que le impiden la salida. A culatazos.

Abajo, Antonia hace algo parecido, a juzgar por el ruido de cristales rotos.

El inspector Gutiérrez lleva once años sin subirse a un tejado. Y fue para arreglar una antena parabólica en casa de unos amigos. Así que toda su experiencia consiste en recordar que están inclinados, y que resbalan mucho, sobre todo cuando están cubiertos de nieve.

El tejado es a un agua, de teja árabe. A la izquierda del velux queda la chimenea. Es grande, y ofrece suficiente espacio para que Jon pueda parapetarse tras ella. Queda justo encima de la puerta de entrada.

Las malas noticias son que en esa posición ofrece un blanco perfecto a cualquiera que se acerque por detrás de la casa.

No pasa ni un minuto desde que Jon se coloca en su sitio y los todoterrenos doblan el recodo del camino. No lejos de donde el Audi se estrelló sin que Jon tuviera culpa alguna.

—Ya están aquí —grita Jon, a través del hueco de la chimenea.

En el salón, Antonia rompe los cristales con el atizador de la chimenea, y coloca una manta —robada en un vuelo de Iberia— sobre la jamba destrozada, para poder apoyarse sin miedo. Un muro de aire gélido le golpea en la cara.

La voz de Jon llega a través del hueco de la chimenea un minuto más tarde. A su derecha escucha cómo la puerta del salón se abre. Irina está saliendo.

Antonia se vuelve hacia Lola Moreno, que se está vistiendo, ahora que sus ropas se han secado.

—Esté pendiente de la puerta, por si le ordeno que la abran corriendo. Y usted —le dice a Zenya—, preste atención a la ventana de la cocina, por si alguien intentara algo desde ahí.

Irina desciende los escalones del porche y se interna en el jardín. La nieve le llega justo por debajo de la rodilla, dificultándole mucho los movimientos. Pero, por extraño que resulte, estar de nuevo en contacto con ese manto blanco le transmite una energía que hace mucho tiempo que creía perdida. No le quita el dolor, pero le devuelve algo. Del tiempo en Magnitogorsk, junto al Afgano. El hombre que la convirtió en un arma.

Está claro que la discreción no va a ser su aliada. Va dejando detrás de ella un rastro bastante claro. Huellas, arrastres, incluso pequeñas manchas rojas que se vuelven rosadas en cuanto se diluyen en la nieve removida.

Usa lo que tienes a tu disposición, resuena la voz del Afgano en su cabeza.

En lugar de ir directamente hacia la entrada, Irina se desvía hacia la pared, de la que ve colgar una manguera. Abre el grifo al máximo, confiando en que el agua no se haya helado dentro del tubo. Pero lleva demasiado tiempo sin usarse, así que fluye con fuerza al cabo de unos instantes. Irina coge la manguera y la arrastra tras ella hasta la zona junto al seto, y deja que el agua corra hacia la entrada de la finca. A la vuelta, necesitará un camino abierto para regresar deprisa. El agua ayudará a despejarlo.

En el tejado, Jon ve cómo se están preparando para entrar. Bajan de los coches. Cuatro del primero, tres del segundo. Reconoce a Orlov, a Romero y a Belgrano. El asco que le produce ver a dos compañeros —dos personas que gritaron a pleno pulmón el mismo juramento que él—, al lado de esa alimaña, no se puede reproducir.

—Son siete. Belgrano y Romero también —dice a la chimenea, confiando en que Antonia le escuche.

Puede ver a Irina, recorriendo el lateral de la finca, pegada al seto. Va muy despacio. Apenas puede moverse con esa pierna herida. Cojea ostensiblemente, y va dejando un rastro que cualquiera puede seguir. La pierde de vista a ratos, ya que la media docena de árboles que hay en el jardín le bloquean parte de la visión. De pronto es consciente de que esos árboles van a ser un problema, si cualquiera de los atacantes los usa como parapeto para avanzar hacia la casa.

Igual lo de poner el Ford Fiesta delante de la cancela no ha sido una buena idea. Va a dificultarles entrar, pero el truco les ha avisado de que venimos, piensa Jon.

Porque se están organizando. Alguien da una orden, seguramente Orlov, aunque Jon no puede verlo. El primero de los cuatro por cuatro da marcha atrás en el camino, se coloca con el morro hacia la cancela, y comienza a empujar. La cancela suelta un chirrido metálico, el todoterreno sigue empujando.

Y hay dos hombres que están rodeando la casa. Jon ve cómo doblan la esquina, luego pierde la perspectiva cuando el seto les oculta.

Mierda, mierda, mierda.

En el jardín, Irina ha conseguido llegar hasta el fondo del mismo. Hay una leñera, que forma un recodo en la pared. Allí espera, con la pistola en la mano, intentando no pensar en lo difícil que es mantenerse en pie.

El todoterreno, un Range Rover de color negro, embiste la cancela con golpes secos, cortos. Marcha atrás, acelerador a fondo, marcha adelante. Las ruedas han conseguido abrirse un surco en la entrada. El parachoques está ya medio hundido, pero a la cancela no le queda mucho. Un golpe más y saltará del riel que la mantiene derecha. El aire huele a gasolina, a barro y a metal.

Clang.

El ruido, rasposo, resuena por encima del motor revolucionado. Eso es algo que nunca ha dejado de sorprender a Irina. Cómo la nieve es capaz de amortiguar unos sonidos y multiplicar otros. La nieve es caprichosa.

El todoterreno se echa hacia atrás, para permitir que los hombres pasen. El primero se cuela por el hueco entre la cancela y la pared. Irina ve asomar unas zapatillas de color azul, unos vaqueros, finalmente un cuerpo rechoncho, enfundado en una cazadora de cordura.