Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

—Imagina que la tienes delante. Y ahora dilo: «Me estás…».

Ella sacude la cabeza. Se ha puesto roja y todo.

—No pienso decirlo. Me da vergüenza.

Jon se inclina sobre su compañera. Alcanza el tirador de su lado. Abre la puerta del coche.

—Hazlo, o te bajas.

Ella le mira, dudando si el chantaje va en serio. Comprende que sí. Mira al cielo, color uranio empobrecido. De nuevo las nubes amenazan tormenta. Decide aceptarlo, por no arriesgarse.

—Está bien. Está bien.

Y luego:

—Me estás tocando el coño —dice, en voz baja.

Inaceptable, piensa Jon, meneando la cabeza.

—Más fuerte. Tiene que llenarte por completo. No sólo estás diciendo cómo te sientes. Estás meando en tu territorio, levantando el muro de Berlín. Estás diciendo «por aquí no pasas, guarra». Otra vez.

Antonia toma aire como para aceptar un Oscar.

Y, por fin:

—Me estás tocando el coño —proclama, con la boca llena. La eñe rebota, enérgica, en el parabrisas.

Jon aplaude. Sobrio, como es él. Pero encantado por dentro. Siente que ha conseguido algo. Aunque no sabe muy bien qué.

—Así se hace. ¿Cómo te sientes?

—Como si hubiera capturado un sentimiento.

No hace falta que lo diga. Resplandece como si se hubiera tragado un fluorescente.

Pero sí hace falta que lo diga.

—Bien por ti —responde Jon, poniendo de nuevo el coche en marcha. Se acuerda, de pronto, que no sabe adónde ir—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

El rostro de Antonia vuelve a su habitual tono sombrío, a medida que el mundo real desvanece el momento My Fair Lady.

—El rastro del dinero era nuestra única opción. Y nos lo han quemado.

—Todo pasa por encontrar a Lola Moreno. Empiezo a pensar si no se la habrá tragado la tierra. O si habrán hecho que se la trague.

—He considerado esa opción. No, los rusos no seguirían montando guardia frente a la peluquería de la madre. Y empiezo a pensar que no sólo la están buscando como venganza por la traición de Yuri. Creo que en todo esto hay mucho más de lo que parece a simple vista.

Jon se rasca el cogote con ímpetu. Se pregunta si habrá una palabra intraducible para cuando te frotas para estimular el flujo de las ideas. No le dice nada a Antonia, no vaya a existir.

—No sé. A veces las cosas son lo que parecen.

—Sí —dice ella, muy despacio—. A veces.

Lo que viene a querer decir que en tu mundo no, bonita. Pero como vives en el mío, va a haber que darte de comer algo, piensa Jon, alertado por la alarma de su estómago. Que no es de las que tienen botón de posponer.

—Pausa del almuerzo. Y luego le das todas las vueltas que quieras.

—No tengo hambre —miente Antonia.

—Hay cosas que son inevitables.

—Tienes razón. Hay cosas que son inevitables —dice Antonia, tras un par de segundos.

Jon se vuelve hacia ella. Ha escuchado la expresión en su cara antes de verla.

—No. Esa cara no.

—¿Qué cara?

—La cara de «me has dado una idea con lo que has dicho, aunque no tengas ni la más remota idea de qué es, y ahora mis procesos mentales están funcionando a toda máquina y no voy a molestarme en explicártelo». Es imposible que sea más molesta.

Antonia añade a la expresión una media sonrisa, probando que Jon se equivoca. Sí, la cara podía ser aún más molesta.

Luego saca el teléfono, llama a la doctora Aguado y le recita una lista de cosas que necesita. Jon no puede entender lo que contesta la doctora, aunque por el tono apresurado no parece que la llamada haya llegado en el mejor momento.

—Una cosa más —añade Antonia antes de colgar—. Necesito que busque en las bases de datos un nombre en clave: Chernaya Volchitsa. Loba Negra. Interpol, Europol. FSB.

Una pausa. Más tono apresurado.

—Ya lo sé. Haga lo que tenga que hacer. Ya nos preocuparemos de las consecuencias.

Lo que le hicieron entonces

En la cabina de observación del proyecto Reina Roja, Mentor conversa con un octogenario pequeño, tembloroso, calvo y medio ciego, vestido con una chaqueta de cuadros escoceses. El viejo no tiene muy buen aspecto. Tiene, más bien, un pie en la tumba y otro en una piel de plátano.

Tampoco nos quedamos con su edad. Quizá sea el genio neuroquímico más grande de su generación. Su nombre sonaría entre los candidatos al Nobel si no estuviera un tanto desequilibrado.

—No está lista para comenzar, doctor Nuno.

Al otro lado del cristal, una joven Antonia Scott, ajena a que en el futuro perderá un marido y le arrebatarán a un hijo, pone todo su empeño en ordenar una serie de números en secuencias lógicas. Tiene unos electrodos colocados en el cráneo, está vestida sólo con una bata de hospital.

—¿Cuánto tiempo lleva con el entrenamiento?

—Más que ninguno de los otros candidatos. Pero no consigo sacarla de su zona de confort. Es muy frustrante.

—¿Cómo ha reaccionado al compuesto?

El doctor Nuno alarga una mano sembrada de venas varicosas que parecen una tormenta de rayos púrpura y recoge el papel que le pasa Mentor.

—Los datos están muy bien. Mejor que bien, de hecho. Ningún otro candidato ha dado marcadores tan elevados.

—Y sin embargo no veo resultados. Sigue yendo demasiado deprisa o demasiado lento. La pastilla roja consigue que se centre, pero sólo por un tiempo pequeño.

Nuno carraspea, respira hondo, y entonces Mentor intuye que viene un discurso. Siente una fuerte tentación de mandar a los de seguridad que le reduzcan, le lleven a un callejón oscuro y le hagan desaparecer discretamente. Podría hacerlo. Y nadie protestaría.

—¿Sabe qué es lo que nos diferencia de los animales, Mentor?

—¿Las quinielas? —dice, porque cualquier respuesta que no sea la correcta no importa.

—La capacidad de razonamiento diagnóstico. Mirar los trozos de jarrón en el suelo y saber que eso era antes un jarrón, que estaba en la encimera, y que la pelota del niño junto a los pedazos tiene algo que ver con todo esto. Cambie trozos de jarrón por cadáver, si lo prefiere.

—Me quedo con el jarrón. Continúe.

—Los investigadores hemos intentado encontrar rastros del razonamiento diagnóstico en los animales. Comenzamos por los chimpancés y los bonobos. Seguimos por los delfines. Nada. Finalmente, alguien tuvo la brillante idea de probar con un cuervo. Le metieron un trozo de carne en un tubo de cristal, y observaron. El cuervo fue capaz de entender que tenía que usar una herramienta para acceder a la carne, y que para hacerlo tenía que evitar un tubo que estaba en medio, para que el trozo de carne no se cayera.

—¿Eso no es lo que hacen con los pulpos?

—No. Los pulpos son capaces de sacar comida de un tarro. Esto es algo mucho más complejo. Está el tubo, el agujero, la herramienta. Y los investigadores descubrieron que el cuervo era capaz de sacar el trozo de carne incluso cuando cambiaban el agujero de posición.

Fin del preámbulo, piensa Mentor para sus adentros.

—Los humanos no somos demasiado buenos en razonamiento diagnóstico. Como especie, me refiero. Hemos desarrollado una maquinaria cerebral complejísima, que busca atajos para funcionar. Así que lo que hacemos es contarnos relatos para simplificar el razonamiento diagnóstico. O para ahorrárnoslo. La Tierra es plana, a Paul McCartney lo cambiaron por un doble…

—El gobierno está montando una agencia de agentes secretos superinteligentes… —aporta Mentor.

—Incluso esa burda parodia que acaba usted de realizar es un ejemplo válido. Lo que hacemos aquí trasciende todo lo que se ha hecho nunca en el campo de la neurociencia.

—No necesito que me recuerde cuál es nuestro verdadero propósito —dice Mentor—. Lo que necesito es que me ayude a desbloquear a Scott.

—Si me escucha hasta el final…

—Espero que esto vaya a alguna parte —dice Mentor, apoyándose en el cristal.

Nuno vuelve a carraspear.

—Para demostrarle la importancia de las historias en el razonamiento diagnóstico, le contaré una.

Había un tendero judío en la Alemania nazi que llegó una mañana a su local y se encontró el escaparate cubierto de cruces gamadas e insultos racistas. Limpió la pintura con gran esfuerzo, y abrió la tienda. Al día siguiente volvió a suceder lo mismo. Así que, al tercer día el tendero se quedó toda la noche en vela, y cuando vio aparecer a los camisas pardas con los botes de pintura, se acercó a ellos y les dijo:

—Os doy diez marcos si pintáis ese escaparate.

Los camisas pardas aceptaron encantados el dinero, puesto que iban a hacer gratis el trabajo de todas formas.

Cuando se fueron, el tendero limpió el escaparate. A la noche siguiente, volvió a esperarles.

—Os doy nueve marcos si pintáis ese escaparate.

Y así continuó haciendo, noche tras noche, hasta que la última les ofreció un solo y triste marco por ensuciar el escaparate. Los camisas pardas se negaron. ¡No estaban dispuestos a hacer el trabajo por tan poco dinero!

Se fueron y nunca volvieron.

—¿Qué nos dice este relato sobre el razonamiento diagnóstico?

—Que el tendero podría haber cogido un tren con esos cincuenta y cuatro marcos y haber salido huyendo antes de que los nazis se cansaran de pintadas y le metieran en un campo de concentración —dice Mentor.

Nuno parpadea, sorprendido.

—Ése es, en efecto, un análisis del pobre razonamiento del tendero. Pero me refiero a que los humanos nos desviamos con mucha facilidad del diagnóstico correcto. Los camisas pardas no recordaban ya cuál era el auténtico motivo de sus afanes, porque habían sustituido la causa por un análisis consciente. Por aritmética.

—¿Y qué tiene esto que ver con Antonia Scott?

—¿Qué hace Cristiano Ronaldo cuando va a tirar a portería? ¿Piensa en echar la pierna hacia atrás, levantar un brazo para equilibrarse, apretar los abdominales para mantener recta la columna?

—Se limita a chutar el balón —dice Mentor, comprendiendo por fin adónde quiere ir a parar el doctor Nuno.

—Esta mujer es el ser humano más asombroso que ha existido nunca —dice el médico, golpeando en el papel que le ha dado Mentor con una uña larga, dura y amarillenta—. Si usted está fallando en guiarla hasta su pleno potencial, es porque está enseñándola a hacer diagnósticos con un pensamiento dirigido.

—Dígame qué he de hacer, entonces.

—Tiene que ayudarla a encontrar su relato —responde el doctor—. Si encuentra su relato, dejará de pensar en chutar, para limitarse a hacerlo.

Nuno parte el papel en varios trozos irregulares y los arroja al aire.

—Y entonces, bum.

16
Una lista

Lo que le pide Antonia Scott a la doctora Aguado es:

– Una lista de las personas a las que Lola Moreno sigue en Facebook e Instagram, junto con sus nombres y direcciones.

– Un archivo con los mensajes directos que se han cruzado en los últimos quince días, incluyendo aquéllos que hayan sido borrados por los usuarios (pero que la plataforma conserva para siempre).

– Acceso a los emails de Lola, con especial atención a cualquier actividad reciente.

Sólo hay dos opciones: La primera, a Lola la está ayudando alguien, en cuyo caso la información estará en sus redes sociales.

Aunque Antonia se va a volcar con todas sus fuerzas en intentar encontrar algo en esa información, será un trabajo sin recompensa. Pero sí que lo tendrá la última de las cosas que le pide.

Que nos lleva a la segunda opción.

O bien la protege alguna persona cercana en la que no hemos reparado, o bien está sobreviviendo en la calle como puede, piensa Antonia. En ese caso

—Necesito que pinche cualquier llamada al 112 que se haga en Málaga provincia.

—Puedo enviar el archivo de audio en cuanto la persona que llame corte la llamada. Ahora están digitalizados. Pero serán demasiados.

Antonia no responde. El temblor en su mano derecha es cada vez más grande. La desliza entre su pierna y el asiento del coche, para evitar que Jon la vea.

—¿Scott?

La necesidad de una cápsula roja está de nuevo presente. Va y viene en oleadas, tanto más fuertes como intensos son los estímulos que debe afrontar, o más relacionados están con su entrenamiento. Los monos de su cabeza se vuelven aún más locos cuando llega a una escena del crimen, o cuando tiene que pensar en nuevas teorías sobre el caso.