Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

El furgón se estrelló. Hubo un crujido metálico cuando el chasis se deformó por el impacto. Ruido de cristales rotos. Y eso fue todo.

Lola no muere.

Ni siquiera queda inconsciente.

Tan sólo se queda allí, colgando.

No siente alivio por no haber muerto, solamente sorpresa. Un anticlímax perturbador. El universo había dispuesto las piezas para que se produjese un resultado, y luego ha entregado uno bien distinto. Es como una estafa en la que has salido beneficiada.

Lo cierto es que el habitáculo interior del Citroën ha resistido muy bien. Lola sólo tiene unas magulladuras. Algo de sangre le resbala por la punta de los dedos. El choque ha hecho que el borde de las esposas le lacere las muñecas. Las heridas son superficiales.

Hasta aquí las buenas noticias.

Las malas noticias: Kiril Rebo ha sobrevivido también.

La escasa luz que entra por una de las puertas traseras, que ha quedado abierta, le permite verle frente a ella. Está sentado, de espaldas, con las piernas en alto. Dando fuertes tirones a la abrazadera que le ata al vehículo. El choque ha debido de aflojar los tornillos, aunque Lola no puede verlo desde su posición.

Con un chasquido y un tintineo, Rebo se libera. Se quita el cinturón.

Lola se estremece de miedo. Aunque en la penumbra no puede ver los ojos de Rebo, aún recuerda la mirada fija y vacía que no ha cambiado desde que subieron al vehículo. Así que espera a que la ataque. Y Lola, atada, colgada bocabajo, esposada.

Indefensa.

Pero Rebo no se mueve.

Lola le observa durante largos segundos, hasta que comprende qué es lo que sucede. Y ve también su oportunidad.

—Han intentado matarte —dice, con voz suave.

Kiril Rebo se agita, suelta un gruñido ronco, pero no responde.

—A Orlov le ha dado igual que estuvieras aquí. Creías que era tu amigo, ¿verdad? Pues aquí tienes la prueba de su amistad.

El mafioso se arrastra fuera del asiento y gatea hacia ella. En la oscuridad, sus ojos vacíos han perdido el brillo azul pálido y se vuelven aún más amenazadores.

—Tú no hablas así —dice, agarrándola por el cuello.

Lola no se achanta. Ha escuchado muchas veces a Yuri hablando de Orlov y de Rebo. Cómo fueron los primeros en llegar aquí, cuando comenzó la invasión de la Costa del Sol. Inseparables, los dos. Uno el guante de seda, el otro el puño de hierro.

—¿Cuántos años llevas con él? —dice Lola, con la voz ahogada—. ¿Cuántos son suficientes para que te traicionen?

Rebo afloja la presión sobre su garganta.

—Suéltame. Sácame de aquí, y te prometo que haré que te compense.

—Tú lleva a dinero.

—Hazlo rápido, antes de que venga la policía.

El mafioso le dedica una mirada perturbadora.

Después se arrastra fuera de la furgoneta. Vuelve al cabo de medio minuto, con una barra de hierro azul en la mano. La introduce entre la abrazadera y el chasis, y hace palanca. La abrazadera salta de su soporte al tercer intento.

Lola se suelta, se quita el cinturón, y se deja caer.

Rebo la espera en el exterior. Está temblando, hace un frío insoportable. Se ha quitado la chaqueta y la ha arrojado al suelo, por alguna razón que Lola no alcanza a entender. Tiene tantos tatuajes en los antebrazos que parece como si se los hubiera tapizado.

—Me engañas, te mato —dice Rebo, mostrándole el trozo de hierro azul.

Lola asiente. Lo tiene claro.

—Necesitaremos un coche.

Se escuchan voces que vienen de lo alto del puente, por donde transcurre la autovía. Rebo y ella echan a correr por debajo del paso elevado de las vías de tren, y continúan por la calle desierta. Es poco más que una carretera secundaria. A la derecha hay una nave solitaria, rodeada de altos muros. A la izquierda, un desvío en dirección a Madrid. Otra calle sin un solo coche a la vista. Un letrero, pegado por un emprendedor optimista bajo una señal de ceda el paso, anuncia en letras negras sobre fondo amarillo:

LOCAL DE ENSAYO CASTLE ROCK
A 300 M

Lola sigue a Rebo en esa dirección. Cuatro minutos después, llegan a un polígono industrial. Hay un aparcamiento semivacío a la entrada.

Rebo camina entre los coches, hasta que se detiene delante de un Renault Clio.

—Éste muy fácil —dice—. Coches franceses, puag.

Se acerca a la ventanilla de la parte trasera e introduce el extremo del hierro azul en el borde de la luna, entre la goma y el punto donde ésta encaja en la carrocería. La goma se resiste a ceder. Tras varios forcejeos, Rebo opta por la versión rusa del acceso al interior: destrozar la luna a golpes. Se mete por el agujero y caracolea hasta el asiento del conductor. Tira del pasador de seguridad, abre la puerta. Arranca el plástico que protege los cables de arranque.

Mira los cables durante un rato, tocando con sus dedos cortos y nudosos, en forma de palillos de tambor. Tira de un extremo, donde hay tres cables rojos.

Se pone en pie y se acerca a Lola, que contempla todo de pie, abrazándose para intentar conservar el calor. Sólo lleva una chaqueta negra. Suficiente para las temperaturas suaves de Málaga. Un chiste para las madrugadas de febrero madrileñas.

Rebo alza las manos hasta la cabeza de Lola, que se echa atrás, asustada.

—Tú quieta —dice—. Necesita esto.

Le hurga en el pelo, hasta que le arrebata dos horquillas con las que mantenía el pelo hacia atrás. Se las había puesto cuando se peinó en el hotelucho de Estepona, hace un millón de años, o veinticuatro horas.

Rebo las dobla, parte una de ellas, y tras cierto forcejeo consigue acoplar uno de los pedazos uniendo la fuente de doce voltios y la fuente auxiliar, otro entre la fuente de doce voltios y el panel de instrumentos, y finalmente uno más entre el motor de arranque y las otras dos. Con un ronroneo suave, el motor se pone en marcha.

—¿Dónde? —le pregunta a Lola.

—Yo conduzco —dice ella.

—Dime dónde.

—No es lejos.

—¿Cuánto?

—Una hora. Hora y cuarto, quizá. El coche es malo.

Rebo la mira con desconfianza.

—Está bien —dice, al cabo de un rato.

Le deja el hueco del conductor libre, y se coloca en el asiento de atrás.

Lola se pone detrás del volante, ajusta el espejo retrovisor. Los ojos de Rebo están ahí. Tan amenazadores como siempre.

Mete la primera, saca el coche del parking, y se dirige al este, a través del puente de Vallecas y la avenida de La Paz, hacia la M-30. Sin el GPS es mucho más difícil orientarse. Siempre que venían a esta casa era Yuri quien conducía.

Qué difícil que es todo sin él. ¿Por qué tuvo que ser tan estúpido?

¿Por qué tuvo que ir a por Romero y Belgrano? Y, sobre todo, ¿por qué se le ocurrió pensar por sí mismo? ¿Qué le hizo pensar que era capaz?

Lola vuelve a evaluar su situación. Puede que lleve a un psicópata asesino en el asiento trasero, armado con un objeto contundente y punzante. Por ahora está controlado, aunque no se hace ilusiones.

Los hombres son fáciles de manipular. Unos más que otros. Para casi todos, el sexo es suficiente motivación. Algo que ella ha podido prometer con un guiño, una caída de ojos, un tirante de la camiseta que se resbala accidentalmente. Desde que era muy joven ha sabido que poseía un arma de destrucción masiva. Tan sólo porque sus rasgos estaban alineados de determinada forma, unas protuberancias de grasa tenían determinada otra. Y la ha usado, vaya si la ha usado. Yuri era idóneo para camuflarse, y se convirtió en una herramienta mucho más lucrativa de lo que nunca hubiera imaginado. Pero no todos los hombres son tan sencillos.

Si no responden al sexo, o al dinero, si responden sólo a un fuego interno que ella no puede encender a voluntad, son mucho más peligrosos. Si hay algo que le aterra más de Kiril Rebo que la posibilidad de que le haga daño, es que parece inmune a sus habilidades.

Lola no se hace ilusiones, por tanto. Rebo sólo está fingiendo dejarse manipular.

Por ahora, tendrá que bastar, piensa, mirando al retrovisor. Los ojos fríos siguen clavados en ella. Te espera una sorpresa cuando lleguemos. Te va a encantar.

14
Un rastro

El potente Audi llega al lugar del siniestro ocho minutos tarde.

Antonia frena junto al todoterreno, que sigue atravesado en mitad de la calzada. Un par de coches han parado para ver lo que sucedía y si podían ayudar. Otros sólo frenan el tiempo suficiente como para asomar la cabeza y comprobar si hay sangre. Uno se para, se hace un selfie y se vuelve a subir a su vehículo a toda prisa, en busca de wifi.

Antonia y Jon bajan por el terraplén, esquivando botellas vacías y jeringuillas rotas. Los restos del Citroën siguen calientes, las últimas volutas de humo escapan por el amasijo retorcido donde una vez estuvo el frontal del vehículo. El radiador estrujado aún gotea sobre la raya divisoria de la calzada.

Los cadáveres de los agentes, unidos en un abrazo obsceno, son visibles a través del hueco del parabrisas. No hace falta comprobar si respiran. El atestado dirá «heridas incompatibles con la vida».

—Diecinueve —dice Jon, con la voz quebrada.

Antonia no responde. Va directa a la parte de atrás. Una puerta está deformada y hundida. La otra, unida a la carrocería sólo por un pernio, está en el suelo.

Dentro, nada.

—¿Han escapado, o se los han llevado? —pregunta Jon.

Antonia se toma su tiempo en contestar. Da una vuelta alrededor del coche, mirando con detenimiento. Coge la linterna de Jon, entra en el furgón, revisa las abrazaderas donde habían estado esposados. Una de ellas está arrancada. De la otra cuelgan unas esposas.

—Rebo se soltó. Y luego liberó a Lola Moreno —dice, aún acuclillada en el interior.

Sale, camina hasta la parte inferior del puente. Las manos vuelven a temblarle, pero no es como antes. No ha perdido ni un ápice de su fragilidad, de ese aire tenue que anuncia que está a punto de derrumbarse. Y, sin embargo…

Hay algo distinto en ella, piensa Jon. Algo peligroso.

Pasa un rato agachada debajo del puente.

—Se han ido en moto —dice, mostrándole a Jon las yemas de los dedos, en las que aún hay restos de goma.

—¿Cómo sabes que era de los sospechosos?

—Ha arrancado en este punto —dice Antonia, señalando al asfalto con la linterna—. No es un sitio lógico para aparcar, a no ser que quieras que sea tu vehículo de huida. Y los restos están limpios, no tienen polvo acumulado.

—Así que vinieron con la moto y el todoterreno. Adelantaron al Citroën, prepararon la emboscada y huyeron —dice Jon.

—Creyendo que los habían matado.

Con dos vehículos tan potentes, pudieron sacarle mucha ventaja al furgón en un trayecto tan largo. Sólo con apretar un poco…

De pronto cae en la cuenta.

—No sólo adelantaron al furgón.

Antonia le mira, en silencio, y asiente.

—Eran una moto y un coche en la carretera, Jon. No podías saberlo.

Jon le pone una mano en el hombro.

—Ni tú tampoco.

Antonia rehúye el contacto al principio, pero luego deja que la enorme manaza se quede ahí. Hace mucho frío, y el calor que desprende Jon es como un bálsamo.

—Lo creas o no —dice, con un hilo de voz—, estoy empezando a creer que no puedo salvar a todo el mundo.

Jon retira la mano, muy despacio.

Le embarga una oleada de tristeza. No es posible conocer a Antonia Scott, pero es posible entenderla. Y él entendía de dónde procedía la enorme energía que la mueve. Porque reconocía en ella la misma pureza con la que él empezó, el mismo deseo de justicia, la misma compasión por los que sufren. Pero ahora es capaz de ponerle nombre a algo que lleva días percibiendo. Que el epicentro de la energía de Antonia Scott se ha desplazado un tanto. La compasión ha cedido terreno al deseo de venganza.