Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Está deseando volver al salón y sentarse, con las piernas cruzadas, para tener sus tres minutos. Nunca los ha necesitado tanto.

—¿Sabes qué va a encargarte Mentor ahora?

—No lo sé —dice Antonia, meneando la cabeza—. Cualquier tontería.

—Alegra esa cara, niña. Verás como al final te lo pasas bien.

Lola

Lola corre, escaleras abajo, repitiéndose una información imprescindible.

Siempre son dos, siempre son dos, cuando van a por alguien siempre son dos.

Un retazo, captado de pasada en el salón de su casa, mientras ella sirve blinis de anguila y jarras de kissel, y le pasa la roílla a la encimera. Conversaciones que van subiendo de tono a medida que la noche avanza y el volumen de las voces va ahogando el sempiterno sonido de fondo de Perviy Kanal, sintonizada a través de la parabólica instalada en el tejado del chalet. Hombres peligrosos y bocones, fanfarroneando delante de ella, como si no existiera. El chochito de Yuri. Que apenas habla ruso, parece. Qué más da lo que oiga.

Lo cierto es que no lo habla demasiado bien, a pesar de que lleva seis años estudiando, pero lo entiende casi todo. Al menos comprende lo bastante para haber captado a uno de los amigotes —o socios, porque vienen a ser lo mismo, al menos con Yuri— cuando describía el método de actuación propio de los sicarios, sin imaginarse nunca que ella iba a ser el objetivo.

Una moto o un coche espera fuera. Un sitio público, pam, pam. Luego el pistolero corre hacia el vehículo que espera fuera, mientras el de la moto monta guardia y cubre la salida. Después, brum, brum, acelera y da svidaniya. Si te he visto no me acuerdo. Esa última frase la dijo en español, a los rusos les encantan las expresiones en español.

Lola, que se conoce al dedillo el centro comercial, sabe lo que habría hecho ella. Dejar el vehículo con el motor en marcha en el parking, salir por la puerta de emergencia.

Lo que quiere decir que está huyendo en la dirección incorrecta.

Un ruido dos pisos más arriba se lo confirma. El asesino está siguiéndola. Para asegurarse, Lola se asoma por el hueco de la escalera. El disparo no la alcanza por pocos centímetros. La detonación le llena los oídos, resuena por las paredes revestidas de hormigón.

Lola se maldice, sigue corriendo hacia abajo. Se está quedando sin escalones, sin opciones, sin sitio. La escalera termina en una puerta de emergencia, que da a la parte trasera del centro comercial.

Y al parking.

Detrás de ella se escuchan los pasos del asesino, bajando a toda velocidad. No hay tiempo que perder. Lola abre la puerta, y ahí está, diez metros por delante de ella, atravesado en la calzada.

Un coche con el motor en marcha.

Lola no se para a ver quién conduce —porque ya lo sabe—, se limita a correr y meterse entre los coches aparcados. No hay muchos tan temprano —la hora punta a mediodía, cuando los guiris vienen a comer primero y a quemar plástico en Gucci y Valentino después—. Así que Lola se tiene que agachar y correr entre ellos, intentando ocultarse. Vagamente consciente de que sus pies van dejando huellas sanguinolentas en el asfalto.

A sus espaldas se oye cómo se abre la puerta de emergencia. Lola, agachada detrás de un Prius nuevecito, se ha quedado sin coches tras los que esconderse. El siguiente está a tres plazas de distancia.

Rompe a llover. A jarrillos.

Lola está paralizada, temblando de miedo, sin saber qué hacer, cuando la ventanilla trasera del Prius estalla en mil pedazos. Lola suelta un grito aterrorizado, y se echa al suelo. No puede ver al asesino, no puede correr hacia otro coche, está demasiado lejos. El único camino es reptar bajo el Prius. Se arrastra con los brazos, notando en las manos y en los codos —colándose a través del jersey de mil doscientos euros— la textura pringosa del aceite de motor.

El coche pierde.

Lola también.

Los cortes en los pies le han hecho verter mucha sangre, y no ha desayunado esa mañana. La idea era tomarse un café después de comprar el cochecito. Dicen que trae mala suerte tan temprano. Lola sólo está en el tercer mes de embarazo. Con ropa holgada, apenas se le nota. Pero tiene tantas ganas de tener este niño. Y es tan impaciente.

Que trae mala suerte.

Lola comienza a notar la cabeza ligera y la visión borrosa. Le falla la fuerza en los brazos, el suelo tira de ella con fuerza hacia abajo. Prometiendo paz.

No, joder, no me puedo desmayar.

Hay algo dentro de ella que aprecia la idea de desmayarse y dejar que le disparen sin ser consciente de ello. Fundido a negro, sacabó. Fácil, indoloro.

No.

Se vuelve a incorporar. El aceite, mezclado con la lluvia, ha dejado una mancha iridiscente y resbaladiza sobre su mejilla, que se escurre al interior de su boca abierta. El sabor es dulce.

No dulce bueno.

Escupe.

Sigue arrastrándose. Repta entre los coches y se refugia bajo el de al lado, justo a tiempo. Hay unas botas frente a ella. Botas gruesas, negras. Una de ellas está manchada de sangre.

La puntera del pie derecho está a menos de un palmo de su cara.

Si se mueve un poco, me trinca.

Si se agacha, me trinca.

Alguien llora por Lola, triste y quedo. Es ella, claro. No hace ningún ruido, apenas se mueve, pero llora desconsolada, por la tremenda injusticia que es morir de esa manera, atrapada bajo un coche, sucia y sola.

Entonces suena la sirena. No a lo lejos, como en las películas, sino muy cerca, muy fuerte. En la manzana de al lado, como mucho.

Las botas se alejan.

Una puerta que se cierra de golpe, el motor de un coche acelerando y desapareciendo en la distancia.

Lola se deja caer de nuevo —un breve descanso, pues no puede detenerse, la amenaza no ha terminado— y sigue llorando.

No deja de llorar, ni siquiera cuando el móvil le vibra en el bolsillo de los vaqueros.

Ya ni se acordaba de que lo tenía.

Es un mensaje de Yuri.

Vienen a por mí. Ya sabes qué hacer.

So idiota. Estúpido, papafrita de los cojones, piensa Lola. Si tuviera delante a su marido le arrancaría los pelos recién reimplantados en Turquía.

¿Ahora me pones sobre aviso? ¿Ahora?

5
Unas prisas

¿Lo bueno y lo malo de Bilbao?

Lo malo de Bilbao es que no hay un sitio como el Attack. Donde apañar la tensión y el dolor genital en un par de horitas de cancaneo si culeas de estribor.

Lo bueno de Bilbao es que no hay sitios como el Attack, de los que Jon sale con el alma pocha y sintiéndose mucho más solo de lo que estaba cuando entró.

Pero más ligero, que todo hay que decirlo.

Que lo que él quiere es que le conteste el mozo del Grindr, pero después de unos cuantos chats, parece habérselo tragado la tierra. Y parecía majo. Y el inspector Gutiérrez, que es monógamo en serie, no quiere comerse una manzana dos veces por semana con ganas de llorar. Lo que quiere es amor civilizado, pero no lo encuentra.

Jon se abrocha la chaqueta al salir, con el pelo aún chorreando de la sauna. El abrigo no se lo pone, porque está a sólo seis minutos de casa. El universo, ubicándote al lado de la tentación, y tal.

Optimista irredento, como siempre, Jon enciende el teléfono. En el Attack los móviles hay que dejarlos en el ropero, junto con todo lo demás, por razones obvias. A ver si hay suerte y le salta un mensaje del mocito.

Lo que saltan son cinco llamadas de Mentor.

Seis, con la que está entrando ahora mismo.

—Son casi las dos de la madrugada —dice Jon, al descolgar.

—Espero que haya preparado a Scott como le pedí.

—Ya tiene el informe de Aguado —suspira Jon.

—Lo que nos temíamos. La mujer no es Sandra Fajardo, así que les relevo del caso.

—¿Y eso no podía esperar a mañana?

—No, porque ha surgido algo muy importante. Necesito que vayan a Marbella.

—Pues eso, mañana a prim…

—Ahora, inspector. Créame, esto es muy urgente. Y muy, muy grande. Vaya a buscar a Scott y pónganse en marcha. Les daré los detalles por el camino.

Jon abre una boca de metro. O bosteza, no hay manera de reconocer la diferencia. Son ya dos noches seguidas acostándose tarde. La anterior pescando cadáveres. Ésta, con sus cosas de marica. Y uno tiene una edad. Así que la orden le hace la gracia justa.

—Seis horas de viaje.

—Con ese coche, si le pisa bien, cuatro. Y tenga cuidado.

—¿Acaba de pedirme que le pise y que tenga cuidado en la misma frase?

—No son incompatibles.

—Me caigo de sueño.

—Si necesita un empujón químico, en la guantera del coche puede encontrar lo que necesita.

Lo que faltaba. Dos drogadictos en el equipo, por el mismo precio.

—Mi cuerpo es un templo, oiga.

—No se puede afirmar eso con un colesterol de 283, inspector.

—Se suponía que los análisis médicos eran confidenciales.

—Eran bastante confidenciales. No se estrelle —ordena Mentor. Cuelga.

Así que media hora después tiene a Antonia en el asiento del copiloto del Audi A8. Negro metalizado, lunas tintadas, llantas de aleación, cien mil euros y pico. Jon le ha bautizado como Reinamóvil, un mote que sólo le hace gracia a él.

—Si estás cansado puedo conducir yo —se ofrece Antonia, la voz un retrato de inocencia.

Éste es el tercer coche que les ha dado Mentor, después de que Antonia estrellara el primero en una persecución a más de 250 km/h. El segundo lo estampó Jon contra el Rolls Roice de sir Peter Scott, el padre de Antonia, en un pronto. Pero tal como lo ve Jon, eso también fue culpa de ella.

Motivo por el que Jon no piensa volver a cederle el volante hasta el siglo veintidós.

—Tú descansa, bonita. Tú descansa.

Antonia se recuesta en el asiento, contrariada. Cierra los ojos y finge dormir.

Jon mira el reloj y piensa en amatxo. En cómo estará. Con setenta y un años que tiene. Y con el bingo Arizona cerrado. Con qué se entretendrá. La pobre, tan sola.

Tan sola, claro, porque le da la gana. Que contra todo pronóstico no ha querido salir de su piso en Bilbao para ir a Madrid con su hijo. Que dónde va ella a su edad, y que vete tú si quieres, que te da igual que me muera aquí sola. Y que no, ama, que es que el deber me llama y tal. Y que no se viene. Dejándole a cargo de planchar sus propias camisas por primera vez en cuarenta y tres años. Es un decir, que ahora las plancha la tintorería. Y más con el sueldazo que le paga Mentor todos los meses. Casi cinco cifras. Pero que la echa de menos, vaya.

Tengo que llamarla.

El que llama —cuando van por la A-4 a la altura de Valdemoro— es Mentor. Al iPad de Antonia. Por FaceTime.

Ella coloca la tablet en el soporte del salpicadero, y acepta la llamada.

—Se preguntarán ustedes por qué les he mandado a Marbella en plena noche.

La webcam le acentúa a Mentor las entradas y las bolsas de los ojos. Parece haber envejecido diez años de golpe. Y sigue vapeando.

—La verdad es que no. No hay nada como seiscientos kilómetros para estirar las piernas.

—Usted mantenga los ojos fijos en la carretera, inspector.

—Y usted no le eche el vaporcito a la cámara, que no se ve nada.

—Había varios asuntos donde reclamaban a la Reina Roja ahora que hemos desistido de la búsqueda de Fajardo —dice Mentor, ignorándole—. He tenido que rechazar o demorar su participación en ellos. Ha surgido algo, una oportunidad como hacía mucho tiempo que no teníamos.

Mentor alza una fotografía impresa frente a la cámara. Sacada de un pasaporte, parece. Un hombre joven, moreno, de unos treinta y cinco años. Nariz ancha, pelo corto. Labios gruesos.