Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

—No entres ahí —intenta retenerla Jon—. Que se encarguen los de la científica.

Antonia le ignora. Se agacha, recoge la linterna del suelo, donde la ha dejado caer el director de la terminal, y entra en el contenedor.

Los pies se le adhieren al suelo. Es de madera, pero está húmedo, pegajoso. Las paredes del interior son de acero, pero no están cubiertas de pintura anticorrosiva como el exterior. Así que Antonia puede ver las manchas de sangre en las paredes. Manos que se han posado y arrastrado, dejando cinco surcos irregulares en el metal acanalado.

A un lado, un dispositivo extractor de aire.

No debió de ser eso lo que falló, porque de lo contrario no hubieran durado tanto, piensa Antonia.

Los monos comienzan a chillar, recogiendo cosas de la escena e intentando contar su historia.

El cubo rebosante en un lado.

El depósito de agua, tirado en una esquina, desgarrado y cubierto de sangre.

El cuchillo en el suelo

Basta.

Antonia no puede permitírselo. Tiene que contener el asco —racional, no instintivo—, llevarse las manos al bolsillo. Abrir la boca en ese ambiente infestado de partículas en descomposición, muchas de las cuales son infecciosas.

¿Lo has olvidado? ¿Has olvidado el río?

Resuena la voz de Mentor en su cabeza.

No puedes domar un río. Debes ceder.

No, responde Antonia.

No voy a ceder el control.

Puedo.

Esta vez son tres las cápsulas rojas que se introduce en la boca. Tiene que usar los molares para romperlas y liberar la preciosa y amarga sustancia de su interior. Su entrenamiento la ha preparado para contar hacia atrás, dejando una respiración entre cada número, descendiendo un peldaño cada vez, hacia el lugar donde necesita estar. Pero la cantidad de droga lo cambia todo.

No cuenta hasta diez.

No desciende por las escaleras.

Cae rodando por ellas, hacia la oscuridad.

Donde le espera el silencio.

Antonia siente el cuerpo sacudido, como por un golpe de viento. Y después, la claridad la alcanza, de una forma que no había experimentado antes.

Es maravilloso.

Es aterrador.

Es Chādanāca.

En bengalí, el gozo atemorizador de bailar al borde de un tejado.

Es la misma calma que siente cuando la pastilla azul reduce sus capacidades, pero conservándolas. Por primera vez desde que comenzó su entrenamiento para convertirse en una Reina Roja, Antonia ve lo que ha ocurrido en una escena. No sólo lo deduce.

Lo ve.

Y lo que ve es una pesadilla.

Ve a las ocho mujeres muertas del suelo, saliendo de San Petersburgo. Jóvenes. Quizá hermosas, ahora es imposible saberlo. Atadas con bridas —los cadáveres aún conservan las marcas en las muñecas—. La novena no está atada, suelta a las demás. Tienen agua y comida, pero durante el viaje algo sale mal. Discuten. Pelean por la comida y los recursos. Una de ellas acaba herida en una esquina. Las demás la ignoran. Es la primera en morir.

Después otra, a la que las demás colocan junto a la primera.

Siete sobreviven al viaje. Pero nadie va a buscar el contenedor. El extractor de aire se queda sin combustible y deja de funcionar. Las mujeres golpean las paredes, intentando desesperadamente salir del contenedor.

Cuando se dan cuenta de que van a ahogarse, unas pocas se arrojan contra las demás. Bajo el haz de la linterna que brinca de un extremo a otro del contenedor, Antonia no ve los restos de sangre bajo las uñas, los pelos arrancados, la ropa hecha jirones. Ve a las mujeres peleando, ve el daño que se causan, cómo una golpea a otra contra la pared, antes de ser estrangulada por otra, consumiendo más deprisa los restos de oxígeno por los que se pelean. Hasta matarse entre ellas.

Salvo una.

A la última de ellas, la más menuda, Antonia la ve encaramarse al extractor de aire, rajar el tubo con las uñas.

Quizá.

Quizá.

Antonia se apresura hacia la mujer, caída de espaldas sobre el motor volcado del extractor. Está cubierta de sangre, tiene una horrible laceración en el rostro que ha desfigurado su frente y probablemente haya dañado un ojo. El vestido que lleva, que quizá fuera verde en otro tiempo, es ahora un guiñapo desgarrado que se sostiene sólo por una tira del hombro. Su pierna izquierda está colocada en un ángulo imposible. Rota por la caída desde lo alto del motor cuando se quedó sin oxígeno.

Nada importa, en realidad.

Lo único que importa es el pulso, tenue, que Antonia encuentra en su cuello cuando coloca los dedos sobre él.

Viva. Por poco.

La coge por los hombros, intenta arrastrarla, resbala sobre la sangre.

Llama a Jon, a gritos, con una voz extraña, metálica. Que nunca antes se había escuchado. Que no creía poseer.

Luego se desmaya.

6
Dos apaños

—Cuando su compañera ha caído al suelo, ¿se ha golpeado la cabeza? —dice el enfermero, señalando a su espalda.

Antonia está sentada en el interior de la ambulancia, aparcada en el exterior del muelle. Con la ropa, la cara y las manos llenas de suciedad. Una manta sobre los hombros caídos, la espalda arqueada. La mirada inerte, perpleja, desenfocada. Una mirada de mil metros.

—No lo sé. Yo diría que no —responde Jon—. Estaba intentando tirar de la mujer a la que se han llevado sus compañeros. Creo que sólo se desplomó por la falta de oxígeno.

El enfermero ladea la cabeza y tuerce el hocico. No le cuadra.

—Podemos descartar la conmoción cerebral. ¿Y tenía una cita con el oftalmólogo hoy?

—Eso seguro que no.

—Pues no he visto pupilas más dilatadas en mi vida. Así que si no ha sido el colirio ni una conmoción… Voy a tener que dar parte.

Jon se lo estaba temiendo. Lo último que necesitan ahora es que el enfermero le vaya con el cuento de las drogas a la comisaria.

Así que le apoya una mano en el antebrazo.

—Por favor. No.

Las luces naranja de la ambulancia que les iluminan parecen girar más despacio mientras el enfermero le mira de arriba abajo. Jon le devuelve el escaneo. Guapete. Cráneo afeitado. Perilla recortada con esmero. Un pendiente con la bandera multicolor deja las cosas claras. Y su siguiente frase:

—Estoy casado, inspector.

Las deja aún más claras.

Jon aparta el brazo con suavidad. No estaba ligando. Aunque no le hubiera importado. El tipo tiene ojos de buena persona, y ése suele ser el desagüe por el que el inspector Gutiérrez se cuela hasta las trancas. Luego resulta que el refranero es un embustero. Que la cara no es el espejo del alma. Que obras son amores. Y Jon vuelve a cerrar el corazón por derribo. Hasta los siguientes ojos bondadosos.

—Sáltate lo del informe —pide—. Está pasando por un mal momento, con la custodia del hijo y todo.

El enfermero estudia con suma atención la punta de sus botas, después a Antonia, y luego de nuevo a Jon.

—Dígale a su compañera que tenga cuidado con el próximo análisis de drogas —dice, poniéndose la chaqueta, y alejándose hacia los agentes de uniforme que esperan a la entrada de la terminal. Las cámaras de televisión le enfocan, los periodistas le apuntan con los micrófonos desde el otro lado de la cinta policial. El enfermero les dice que no con el dedo. Otro que no hará declaraciones.

Pues al final es buen chaval, piensa Jon, echándole una mirada de despedida. Pues claro. Todos los buenos están pillados.

Se vuelve hacia la ambulancia, preparándose para tener una charla con Antonia. Pero alguien se le adelanta.

—Oiga, señora —dice Belgrano. Pom, pom. Los nudillos en el suelo del vehículo—. Oiga.

Antonia no reacciona.

—Subinspector —llama Jon.

Belgrano se da la vuelta. No parece tan amigable como hace un par de días.

—Ah, Gutiérrez. ¿Qué es este desastre?

—Ya ve. Parece que el señor Voronin incluía la trata de blancas entre sus aficiones.

El subinspector resopla, se baja la cremallera de la cazadora, se pasa la mano por el pelo.

—¿Cuántas?

—Ocho muertas. Una viva. O casi. Se la han llevado al hospital en estado crítico.

—Joder, qué mal momento —protesta Belgrano—. Y a ustedes, ¿cómo les ha dado por venir aquí?

—Seguíamos una pista.

—Que les ha llevado hasta un contenedor.

»Dígame que había un funcionario de aduanas presente con una causa probable.

El inspector Gutiérrez se rasca el cogote y aguarda, en silencio, a que el tiempo ponga las cosas en su sitio.

—Bufff. A la comisaria no le va a gustar nada, inspector. No podremos usarlo contra Orlov. Y hubiera estado genial colgarle ocho muertes, la verdad.

—Qué quiere que le diga.

—Al menos han salvado a esa mujer. Podemos apañar el informe y decir que ustedes oyeron unos gritos y que no les quedó más remedio que intervenir.

Jon le mira, sorprendido.

—A la fiscal no le va a colar ni de coña —aclara Belgrano—, pero por lo menos se ahorrará usted que le expedienten.

—Se lo agradezco —dice Jon, tendiéndole la mano.

Por una vez está bien que juguemos todos en el mismo equipo.

Belgrano se la estrecha con fuerza. Y avisa.

—Lo que no se va a ahorrar es la bronca de la comisaria.

No, ya me imagino que no, piensa Jon, observando a Antonia. Que tiene un velo de alquitrán en la mirada.

—¿Está bien su compañera?

—Está bien —miente Jon, con gran aplomo—. Afectada por lo que hemos visto.

—Puedo llamar a una compañera de asistencia psicológica, si le hace falta.

El inspector Gutiérrez menea la cabeza para declinar el ofrecimiento. En cualquier otro momento hubiera pagado por ver la escena. Hoy se siente generoso.

Pobre psicóloga. Ahorrémosle el trauma.

7
Otra promesa

Al final todo es cuestión de manejar expectativas.

Por ejemplo, si tu intención es tener una charla muy seria con tu compañera, pero tu compañera no está, tienes que manejar la frustración.

Y Antonia se ha marchado.

Hay quienes se van de viaje y se olvidan al perro. Al abuelo en una gasolinera. Al niño pequeño, que tiene que enfrentarse solo a los ladrones con ingeniosas trampas.

Antonia se ha olvidado su cuerpo.

Así que Jon la ayuda a bajar de la ambulancia, la sube al coche, la lleva al hotel. La acompaña a la habitación, y sigue sin reaccionar. Se queda de pie, junto a la puerta. En ese lugar en el que todos los hoteles del planeta esconden a plena vista la ranura que activa las luces de la habitación. Donde palpas en la oscuridad mientras sostienes la maleta con la otra mano y la puerta con el culo.

Antonia se ha perdido en ese mismo sitio.

—Hay que joderse —dice Jon.

Entra en la habitación de Antonia y la lleva al baño. Sus ropas son un desastre, su piel tiene más centímetros sucios que limpios.

Así no puedo dejarla, o va a coger un cáncer de Ébola, piensa Jon, mientras le da al grifo del agua caliente.

Una vez, hace muchos años, su cuadrilla de la catequesis y él salieron a setas. Sería el año noventa, o el noventa y uno. Quince, tenía él. Les sacaba media cabeza y un cuerpo a todos los demás. No es que estuviera gordo.

Iban por el monte, más preocupados de decir tonterías que de los níscalos. En esto que uno de los chavales, el Gorka, que era un pieza, señala una rama baja de un roble. Un avispero. Y dice, a que no lo tocas, Jon. Y Jon, a que sí. Se acerca con el bastón de buscar setas, y roza el avispero con la contera. Y el Gorka dice, con la mano. Y el Jon, que si estamos locos. Y el Gorka dice que qué pasa, que si Jon es maricón.

Para Jon no había acusación peor. Estaba tan dentro del armario que las perchas no le dejaban ver la puerta. Así que tiró el bastón a tomar por saco, y dio tres pasos al frente, con el brazo en alto. Muy despacio.

Lo peor no fue el dolor de la docena de picaduras —una de ellas, bajo la ceja izquierda, le dejó el ojo cerrado una semana— ni las risas de la cuadrilla. Lo peor fue el miedo que sintió durante los tres pasos hacia delante. El plomo en el estómago que cargas en la distancia entre lo que te impulsa y lo que temes.