Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

SEGUNDA PARTE
LOBA

Si hablas a favor del lobo,
habla también contra él.

ALEXANDER SOLZHENITSYN

Loba negra

No sabe quién es ni dónde está.

Sólo existe el dolor.

No hay consciencia, no hay recuerdos de lo soñado. Nada de la tibieza de las sábanas, de la suave caricia de la almohada. La respiración pausada de una pareja, un amante. No hay resaca de una noche anterior ni el fastidioso zumbido de la alarma del móvil.

Sólo existe el dolor.

Un dolor máximo, inaceptable. Una corriente eléctrica que no deja espacio para el yo. Reclama cada hueso, cada músculo, cada centímetro de piel. Hasta la última terminación nerviosa de su cuerpo. No queda ni una brizna de ella. Sólo la injusticia de no saber qué pecados ha cometido para merecer esto.

El sufrimiento extremo dura unos pocos segundos. Se atenúa lo suficiente para que recuerde quién es. Qué es lo que ha hecho. Las vidas que ha segado. De su garganta reseca brota un ladrido rasposo, entre carcajada y lamento. Si este dolor que siente cada mañana al despertar es un castigo, se siente agradecida por que sea tan pequeño en comparación con el daño que ella ha infligido a otros.

Las sensaciones de su cuerpo van revelándole dónde está. En el suelo, duro. Parquet. Desnuda, salvo por un tanga. Bocarriba. El sudor le resbala por los pechos, repta por las colinas de sus abdominales marcados, forma un lago salado en el ombligo. Nota la corriente de aire que se cuela por debajo de la puerta, las vibraciones de pasos en el suelo. Una camarera llama a la habitación contigua. Reconoce el idioma. Español.

Madrid. Estoy en Madrid.

No hay tiempo para recordar. Lo más acuciante es conseguir moverse. Su cuerpo no responde, está paralizada.

Como cada mañana.

Le lleva una eternidad conseguir mover el brazo derecho. Comienza por los dedos, primero una falange, después otra. Después flexiona la muñeca, el codo. Cuando consigue que el hombro le obedezca, es un triunfo. Ahora es capaz de llevar la mano hasta los muslos. Bajo la piel fina, los músculos están tensos como cables de acero. Se masajea con insistencia el cuádriceps derecho.

La extremidad no responde. Sigue intentándolo. El esfuerzo es agotador. Aburrido. En la habitación a oscuras, lo único que ve es el reloj de la televisión. Marca las siete y once. Se centra en cómo van cambiando los minutos. Pasan diecinueve hasta que logra que se desbloquee la pierna.

Apoya una mano en la cama, dura, compacta. Suave al tacto. Sin usar. Sólo dormir en el suelo le permite conciliar el sueño. Haciendo palanca logra darse la vuelta. Arrastrándose con los codos y la rodilla derecha, logra llegar hasta el baño.

La ducha está a un lado de la bañera. Sólo se aloja en hoteles de cinco estrellas modernos, reformados. Una ducha independiente es imprescindible.

Se apoya en un codo para alzarse. Después de varios intentos, logra activar el mando, usando la punta de los dedos. El agua sale a toda presión, casi al máximo de temperatura. Se coloca debajo como puede, intentando que el chorro le golpee en la espalda, en el punto exacto donde el dolor irradia a todo su cuerpo.

Pasa el tiempo. Incluso llega a dormirse durante un breve instante, después del esfuerzo agotador. Se remueve, logra incorporarse lo suficiente como para sentarse. El agua caliente le deja la piel enrojecida, dolorida. Cuando ha obtenido todo el alivio que puede del agua, gatea hasta la cama. Alzarse hasta ella es un nuevo sufrimiento. Una negociación entre su cuerpo, el dolor y la gravedad. Todos exigen su parte.

Cuando se deja caer sobre el colchón, siente un inmenso alivio. La presión cede. Pero la tortura no ha terminado, sólo ha hecho una pausa.

Son casi las nueve cuando se abre la puerta de la habitación. El hombre es puntual, cualidad rara en un español. Claro que él es medio eslavo, hijo de una ucraniana. Así que no cuenta del todo.

Ella le mira, desde la cama. Está tendida de costado, pero se asegura de que sea él. Le contempla mientras se quita el abrigo.

Date la vuelta.

El hombre se gira, con las manos alzadas. Es joven, no llega a los treinta, pero el pelo ya le clarea en la frente y en la coronilla. Un bigotito fino le cabalga el labio superior.

Ya sabes qué hacer.

El hombre se quita el abrigo, la chaqueta. Se levanta la camisa, dejando ver un rollo de carne que le cuelga en la cintura. Incipiente, pero imparable.

Cuando ha comprobado que no está armado, ella le permite acercarse. Ya le conoce. Es la tercera vez que se encuentran. Pero en su situación de indefensión toda precaución es poca.

Ven.

El hombre coge su maletín y se aproxima a la cama. Sus ojos recorren el cuerpo de la mujer con deseo, aunque no hace gesto alguno. No dice nada, tampoco, aunque en su entrepierna se forma un bulto evidente.

Ella saca la mano derecha de debajo de la almohada. Agarra la pistola con fuerza. Demasiada fuerza. Pero no va a dispararla. Sólo quiere recordarle al hombre a qué ha venido.

Él comienza a sacar varios objetos del maletín y a ponerlos en la mesilla de noche. Enciende la lámpara. Aparta las cortinas. Necesita luz para lo que va a hacer.

¿Cuándo empeoró?

Antes de ayer —responde ella—. Había estado casi bien hasta entonces. Al menos de día.

La culpa es de la L4 y la L5. Dos discos de su columna que nunca se recuperaron del todo tras un mal salto de un segundo piso a un camión en marcha. A cualquier ser humano le obligaría a una o varias operaciones y una rehabilitación de años.

Ella no está dispuesta a pasar por eso.

Su tiempo es muy valioso, como lo son sus habilidades. Sabe que el cuerpo le está gritando que quiere dejar de hacer lo que hace, pero ella no está abierta al diálogo.

Eso requiere medidas extraordinarias.

¿Cuándo fue la última vez que te pincharon?

Ella se da la vuelta, ofreciéndole la espalda. Conteniendo un grito.

Amsterdam. Hace cuatro meses.

Es mentira. Fue en Belgrado, hace tres semanas. Pero no funcionó como siempre. Tampoco va a decírselo, porque teme que no quiera darle lo que necesita.

Tampoco importa demasiado, porque la marca de las agujas aún persiste en la piel, blanca.

Es muy peligroso —dice el hombre—. Demasiado pronto. Podrías destruir tu médula espinal por completo. Y entonces

Ella ya sabe que es peligroso. Sabe que puede quedarse paralítica. No necesita que se lo diga un médico recién licenciado, que hace negocios bajo cuerda.

Hazlo.

Pero

El dinero está sobre la mesa.

El hombre se da la vuelta y mira a la mesa. Los cuatro billetes púrpura asoman del sobre abierto.

Es tu cuerpo —dice el hombre.

El algodón empapado en alcohol está frío al tacto. El hombre restriega bien la zona lumbar. Cuando retira el algodón se fija en las cicatrices de la espalda. El álbum de recuerdos de su estilo de vida.

Ésta es nueva —dice, recorriéndola con el índice. Una línea roja bajo el omoplato.

Un cuchillo. Ella aún siente el filo. El rostro del que le hizo eso todavía viene a atormentarla por las noches. No se ha confundido en la muchedumbre de caras que la acechan en la oscuridad.

Avisa cuando vayas a entrar. No quisiera dispararte sin querer.

El hombre suelta una risa nerviosa. Luego apoya los dedos sobre ella, buscando el punto exacto. Avisa antes de introducir la aguja. Ella aprieta los dientes, aparta el índice del gatillo. Siente el metal hundiéndose en ella.

El hombre contiene el aliento. Tiene que introducir la aguja en el saco dural, sin llegar a tocar la espina dorsal. Un milímetro hacia fuera, y la inyección no hará efecto. Un milímetro hacia dentro, y ella no podrá volver a andar.

Va muy despacio hasta encontrar el punto exacto. Multiplicando el dolor.

Ella no se permite llorar.

Cuando comienza a apretar el émbolo, el cóctel de cortisona, analgésicos y otros esteroides entra en su cuerpo, con una promesa de alivio. De fuerza. De tiempo recobrado.

No se despide de él cuando recoge su dinero y se marcha. Al cabo de unos minutos, se pone en pie y camina hacia la ventana. Los rayos del sol iluminan su piel desnuda, mientras ella contempla los tejados frente a su suite. Un ave fénix le devuelve la mirada desde el edificio de enfrente. Sus alas desplegadas se recortan contra el cielo imposiblemente azul y engañoso del invierno madrileño. Ella envidia la inquebrantable fortaleza del bronce.

Entonces suena el teléfono sobre la mesilla. Ha llegado un correo electrónico a su bandeja de entrada.

Ella lo abre. Contiene un documento adjunto codificado. El programa está instalado en el propio aparato, de forma que sólo éste pueda leerlo.

Sus ojos verdes recorren el texto en cirílico. Instrucciones. Fotografías.

Sonríe.

Llaman a la Loba Negra.

1
Una madre

Lo del funeral no sirvió de mucho. Salvo para completar un álbum de cromos de mafiosos. La tarde la perdieron dando vueltas de un lado para otro. Antonia, en el asiento del copiloto. Intentando controlar un temblor imperceptible de su mano.

Sin decir palabra.

A la mañana siguiente se encuentran en el vestíbulo del hotel.

Antonia saca su iPad y le muestra la foto del cadáver de Yuri. La mano la tiene casi, casi, firme.

—Llevo toda la noche pensando en esto.

—Me alegro de que hayas dormido bien.

—No me cuadra. ¿Por qué matarle y luego registrar la casa?

Jon se rasca el pelo a conciencia.

—Hubiera sido un poco más fácil convencerle de que hablara primero.

—Orlov está buscando algo. Con bastante empeño.

—Quizá esto no sea sólo la ejecución de un chivato —dice Jon.

Antonia asiente.

—Podríamos preguntarle a la comisaria Romero.

—No te va a decir nada sobre su confidente. Nos ha dejado muy claro que, por lo que a ella respecta, estamos aquí para ver si casualmente Lola Moreno se nos mete dentro del coche.

—Pues vamos a tener que ir a ver a la madre.

—La policía ya ha hablado con ella, cari.

—No se me ocurre otra cosa.

—¿No puedes usar la magia fascista de tu iPad?

—¿Para qué?

—No sé, reorientar satélites a ver si encuentran a Lola Moreno. Satélites fascistas mágicos.

Antonia dedica varios minutos a explicarle a Jon el funcionamiento concreto de Heimdal, de cómo puede ayudar a las investigaciones de Reina Roja, de lo que puede y no puede hacer. Entrar en bases de datos, forzar la seguridad de cuentas de correo electrónico, emplear algoritmos de reconocimiento facial en grabaciones de seguridad, y unos cuantos trucos más. Todos en fase beta. Falibles.

—En resumen, que no hay función de fascista mágico.

Jon escucha atento, serio. Circunspecto vascongado. Luego aprieta el botón lateral de su teléfono y le habla al micrófono.

—Oye, Siri. ¿Fascistas mágicos existen?

He encontrado Fast and Furious Siete. ¿Quieres que la reproduzca? —aporta Siri.

—¿Ves? Funciona igual de mal que el tuyo —dice Jon.

Antonia sonríe. Es una sonrisa de las buenas. De las que hacen que un hoyuelo se forme a cada lado de la boca, dibujando un triángulo perfecto con el que le parte la barbilla. De las que últimamente veía pocas.

Esta mañana está mucho mejor. Ya no quedan restos de la pesadez angustiosa que la envolvía el día anterior como una crisálida.

Jon sabe que algo no va bien con ella. Pero la mañana ha hecho eso que hacen todas las mañanas cuando llegan, prometernos unas horas distintas, nuevas, libres de quehaceres y pesares. Como saben todas las huerfanitas pecosas, el sol brillará mañana. Luego el día te recuerda que sigues sin tener padres, pero oye, el sol brillará mañana.

Así que Jon barre su preocupación bajo la alfombra.

Y se van a ver a la madre.

Todas las fachadas de la calle Salvador Rueda están pintadas en blanco. Salvo la peluquería Tere’s. La peluquería Tere’s tiene toda su fachada pintada en un malva obsceno. Por dentro, también, por si no tenías bastante.

Tere, la peluquera, no está pintada de malva. Salvo las uñas. Y un mechón de pelo. Cuando tienes cincuentaytantos, el malva te queda regular, piensa Jon. No lo dice porque no se insulta a las personas que colaboran en una investigación. Pero coge una tarjeta de la peluquería para mandar un email anónimo, en pro del buen gusto.