Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

2
Un resumen

—Mi nombre es Irina Badia.

—Eres muy buena. ¿Fuerzas especiales rusas? Spetsnaz? ¿Grupo Alfa?

Irina menea la cabeza.

—Amigo enseña a mí.

—¿Por qué estás aquí, Irina?

—Orlov mata a mi familia. Yo mato Orlov.

Antonia se da cuenta de que el rudimentario español de Irina no les llevará demasiado lejos.

—¿Cómo murieron? —pregunta, cambiando al ruso.

Irina le contesta en ese idioma. Habla más despacio. Su voz se vuelve más suave.

—Teníamos una granja. Nos querían a mi hermana y a mí. Mataron a mis padres, se llevaron a mi hermana para la red de trata. Yo escapé.

Antonia mira a la mujer, tumbada en el suelo, indefensa. Cuando se mueve un poco, puede ver que le falta una oreja. La analiza, a la luz de los nuevos datos. Alza el brazo hasta la mejilla izquierda de Irina, hasta casi tocar la cicatriz. Esa fina, antigua, línea que llega hasta la mitad de la mejilla. Y que late en la misma frecuencia que la que ella oculta bajo la ropa.

—¿Cuántos años tenías?

—Ocho.

Hasta ahí, el preámbulo conteniendo las motivaciones.

—¿Y luego?

Los pensamientos fluyen bajo sus ojos, como peces bajo el hielo verde: inalcanzables. Irina toma aire y resume veinte años de entrega, de violencia y de sufrimiento, en veinte palabras.

—Luego crecí y los maté a todos. Los que lo hicieron y los que lo ordenaron. Uno por uno.

Una idea ilumina a Antonia como un relámpago en un cielo claro. Un súbito, empequeñecedor, entendimiento de que sus capacidades, por grandes que sean, nunca serán suficientes para comprender del todo.

Y sin comprender, ¿cómo puedo hacer lo correcto?

Vuelve la mirada a Jon, que no pierde detalle de la escena, a pesar de que no ha entendido nada.

—Tenéis que marcharos —dice Irina, agarrando la manga de Antonia para reclamar de nuevo su atención—. Orlov está a punto de llegar.

Antonia le aparta la mano con delicadeza.

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo el móvil de la Loba Negra. Venían detrás de mí, siguiendo una señal que estaba enviando Rebo.

No son buenas noticias.

No son buenas noticias, en absoluto.

Tiene que tomar una decisión sobre ella. Pero antes necesita comprenderla.

—Has venido a por esto —dice Antonia, mostrando la tarjeta micro SD—. ¿Por qué?

—Orlov es el último de mi lista.

Antonia piensa en el contenido de la tarjeta. En todos los nombres, las conexiones, las cuentas bancarias. No sólo de la mafia rusa, sino de sus colaboradores, de sus socios en una docena de países. Gente a la que la justicia de los hombres no podrá tocar nunca.

—Se te ha acabado la lista. Y quieres hacerte otra.

Irina se aprieta fuerte la herida. Está sufriendo, sin duda.

—Por todas las niñas que no han tenido mi misma buena suerte.

Pronuncia la palabra con dulzura, con fatalismo.

Udachi.

En ruso, significa buena suerte.

Sin más.

La palabra azota a Antonia. Un látigo trenzado de envidia, burla y tristeza. A esa mujer se lo arrebataron todo cuando era una niña. ¿Cómo puede pensar que ha tenido suerte? Alguien irrumpió en su vida, la destrozó. La convirtió en una máquina de odio.

¿Cómo puede pensar que ha tenido suerte?

¿Cómo puede hacerme eso sentir tan culpable?

3
Un amanecer

Antonia termina de hablar con Irina y después tiene una breve conversación con Lola Moreno. Luego regresa junto a Jon, que se ha quitado el abrigo y se ha sentado a la mesa del comedor, desde donde puede vigilar a las tres mujeres.

—¿Y bien?

—La situación está complicada —dice, bajando la voz.

Y le explica.

—La madre que me hizo. Tenemos que salir corriendo, entonces.

—No es tan fácil, Jon.

—Tenemos el coche de la asistenta. Nos metemos los cinco ahí, y hasta luego.

—Es un Ford Fiesta sin cadenas, Jon. Ahí fuera hay medio metro de nieve. Si no se ahoga el tubo de escape, las ruedas patinarán. O nos encontraremos con Orlov a campo abierto.

—Podemos ir en dirección contraria.

—Montaña arriba las cosas estarán peor. Y el camino termina tres kilómetros más lejos, en un mirador. No hay nada en esa dirección. Sólo volver por donde hemos venido.

Jon se pasa la mano por la cara. Está muy cansado. Tiene los ojos hinchados, y está muerto de hambre.

—No puedo más.

—Espera aquí —dice Antonia.

Vuelve al cabo de un rato con dos tazas de café instantáneo calentado al microondas y un paquete de galletas rancias. De esas que viven para siempre en cualquier despensa, porque no hay nadie tan famélico como para atreverse con ellas. Jon coge la taza que le tiende su compañera. Después se mete las galletas en la boca de dos en dos.

—Andando no está lejos. Podríamos intentar escapar por el bosque, y bajar hasta el pueblo.

Antonia hace un gesto hacia las prisioneras.

—Una está herida, dudo que pueda caminar. Las otras dos no tienen ropa adecuada.

—Quizá guarden algo de abrigo en la habitación.

—No, ya he mirado. El armario está casi vacío. No hay más que un par de camisetas de marca. Y una caja llena de juguetes sexuales.

Jon apura el café, por llamarlo de alguna manera. Mira por la ventana. Una luz sucia y gastada anuncia el amanecer, iluminando el jardín. Es un recinto cuadrado, alfombrado por una espesa capa de nieve. Las copas de los árboles se intuyen, fantasmales, contra el cielo que muda de negro a gris. En contraste con los fuertes ventarrones de anoche, la brisa tenue que mece las ramas más bajas parece un delicado arrullo.

La nevada se ha detenido por completo.

—Eso no ayuda —dice Jon, señalando afuera—. Encontrarán antes la casa.

Antonia le mira, muy seria.

—Tú y yo podríamos conseguirlo. Dejarlas aquí, llevarnos la tarjeta. Llamar a la policía, cuando consigamos cobertura. Y quizá lleguen a tiempo.

El inspector Gutiérrez se sacude una miga de galleta de la barba, y sonríe.

—Eso no va a ocurrir.

—No —admite Antonia—. Pero era la última opción que quería que descartaras.

—Así que sólo queda una cosa por hacer.

Antonia asiente, despacio.

—Dos contra ni se sabe —dice Jon.

—Tres —le corrige Antonia, señalando a Irina.

—Creo que no te sigo.

—Está de nuestro lado.

—¿La loca del coño?

Antonia tuerce el gesto.

—No es el término que yo utilizaría.

—¿Y qué término utilizarías tú?

—¿Si tuviera que hacer un perfil psicológico? Estrés postraumático, egomanía, trastorno persistente del duelo, personalidad antisocial. Probables rasgos esquizoides, aunque no estoy segura.

Menudo diagnóstico, piensa Jon. Para que la encierren.

—¿Y qué vas a hacer con ella?

—Voy a devolverle la pistola.

—Estás de broma.

Antonia coge una galleta y la mastica despacio, negando con la cabeza.

—¿Cómo puedes confiar en una persona así?

—¿Cómo puedes tú?

Alguien aprieta el pause sobre la cara de Jon, que se detiene hasta comprender a quién se refiere Antonia.

—Ah. Todo eso, ¿eh?

Antonia se encoge de hombros. No es cuestión de presumir.

—Pero a ti no te ha dado por matar gente —dice Jon.

—Sabes que lo he intentado. Pero tengo una puntería bastante mala.

Jon suelta una carcajada, recordando lo que pasó en el túnel con Sandra Fajardo. Es una carcajada nerviosa, de esas que uno suelta en una oscuridad repleta de monstruos.

—Pues ya puedes ir mejorándola. Por cierto, este café estaba buenísimo. Me está quitando el cansancio de golpe.

Antonia saca del bolsillo una bolsita con píldoras blancas.

—Difenilmetilsulfinilacetamida.

Jon reconoce la bolsa enseguida. Se suponía que estaba en la guantera. Mira la taza vacía, y luego mira a Antonia, con los ojos entrecerrados.

—Qué bajeza, cari. Me has echado droja en el Nescafé.

—Ya me lo agradecerás.

Romero

No es esto para lo que me hice policía, piensa la comisaria.

Mira el reloj. Pasan de las ocho de la mañana, no queda mucho para el amanecer.

Está siendo una noche eterna. Y muy triste.

El cansancio ejerce sobre su ánimo un efecto melancólico. Nunca ha sido ella muy dada a reconocer en su interior las emociones. Mucho menos, a manifestarlas. Bien sabe Dios que lo último que puede traslucir una mujer que se dedica a su profesión son los sentimientos. Todo es interpretado como un signo de debilidad. Una gripe, el periodo, el más leve cambio de humor. Una queja sobre una situación empleando cualquier término valorativo. Cualquier peculiaridad o rasgo del carácter que en un hombre es aceptado sin un segundo vistazo, para una policía es un baldón. Cada día desde que empezó ha tenido que enfrentarse a palabras como cuota, paridad, adorno.

Así que elimina cualquier rasgo que la humanice. El color en la ropa, descartado. También el maquillaje. Incluso ha aprendido, a lo largo de los años, a modificar su lenguaje corporal.

Un trabajo ingente. Que comenzaba a dar sus frutos.

Hasta que un día se obsesionó con Orlov. Y con Voronin, como medio de conseguir llegar a él. Se obsesionó tanto, se involucró tanto, que ha terminado aquí.

Aquí. Un cruce de carreteras, a la salida de un pueblo perdido de la sierra madrileña. Donde hace un frío de mil demonios.

Un lugar como cualquier otro para volver la vista atrás.

Todo empezó cuando pillaron a Voronin por el lío aquel del contenedor. Las pruebas eran endebles, siendo muy generosos. Pero Voronin picó el anzuelo. Y su mujer también. Menuda sinvergüenza. Iba de mosquita muerta, de no haber roto un plato en su vida. Pero a ella nunca la engañó. Voronin la miraba antes de abrir la boca. Aunque le preguntaras la hora. Cada puñetera vez, se volvía y la miraba.

Lola Moreno. Qué asco de tía.

Romero se enciende un cigarro. Sólo fuma en privado. Otra debilidad que evita mostrar. Pero qué más da ya. En este cruce de caminos, solamente está Belgrano. Y él lo sabe todo de ella.

El subinspector Belgrano. Leal hasta el final. Con su impulsividad y su mal genio. Se pregunta por qué nunca se ha acostado con él. Es lo único que les falta. Han compartido todo lo demás. Noches en vela, sangre. Broncas. Detenciones que no han prosperado, delincuentes que se han librado. Otros que han acabado donde deberían. Frustración, mucha. Victorias, menos. Pero la cama, nunca.

Está bien así, piensa, echándole un vistazo de reojo. Apoyado en la moto, sin decir palabra. Cansado, como ella. Pero sin protestar. Son hermanos. Comparten un código. Y eso une más que lo otro. Son familia.

La familia mancha. La vida pesa.

Ella sabía que usar a Voronin como confidente era un camino peligroso. Que iba a utilizarles para eliminar a la competencia. Es de primero de soplón, y Romero ya tiene sus años. Pero cómo iba a prever ella la trampa que les tendió, el muy cabrón.

Ella no había metido la mano demasiado. No más de lo normal, al menos. En una redada de las gordas siempre se perdían un par de fajos. Todo el mundo lo sabía, y todo el mundo miraba hacia otro lado. Y qué esperan, con la miseria que les pagan. Ella no llega a los tres mil brutos. Belgrano, un tercio. Lo que ellos ganan en un mes, un camello lo gana en una tarde tonta. Un gomero, diez veces eso, con un solo viaje. Pero ellos tienen que dejarse la vida y las horas, jugarse la piel y el pescuezo cada minuto, por unas migajas. Y vadear un río de mierda, con una sonrisa y la ropa impecable. Claro que sí.

Ella no había metido la mano demasiado. No más de lo normal. Las reglas estaban claras. Que no te pillen, no llames la atención. No lo tengas por costumbre. Todo lo que quede por debajo de esa línea es tu puñetero problema. Allá tú y tu conciencia. Nadie levantará una ceja.

Los inspectores que entrullaron hace ocho años en Marbella. Amigos suyos. Compañeros de la UDYCO. Sólo cometieron un error. Confundieron los términos. En lugar de dedicarse a hacer de policías y trincar lo que caía de la mesa, se subieron a la mesa y pusieron un plato.

Ella no era así. Nunca lo había sido.

Todo lo que ella quería era hacer bien su trabajo.

Pero aquel coche correo de los serbios. Seiscientos mil euros en billetes usados. Sólo un conductor. Escoria con antecedentes de violencia. Homicidio, robo, abusos. A Belgrano se le calentó la cabeza. Y a ella también, cómo no. Con esa pasta se tapaban muchos agujeros. Se apuntaban la detención, una más para el historial impecable de la comisaria Romero. Y aquí paz y después gloria.

Cuando algo parece demasiado bueno para ser verdad, adivina el resto.

Puto Voronin.

Siendo honesta, tampoco es que le quedase mucho que dar. El tipo estaba quemado. Ya iba siendo hora de que dejase de darles peces chicos, y les entregase el atún. Pero se les adelantó. Sólo porque no contó con ella. Su mujer nunca le hubiera dejado cometer esa estupidez. Amenazar a una comisaria de policía. Hay que ser…