Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Es mucho más sencillo perdonar a otros por estar equivocados que por estar en lo cierto, piensa Jon.

—Quizá. Lo que sé es que hasta aquí he llegado yo.

En condiciones normales, quizá Antonia tardaría un rato en comprender qué es lo que está intentando decirle Jon. Su compañero. Su único amigo. Su inquilino de tres pisos más abajo. Pero ha temido que este momento llegase durante varios meses. El momento en el que dijese basta.

—Así que ya no estamos juntos —dice.

—Eso parece.

Lo sucedido durante las últimas semanas ha sido más de lo que cualquiera hubiera soportado. Ha forzado su confianza, le ha mentido, le ha empujado hasta el límite y más allá.

No puede culparle, en realidad.

Pero tampoco va a ponérselo demasiado fácil.

—¿Y qué voy a hacer yo ahora sin ti?

Eso Jon lo tiene claro.

—Por encima de las mentiras, de la estupidez, seguirás indagando sin rendirte. Porque es lo que eres. Una detective. Quizá la mejor.

—¿Quizá? —dice Antonia.

—Tampoco las conozco a todas, cielo.

EPÍLOGO

—¿Cuánto tiempo es para
siempre? —preguntó Alicia.
—A veces sólo un segundo
—respondió el Conejo Blanco.

LEWIS CARROLL

Un adiós

La habitación ha cambiado mucho. Todas las cosas de Antonia están recogidas, guardadas en cajas.

Marcos no ha cambiado.

Sigue atado a la vida por las máquinas.

Su cuerpo se ha deteriorado todavía más en estos meses. Sus miembros se han encogido, su piel se ha vuelto opaca y flácida. Haciendo visible el diagnóstico. Los médicos le desahuciaron hace años. «Ninguna posibilidad», dijeron. Y Antonia no les creyó. Le dio la espalda a la razón, porque era demasiado orgullosa para admitir un error irreparable.

Luego conoció a Jon. Y lo cambió todo.

Llaman a la puerta. Abre, con cuidado.

Es un hombre alto, elegante. El hombre que necesita hoy a su lado.

—Hola, papá.

Sir Peter Scott está sorprendido de que su hija le haya llamado. Pero ha acudido, a pesar de todos los meses que llevan sin verse.

Ha venido, y es lo importante.

—¿Cómo está Jorge?

—Creciendo. Deseando verte.

—Mañana —promete Antonia.

—Le diré que prepare el ajedrez.

—Le echo de menos —dice. Y es verdad.

Antonia y Peter permanecen un rato junto a la cama de Marcos, mirando al cuerpo exánime. La carcasa vacía que una vez contuvo un amor increíble.

—Todas estas cosas que puedo hacer. Todas estas capacidades. Y no pude salvarle.

Su padre no dice nada. Tampoco la abraza. Año tras año de rechazos continuados le han enseñado a no acercarse a ella. Incluso en este momento en el que Antonia tanto lo necesita. En el que Antonia querría que lo hiciera.

No recibe consuelo, así que lo busca dentro de sí misma.

Desde que nacemos, sabemos cuál es nuestro destino. La cuna se mece sobre el abismo, dispuesto a tragarla. Nuestra vida no es más que un fogonazo entre dos negruras infinitas. El final que nos aguarda nos resulta más amenazador que la oscuridad anterior, ese instante en el que no sabíamos cuál era nuestro rostro antes de nacer. Quizá tenemos miedo a lo que viene después porque, en el fondo, una brizna de nuestro ser recuerda algo terrible. Algo que olvidamos cuando llenamos por primera vez de aire nuestros pulmones, y lloramos.

Y si nada nos libra de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida.

Antonia besa a Marcos en los labios por última vez. Después le hace un gesto al médico, que aguarda pacientemente junto al respirador.

Cuando las máquinas se apagan, Antonia se echa a llorar. Agradecida, por tanto amor.

Un paseo

Antonia Scott se permite pensar en el suicidio durante cincuenta y cuatro largos minutos.

Ha declinado la invitación de regresar a casa en el coche de su padre. Prefiere caminar, guardar ese tiempo para sí misma. Para recuperar el tiempo perdido.

Cincuenta y cuatro minutos puede parecer una gran cantidad de tiempo.

No para Antonia Scott. No cuando, en realidad, no es capaz de emplearse a fondo en la tarea.

En lo único en lo que es capaz de pensar es en el ahora. En cómo seguir adelante sin Jon.

En el minuto cuarenta y ocho, decide que no puede.

Un cambio

En el número siete de la calle Melancolía, mientras, Jon está empaquetando sus cosas.

Tampoco está poniendo todo su empeño, para ser justos.

Su ropa es bastante cara, y requiere de un mimo especial a la hora de embalarla. Portatrajes, papel de seda, cajas de cartón altas con una barra central.

No ha comprado nada de eso, así que en realidad lo único que ha hecho ha sido meter en la maleta la ropa interior, unos cuantos pares de gemelos —no todos—, un neceser, dos toallas y tres botes de mermelada casera de higos. Parte del botín con el que el resto de los inquilinos paga el alquiler a Antonia, y que ella se había negado a comer, con el burdo pretexto de que los higos no le gustan y la mermelada engorda.

Mira el reloj.

A esta hora no va a encontrar nada abierto para comprar material de embalaje. Pero sí que estará abierto el wok de la calle del Olivar. Ideal para una cena tardía. Quizá un par de capítulos de la serie que dejó a medias antes de que empezara todo el lío. Quedarse dormido delante de la tele.

Y mañana, quién sabe. Quizá pensarse dos veces lo de volver a Bilbao.

Jon baja a la calle. Cuando está a punto de doblar la esquina, escucha unos pasos tras él. Pasos femeninos, pasos menudos. Se vuelve, con una sonrisa en la cara. Pero no es Antonia. Es una mujer delgada, bien vestida y sonriente. Tiene un rostro amable.

—Disculpe. ¿Podría indicarme por dónde se va a la calle Atocha?

—Es hacia allá, todo recto —dice Jon, enmascarando su decepción.

La mujer le sonríe a su vez. Después saca una jeringuilla del bolsillo, y se la clava en el cuello.

—Pero qué c… —dice Jon, apartándola de un manotazo.

El rostro amable es lo último que ve antes de que unos brazos fuertes le agarren por detrás, antes de que la oscuridad descienda sobre él.

Un saludo

El teléfono de Antonia suena cuando está subiendo por Lavapiés, a la altura de la calle de la Cabeza.

—No es buen momento.

—Escúchame, Scott —dice Mentor—. Tenemos ya la prueba. Tu fantasma ha resultado ser muy real.

—No te entiendo.

—No puedo contarte más por teléfono. Pero ya sabemos lo que le pasó a Inglaterra y a Holanda.

Antonia por fin comprende a qué se refiere Mentor. Y disfruta de una amarga realidad. Lo único peor que clamar sola cuando tienes razón es que te la den cuando es demasiado tarde.

—Fue White.

—Estoy de nuevo en Madrid. Recoge al inspector cuanto antes, y venid aquí.

Antonia cuelga y aviva el paso.

Cuando tuerce en la calle del Olivar, a punto de llegar a casa, lo ve.

Dos hombres forcejean con un tercero para meterle dentro de una furgoneta. El hombre manotea, sin fuerzas. Una bolsa negra le cubre la cabeza, pero Antonia no necesita verle la cara para saber quién es.

Una mujer elegante, con una gabardina y un rostro amable, se da la vuelta y la ve. Está demasiado lejos para vislumbrar la sorpresa en sus ojos, el pequeño regalo que ha supuesto que ella contemple lo que está pasando. Pero Antonia no necesita verlo para saberlo.

Sandra Fajardo la saluda con la mano antes de subir a la furgoneta.

Antonia corre hacia ellos, sabiendo que está demasiado lejos. La furgoneta gana distancia, cuesta abajo, y deja atrás a Antonia enseguida. Pero ella no se rinde. Sigue corriendo, hasta que los pulmones le arden y el corazón le golpea en el pecho como un martillo neumático.

En el momento que se detiene, con las manos en las rodillas, luchando por respirar, es cuando le llega el mensaje.

Espero que no te hayas olvidado de mí.

¿Jugamos? W.

Nota del autor

La historia de Antonia Scott lleva diez años gestándose, y prometo que cuando llegue el momento te contaré cómo comenzó todo. Mientras tanto, te ruego que sigas guardándome el secreto de las novelas.

Ah, una cosa más.

Sí.

Antonia y Jon regresarán.

Agradecimientos

Quiero dar las gracias.

A Antonia Kerrigan y a todo su equipo: Hilde Gersen, Claudia Calva, Tonya Gates y las demás, sois las mejores.

A Carmen Romero, Berta Noy y Juan Díaz, que creyeron en Antonia Scott y Jon Gutiérrez. A todo el equipo de comerciales de Penguin Random House, que se deja la piel y el aliento en la carretera para llevar los libros hasta el último rincón. A Eva Armengol, Nuria Alonso e Irene Pérez, que me ayudaron a darlo a conocer. A Raffaella Coia, que maquetó y corrigió el libro.

A Juanjo Ginés, poeta que vive en la Cueva de los Locos y se recrea en el Jardín de los Turcos, que merece un agradecimiento largamente retrasado desde hace siete libros.

A Javier Cansado, Dani Rovira, Mónica Carrillo, Alex O’Dogherty, Agustín Jiménez, Berta Collado, Ángel Martín, María Gómez, Manel Loureiro, Clara Lago, Raquel Martos, Roberto Leal, Toni Garrido, Carme Chaparro, Ernesto Sevilla, Luis Piedrahita, Miguel Lago, Goyo Jiménez, Berto Romero y otros tantos represaliados muy justamente por Arturo González-Campos.

Al inspector jefe Antonio Rodríguez Puertas y a todos los valientes hombres y mujeres de la UDYCO que defienden cada día los ciento cincuenta kilómetros de costa de la provincia, un agradecimiento especial. Lo que ellos enfrentan podría llenar tres novelas con hechos reales que, de haberlos reflejado yo en este libro, se me hubiera acusado de inverosímil (que es una palabra que emplean las mentes pequeñas).

La Costa del Sol es un destino predilecto de mafias de muchas nacionalidades y de grupos de sicarios armados que hacen palidecer a los de Loba Negra (y que son, por desgracia, muy reales). En muy raras ocasiones los miembros de la UDYCO de Málaga salen en los telediarios, pese a que en 2018 realizaron más de quinientas detenciones, decomisaron cuarenta mil kilos de droga y cientos de millones de euros en efectivo. Una labor discreta y leal, llevada a cabo en mitad de mortales ajustes de cuentas entre bandas —con decenas de muertos—, amenazas y miedo. Lo que le explica Romero a Jon está basado en la realidad: sólo en 2018 hubo en Marbella ajustes de cuentas con bombas, asesinatos a tiros desde motos, desde bicicletas, con asalto a mansiones, con secuestro, con mutilaciones faciales a lo Joker, con Kalashnikov, en restaurantes… Y al salir de una comunión, que los malos también ven El Padrino.

El inspector jefe Rodríguez Puertas, por cierto, es el hombre que incautó en la vida real treinta y cuatro millones de euros en cocaína camuflada en Nutella. Esa parte también tengo que agradecérsela a él.

Sobre la corrupción: aunque es cierto que en el pasado ha habido manzanas podridas en el seno de la UDYCO, la encomiable labor policial y de la fiscalía han logrado arrinconarlas y que cumplan condena, y son casos aislados dentro de un enorme grupo humano que hace grandes sacrificios. Aun así, la realidad deja, como siempre, en ridículo a la ficción. Un inspector jefe y tres inspectores de la UDYCO en Marbella fueron detenidos en 2008 por cambiarse de bando y crear una red de protección a narcotraficantes. Valga como recordatorio a «nuestros amigos los verosímiles», parafraseando a Alfred Hitchcock.

Quiero agradecer también a Carol Reed y su inmortal película El tercer hombre, que ha servido de inspiración para la portada y los dibujos del gran Fran Ferriz que la ilustran.

A Rodrigo Cortés, una inspiración constante, un amigo leal que me ayudó a revisar el manuscrito.

A Manuel Soutiño, una más, y van ocho.

A Arturo González-Campos, dibujante profesional y director de podcast vocacional. Algún día espero que me invites a participar en alguno de tus programas.

A Alberto Chicote, que se dejó los ojos también sobre el manuscrito.

A Gorka Rojo, asesor de cosas vascas y de física teórica de paletillas.

Gracias a James Gunn, a Andrea Köhler, a Pablo Neruda, a Arturo Pérez-Reverte, a John Carpenter, a Gabriel García Márquez.

Gracias a Joaquín Sabina y Pancho Varona, mi banda sonora.

Gracias también a Cruz Morcillo y Pablo Muñoz, autores del libro Palabra de Vor, una investigación exhaustiva (y aterradora) sobre la mafia rusa en España.

A la más importante, Bárbara Montes. Mi esposa, mi amante, mi mejor amiga. El mundo es un lugar mejor sólo porque estás en él. Te quiero, y espero que vivamos lo suficiente para ver juntos la Fase 24.

Y a ti, lector, por haber convertido mis obras en un éxito en cuarenta países, gracias de corazón. Un último favor: no hables a nadie del final, ni me hagas comentarios en redes sociales acerca del final, ni especialmente de lo que te he confesado en la nota del autor. Si escribes una reseña en una librería online o en Goodreads (gracias, por cierto, eso ayuda mucho), no comentes nada, ni siquiera bajo la etiqueta SPOILER, pues todo el mundo podría verlos y se arruinaría la sorpresa.

Un abrazo enorme,
JUAN GÓMEZ-JURADO