Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

El cambio de tema es tan brusco que casi suena la aguja rayando el vinilo.

—Ya se lo he dicho. —Jon le sostiene la mirada, incómodo—. Nos han dicho que Lola Moreno es importante, y que hay que encontrarla.

Romero tarda en responder el tiempo que tarda en poner su explicación bajo un flexo y hacerle media docena de agujeros.

—Que Lola Moreno es importante, es verdad. Lo que no se imagina es cuánto, ni por qué.

—Y usted no va a contármelo.

—No, mientras no decida que puedo confiar en ustedes. Mientras tanto…

No llega a terminar la frase, porque en ese momento pasa Antonia corriendo frente a ellos. Jon no pide permiso a su superiora, ni se disculpa. Se limita a hacer una inclinación de cabeza en dirección a la comisaria, y sale en busca de su compañera.

11 (bis)
Un frenazo

Antonia sale de la casa a la carrera. Se apoya en el coche, se lleva la mano al bolsillo, y hace algo que llevaba años sin hacer por propia voluntad. Desde los tiempos del entrenamiento. Desde los tiempos en los que el control de sus capacidades era una batalla imposible de ganar.

Saca una cápsula azul.

La muerde con saña.

Pasan seis segundos.

Siete.

Diez.

Los monos se desvanecen.

El mundo se vuelve un lugar plano, gris, uniforme.

Antonia, de pronto, está vacía. Ya no existe el ruido ensordecedor, ni la velocidad.

Mientras dure el efecto de la cápsula azul, cuya compleja química ha sido diseñada para anularla, Antonia no es más que una persona normal. Recién levantada.

El poder ha desaparecido, pero no la angustia.

Su mente está restringida a una sola idea al mismo tiempo. Y ahora sólo es capaz de pensar en una cosa.

Lo estoy perdiendo, piensa Antonia, mientras lucha por recobrar el aliento. Siente arcadas, boquea con avaricia, intentando tragar aire. Las lágrimas que le caen de las mejillas le entran en la boca.

No es sólo que no pueda controlarlo. Es que lo estoy perdiendo por completo.

13
Un silencio

A Jon Gutiérrez no le gusta Antonia Scott.

No es una cuestión de amor. Jon la quiere, eso por descontado. Antonia está llena de virtudes, por debajo de sus rarezas. Es incapaz de hacer daño, es torpe de una manera adorable. Es de una cabezonería irritante —para un bilbaíno, ya tiene que serlo—. Es generosa y valiente hasta la inconsciencia. Y pertenece a una especie en peligro de extinción: la de aquéllos que creen que la justicia se defiende, no se espera.

Es compleja, tiene hábitos desagradables. Está callada cuando no debe, habla a destiempo y normalmente es para meter la pata. Las pocas veces que muestra algo parecido al afecto, no tarda ni medio minuto en ofenderte. Te lo da y enseguida te lo quita.

Nada de todo eso molesta a Jon de Antonia. Moriría por ella.

Lo que a Jon Gutiérrez le jode de Antonia Scott es no poder consolarla.

Ves a tu compañera, a tu amiga, hundida y llorando, sola, encerrada en un coche, con los zapatos sobre el asiento y abrazándose las rodillas. Te remueve cosas. Una opresión en el pecho, una electricidad en los antebrazos. Una incomodidad en los pies, a los que de repente desagrada el contacto con el suelo.

Con cualquier otra persona, vas y la abrazas. Ven para acá. La entierras en tus brazos enormes, capaces de levantar piedras gigantescas o de partir nueces en el hueco del codo.

¿Qué haces con una persona que no soporta que la toquen, que rehúye cualquier contacto o cualquier muestra de afecto?

¿Qué haces con Antonia Scott?

Te quedas quieto. Y por dentro te crecen los males larritasun. Angustia, coño, angustia.

Intentas entenderla, sin conseguirlo. Porque sabes que hay una distancia insalvable. Defendida por muros que ella misma levanta. Y te preguntas, qué será esta vez. Qué ocurrirá en esa cabeza imposible y maravillosa. Qué estará viendo, qué batallas estará librando.

Y llamas a la ventanilla, con suavidad. A ver si hay suerte y te abre.

Piu, piu, saltan los pestillos.

Hay suerte.

Jon entra, se sienta en el asiento del conductor. Palpa la tristeza en el aire. Viscosa, llena de textura. Se podría grabar un videoclip de Maná aquí dentro. Antonia tiene los ojos inyectados en sangre, la piel del color del papel viejo.

La tentación de extender la mano y tocarla es acuciante, pero Jon sabe que no es el camino.

También lo es la tentación de hablar. De explicarle que tiene que aguantar, que lo que sea que esté acechándola puede que siga haciéndolo, que sólo queda resistir. Pero Jon sabe que no es el camino.

Así que no dice:

—Nuestros demonios nunca se van, Antonia. Sólo nos queda ser aún más fuertes.

Y ella no le contesta:

—Estoy cansada, Jon. Cansada de las personas que son crueles con los demás. Cansada de todo el dolor que percibo. Son como trozos de cristal en mi cabeza, que no puedo quitarme.

Y él no responde:

—Seré tonto, gay. Hasta puede que gordo. Pero, a Dios gracias, aquí estoy. Aquí estoy.

No se dicen ninguna de esas cosas, porque la vida no es una película, donde un millón de complejas emociones se empaquetan en un diálogo impecable, mientras Michael Giacchino, Thomas Newman o Quincy Jones subrayan todo con una emocionante banda sonora.

No dicen nada, y sólo se sientan en el coche, juntos. En silencio.

14
Un código

Las lágrimas se secan.

Jon baja la ventanilla. En este rato ha llovido y ha escampado. Un olor fragante entra por la rendija, aliviando la tristeza. O cambiándola de sitio. Con cierto humilde consuelo: el que cuando ya nada subsista del pasado que ahora es nuestro presente, los olores perdurarán aún, cargando nuestro recuerdo.

—Petricor —dice Antonia.

—¿Cómo dices?

—El olor después de la lluvia. Se llama petricor.

Jon no entiende muy bien por qué, pero intuye que lo que acaba de suceder —esa palabra que Antonia ha compartido con él— es importante. No quiere estropear lo que no comprende, así que continúa esperando a que ella vuelva a hablar.

Para darle tiempo, se lleva el coche lejos de la urbanización. Ya es de noche. Recorre unos cuantos kilómetros, sin rumbo. Se para en un área de servicio vacía. Al fondo se ve la línea de costa de Marbella, convertida en un rosario brillante e idílico. Que no se vean los edificios ayuda. Más cerca, un letrero de Repsol les sirve de luz de contra y les permite verse las caras.

—Aquí hay algo que anda muy mal —dice Antonia, por fin.

—Pues, chica, recapitulando… Un señor al que le han volado la cabeza. Y otros dos en la morgue cosidos a balazos. Los tres en una mañana.

—No es sólo eso. Las mafias son violentas, pero nunca tan públicas. Lo de esta mañana, ahora esto. Hay algo más aquí.

—He conocido a una señora muy curiosa. La comisaria Romero.

—¿Hostil? —pregunta Antonia.

Siempre que llegan a un sitio es igual. Siempre hay alguien, de los de su lado, que no está cómodo con su presencia.

—Se pone al pairo. No va a dar la lata, siempre que no le revolvamos el gallinero. Por lo que he entendido, aquí puede estallar una guerra en cualquier momento.

—¿Y por qué es curiosa?

—Me ha hecho una pregunta muy extraña. No la mierda de siempre. Querían saber por qué estamos aquí.

—Nunca preguntan eso.

—No. Preguntan quién eres. Preguntan de dónde venimos. Preguntan cómo vamos a ayudar. Sobre todo, preguntan cuándo nos vamos.

Pero nunca por qué. El porqué suele ser jodidamente evidente.

Antonia parpadea. Su gesto habitual suele ser acelerado, cinco abrir y cerrar de ojos. A velocidad de ala de colibrí. Esta vez lo hace a cámara lenta. Eso, y su tono de voz despacioso, hacen saltar a Jon sus alarmas de consumado policía.

—Llama a Mentor.

Si no me hubiera pasado unas cuantas noches por el parking de la Fever, incautándole bolsas de maría a las cuadrillas, diría que esta chavala va cocida, piensa el inspector Gutiérrez.

—¿Estás bien, cielo?

—Por supuesto que sí —responde ella, el jueves siguiente.

Jon no dice nada. Pone el teléfono en el manos libres del coche, y obedece.

Mentor contesta al sexto timbrazo. Su voz resuena por los ocho altavoces del Audi como si estuviera dentro.

—No es un buen momento.

—Oiga, que aquí hay gente muerta —protesta Jon.

—Estoy en Bruselas, inspector. Una reunión de jefes de equipo. Han surgido… problemas.

Jon y Antonia se miran, extrañados.

—¿Qué clase de problemas?

—Problemas con compañeros de otros países. Nada que pueda contar por teléfono. Ya les explicaré cuando vuelvan. Y ahora, si me disculpan…

—¿Por qué estamos aquí? —pregunta Antonia.

Pausa. Desde el otro lado de la línea llegan ecos distantes de voces preocupadas.

—¿Qué te pasa en la voz, Scott?

También lo ha notado, piensa Jon. Con una punzada de envidia. A Mentor sólo le han hecho falta cuatro palabras, a través de un teléfono, a dos mil kilómetros de distancia. Menuda relación. Con su rosario de cuentas infelices, que callan más de lo que dicen.

—Scott —insiste.

Antonia le hace un gesto a Jon para que conteste.

—No queremos robarle tiempo en su reunión. Pero nos dijo que le tuviéramos informados. Y Antonia está…

—Le he preguntado a ella, inspector —responde Mentor con sequedad.

Pausa. En el coche se oye la respiración pesada de Jon. Que quizá la fuerza porque aborrece el silencio.

—Estoy cansada, eso es todo —responde Antonia.

Pausa. Más larga. Al otro lado las voces se difuminan, como si Mentor se estuviera alejando por un pasillo enmoquetado.

—Está bien. ¿En qué puedo ayudarles?

No se lo cree. Y yo tampoco.

—En saber por qué tiene tanto interés en Lola Moreno —le dice Jon.

—¿No hay rastro de ella?

—Ninguno. Pero hemos visto las ganas que tenían de acabar con ella y con el marido. Le resumo: bastantes ganas.

Mentor suelta un suspiro de adicto en el que caben varios anuncios de Marlboro, de esos que ya no emiten porque está feo matar personas.

—Parecía un caso sencillo, Scott —dice Mentor, más para sí mismo que para ellos—. Encontrar un ama de casa y volver. Algo fácil para que olvidaras tu obsesión particular con ese fantasma tuyo.

Antonia no responde.

—Sólo queremos saber dónde nos estamos metiendo —tercia Jon—. Por qué eligió este caso.

—No te lo dirá —dice Antonia.

—Sabes que no puedo hacerlo, Scott. Y menos por teléfono.

Antonia mira a Jon, y luego a la pantalla del móvil.

—Asumo la responsabilidad.

—No te corresponde tomar esa decisión, Scott.

—Entonces dime sólo el código alfanumérico. Yo le explicaré el resto.

Pausa. Eterna. Al otro lado de la línea, Mentor parece estar regresando sobre sus pasos, las voces preocupadas están cada vez más cerca.

—Si os pido que regreséis, no vais a hacerme caso, ¿verdad?

A Jon le vienen imágenes de un bóxer, en una cocina, con un hueso de jamón. Un bóxer al que hay que ajusticiar antes de que suelte la presa.

—Ya sabes la respuesta.

Al otro lado, las voces preocupadas son ahora gritos preocupados. Quizá es eso lo que hace que Mentor se rinda.

—A la mierda. Con una condición. Encontradla pronto, y volved cuanto antes a Madrid. Me vais a hacer falta. ¿De acuerdo?

—Estamos deseando regresar.

Mentor hace una última pausa, como si evaluara si esas tres palabras son un compromiso válido. Dice, a su vez, otras tres.

—Uno. Cinco. Foxtrot. —Y cuelga.

15
Un oído finísimo

Jon se vuelve a mirar a su compañera. Las cejas levantadas, las manos apretadas contra el volante. La cara, de pasta de boniato. De quedarse de plástico. Por un lado viene el mundo, por el otro su comprensión, en dirección contraria. La vía, de sentido único. Al volante, cómo no, va Antonia Scott.

—¿Te importa explicarte, cari?

Antonia sorbe por la nariz, se pasa la mano por el regazo.

—Es posible que no te lo hayamos contado todo.

—Es posible que me haya dado cuenta —dice Jon con suavidad.