Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Puede que eso la haga mejor aún. Más poderosa. La compasión es una niebla en la que perderse. La venganza procede del odio, y el odio es algo tangible, algo que se puede esgrimir como un arma.

Mirando a los cadáveres de sus compañeros en el furgón, recordando la pesadilla del contenedor del puerto de Málaga, Jon no es capaz de culparla.

Hay que hacer lo que toca. O, al menos, lo que se puede.

Si no puedes salvarlos, al menos podrás vengarlos.

Lo cual no quita para que se sienta muy triste.

Arriba se ven las luces de la Guardia Civil. Se asoman por el puente, comienzan a descender por el terraplén con sus chalecos amarillos.

El inspector Gutiérrez se encarga de las explicaciones, que se llevan valiosos minutos. Antonia le espera en el interior del coche, sentada en el asiento del copiloto, con los ojos cerrados.

Jon entra, frotándose las manos y echándose el aliento para calentarlas. Cada vez hace más frío.

—¿Te has dormido? —dice Jon.

Ella sacude la cabeza, con los labios apretados, sin abrir los ojos.

—Lo que daría por una cápsula roja —dice.

—Ya, y yo por un marido rico. Puedes hacerlo. Lo has hecho antes.

Antonia respira de forma entrecortada.

—Es mucho más difícil. Y más…

No añade más adjetivos. Jon, a cambio, añade un sustantivo. Miedo. Que es lo que tiene Antonia Scott. Ella, que parece no temer a nada, más que a sí misma.

—Voy a necesitar tu móvil —dice, al cabo de un rato.

Jon le pasa el aparato, y ve cómo lo apaga y lo vuelve a encender. Salvo que al encenderlo, deja apretado el botón de subir el volumen. En lugar de la pantalla de inicio, lo que aparece es una aplicación. Antonia introduce un número de muchos dígitos, y después la aplicación le hace un reconocimiento facial.

—¿Cómo has instalado eso en mi móvil?

—Éste no es tu móvil. Te lo cambiamos por otro hace meses. Éste es mejor. Y sin que Apple sepa lo que haces.

—¿Y vosotros sí lo sabéis?

—Estoy segura de que Asier_29 terminará escribiéndote. Parece buena persona —dice Antonia, sin dejar de teclear en la aplicación.

Jon sabe muy bien las páginas que ha visitado, los mensajes que ha mandado, lo que ha fotografiado con ese teléfono. Y que no le gustaría que nadie más supiera. El rubor sube a sus mejillas, en forma de calor seco. Las protestas hacen cola tras sus dientes, pero luego recuerda no sé qué de quien juega con fuego, mojado se levanta. Así que se limita a abrazar al volante y mirar hacia otro lado. Hasta que se le pasa.

—Esto es interesante —dice Antonia.

—¿El qué?

—Lola Moreno fue a buscar a su perro. Iba a subir al coche con su asistenta, pero no llegó a hacerlo. La gente de Orlov apareció y se la llevó.

—El chófer ese me pone los pelos de punta —dice Jon, recordando a Kiril Rebo.

—Sospecho que fue esa mujer la que les avisó. Zenya Kuchma, ucraniana, con permiso de residencia. Quizá por miedo.

—Se fue antes de que llegáramos.

—Esa mujer vive a las afueras de Marbella. ¿Por qué su móvil me dice que está en movimiento, por una carretera de la sierra de Madrid?

Antonia le muestra en la pantalla la posición del teléfono de Zenya Kuchma. Noventa y nueve kilómetros de distancia.

—Esto es Heimdal, ¿verdad? —dice Jon, poniendo en marcha el motor.

Antonia asiente.

—Y ha localizado su teléfono vía satélite, ¿verdad?

Antonia asiente de nuevo.

—¿Ves como sí que tenía función de satélite fascista mágico?

Lola

Había una niña que se compró una casa en un bosque, no lejos de un pueblo de cuento de hadas.

Lola ama Rascafría.

Es un lugar increíblemente hermoso. El monasterio del Paular tiene más de seiscientos años. Los cartujos lo fundaron en torno a una chimenea y un molino de papel. Les llevó dos siglos edificarlo, y enormes esfuerzos conservarlo, en aquella zona salvaje, a los pies de Peñalara. En mitad de aquel paraje repleto de arroyos gélidos y pedregosos, de los bosques de álamos, abetos y abedules.

Lola nunca había estado antes allí. Pero sabía que Yuri y ella necesitarían un refugio para el día de mañana. Un lugar que nadie conociera, lejos de todo y de todos. Encontró la casa buscando en un portal inmobiliario. Una parcela de mil setecientos metros cuadrados, en un camino forestal en pleno Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama. Una construcción de 1975 que hoy sería absolutamente ilegal.

—Cómprala —le dijo a Yuri.

Puso especial cuidado en la operación, de forma que no pudieran relacionarlos con su propiedad. Ni siquiera usaron a Ustyan como testaferro, sino los servicios de un maltés carísimo.

La casa costó trescientos mil euros. Adquirirla de forma anónima, otros tantos. Pero se convirtió en un escondite romántico. En varias ocasiones subieron hasta allí, con su coche, de forma discreta. Kot en el asiento de atrás, roncando paciente. Y cómo disfrutaba el perro de los largos paseos por el bosque interminable. Más aún cuando acudían en invierno, y la nieve alcanzaba a veces casi medio metro de altura.

Hoy parece que será uno de esos días.

Se encontraron con nieve a la altura del embalse de Pinilla. La carretera iba mutando poco a poco del negro al gris sucio. Y después, al blanco.

Las ruedas del Clio comenzaron a tener problemas de agarre a la altura de Alameda del Valle. Lola desvió el coche de la carretera y se metió en el pueblo.

—¿Es aquí? —dijo Kiril, repentinamente alerta.

—No. Necesitamos unas cadenas, o no podremos continuar.

Aparcaron detrás de un Mercedes que tenía las cadenas puestas, aparcado junto a un restaurante. Imposible de forzar, dijo Rebo. A falta de poder llevarse el coche, robaron las cadenas. Penaron durante casi media hora, para quitarlas e instalarlas en las ruedas traseras del Clio.

—Eres ruso, se supone que tendrías que haber hecho esto antes.

Kiril se encogió de hombros.

—Prejuicio, da? Como negros que bailan, da?

Ofender la sensibilidad política de un mafioso, lo que me faltaba, pensó Lola. Subieron de nuevo al coche, que ofrecía poco calor. Incluso con la calefacción al máximo, el método ruso que había usado Kiril para acceder al interior había convertido el Clio en una nevera.

Tiritando, alcanzaron Rascafría.

La hermosura del pueblo vuelve a sobrecoger a Lola. Incluso de noche, con el temporal rugiendo en la ventana, el pueblo parece una reliquia de otro siglo. Allí la gente es pacífica, tranquila. No hay discotecas, ni prostíbulos. Apenas mil quinientos habitantes, y sólo un coche de la policía municipal, que únicamente abandona el garaje del ayuntamiento el día de las fiestas patronales.

El paraíso.

Lola conduce hasta el final del pueblo, y toma el desvío en dirección al puerto de Cotos. Se encuentran con un cartel de la Guardia Civil, avisando de que la carretera está cortada por el temporal.

Lola lo aparta, se baja y sigue adelante. Cien metros más lejos está el desvío hacia el Arroyo del Cuco.

Son doce kilómetros más, por un camino de tierra en mitad del bosque. La nieve alcanza ya varios centímetros de alto. Lola baja la velocidad, conduce en tercera para evitar perder tracción, y toca el volante lo menos posible. Aun así, ese último tramo es un infierno, con las ruedas patinando peligrosamente cada pocos minutos.

De pronto, el coche se queda clavado en mitad de la carretera.

—Tendremos que seguir andando —dice Lola.

Rebo mira afuera, con la nieve arreciando cada vez más fuerte, y mira a sus exiguas ropas.

—Si nos quedamos aquí, moriremos —insiste Lola.

—¿Lejos? —pregunta Rebo.

—Cerca —responde ella, que no tiene ni la menor idea de dónde están.

Tan sólo un poste ocasional cada pocos metros les salva de perderse. Eso, y que apenas estaban a cien pasos de la casa. Porque no hubiera aguantado mucho más, con el viento arreciando a ochenta kilómetros por hora.

Media hora más y no lo hubiéramos conseguido, piensa Lola, viendo cómo la capa de blanco va creciendo.

Aun así, llegan a la puerta de la finca completamente ateridos. Con los labios azules y los músculos agotados. Lola aprieta el botón del interfono con fuerza. Si Zenya no le hizo caso y no acudió a la casa, tendrán que saltar el muro. Y no será nada fácil. El seto que rodea la finca es alto, espeso, tiene tres metros de alto.

Por favor. Por favor, dice Lola, sin dejar de apretar.

—¿Sí? —suena una voz por el telefonillo.

Lola pronuncia la contraseña que ha abierto cualquier portal de España, a cualquier hora, desde siempre.

—Soy yo.

El portón de acceso a la finca se abre con un zumbido áspero y petulante.

Una luz se enciende en el lado frontal de la casa. Apenas es visible en el manto de nieve. Lola se dirige hacia ella. Tiene que alzar los pies con fuerza para caminar entre la nieve, que ya alcanza los dos palmos. Tiene los vaqueros empapados hasta las rodillas, y apenas puede sentir los pies.

Cuando alcanzan el porche delantero, Lola está a punto de desfallecer. Kiril no está mucho mejor que ella. La piel enrojecida, la respiración tenue. Cuando entran en el zaguán, apenas pueden caminar. Cada paso es una tortura.

Zenya está esperando junto a la puerta con una manta. Lola va a cogerla, pero Kiril la agarra por detrás antes de que la alcance. La asistenta se echa hacia atrás, asustada, cuando ve aparecer al ruso.

—El perro —dice, obligando a Lola a darse la vuelta, y poniéndole el extremo retorcido de la barra de hierro en el cuello.

Lola le mira con un agotamiento infinito. En algún momento de un pasado lejano, su plan incluía ordenar a Kot que atacara a Kiril tan pronto entraran en la casa. Ese plan que había ya olvidado, pero que Kiril parece haber tenido en cuenta desde el principio.

Alza la mano, a la que todavía siguen unidas las esposas.

—Zenya. ¿Dónde está Kot?

—En la cocina, señora —responde Zenya.

Unos zarpazos en la puerta contigua.

—Ve a por él —ordena Kiril Rebo, en ruso—. Y átalo donde yo pueda verlo.

Zenya desaparece por la puerta de la cocina, y vuelve al cabo de un momento con el perro, atado con un arnés que le rodea el cuello y le sujeta a la altura del pecho. Kot va tirando de ella con tanta fuerza que Zenya apenas puede retenerlo.

—Controla —dice Rebo, apretando más el hierro contra la garganta de Lola.

Myeste. Quieto —ordena Lola.

Kot se detiene, al instante. Pero su mirada no se aparta de Kiril Rebo. Hay fuego hambriento detrás de esos ojos color café.

—Átalo ahí —dice Rebo, señalando una columna de madera en mitad del salón.

Zenya obedece, rodeando la columna con la correa. Hace un nudo fuerte, y le da la vuelta al asa de la correa.

Sólo entonces Rebo suelta a Lola, que se aparta dando tumbos de él, y se deja caer de culo delante de la chimenea. Zenya ha encendido la calefacción eléctrica de la casa, pero no ha prendido la chimenea. Hay troncos preparados.

No usan pastillas de encendido. Lo único que tienen para iniciar el fuego es una enorme pila de periódicos viejos (intacta) y un ejemplar de Cincuenta sombras de Grey al que le faltan la mitad de las páginas. Con dedos casi insensibles, Lola arranca un capítulo y lo usa para arrancar la hoguera.

Cuando las llamas prenden, Lola se desprende de la ropa empapada. Desnuda, se arrebuja en la manta que le trae Zenya.

Rebo no se ha movido de la entrada, esperando a ver qué hacía Lola. No la ha perdido de vista mientras se quitaba la ropa, recreándose en las extrañas geometrías que las llamas dibujan sobre los pechos desnudos y el vientre de Lola. Sin la ropa, es imposible ocultar su estado.

—Yuri, da? —dice, acercándose a la chimenea.

Lola no responde. Tiene la vista clavada en el fuego, y la mente a un millón de kilómetros de distancia. O a ese mismo lugar, pero hace un millón de minutos. Sentada frente a esa misma chimenea, con su marido. Pasándole la mano por el pelo, negro, ensortijado en el flequillo cuando se lo dejaba más largo. Dios, qué guapo era. Con esos labios carnosos y esa nariz ancha y varonil. No era muy alto, pero sabía cómo hacerla feliz.