Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

El inspector Gutiérrez se acerca a ella.

—Dime si hueles a lejía.

Jon no necesita agacharse y hocicar el suelo. Huele a lejía, y mucho. Asiente con la cabeza ante la pregunta de Antonia.

—Hasta yo puedo olerlo —dice Antonia—. ¿Le han pasado el Luminol?

—La científica ha estado aquí, pero en su informe no decía nada de que hubiera habido un disparo de respuesta, ni nada de sangre que no fuera de las dos víctimas o de la mujer —dice Belgrano, confundido.

—El asesino sangró en este punto. No mucho, apenas unas gotas.

Hasta Jon, que lleva ya mucho tiempo junto a Antonia, se asombra ante la deducción.

—¿Cómo…?

Antonia señala al suelo, y luego al escaparate.

—Cuenta los casquillos. Tres balas en la primera secuencia de disparos.

—Cuando el asesino iba a disparar a Lola Moreno. Y falló.

—No te quedes ahí. Observa el comportamiento de las balas. La primera destroza el cristal, pero las tres atraviesan la capota del cochecito, a seis metros de distancia. Es un blanco pequeño. ¿Qué te indica?

—Sin dispersión entre los disparos. Con una nueve milímetros. Precisión. Mucha —concluye Jon.

—La mano del sospechoso no tiembla, aunque no acierte. Falla el objetivo principal, ahora tiene que hacerse cargo del chófer.

—El chófer, que con ese currículum es más bien guardaespaldas.

—Se gira un poco hacia él. El chófer era torpe, descuidado. Llevaba un móvil en la mano y un café en la otra —dice Antonia, señalando a la mancha reseca del suelo—. Pero el asesino no está dispuesto a correr riesgos, así que su primer tiro es instintivo. Por eso le acierta en la pierna.

—¿Cómo sabes que el de la pierna es el primer disparo?

—Mira la marca del cadáver. Observa la posición y las manchas de sangre del suelo. No hay retrosalpicaduras, no hay pisadas del chófer sobre su propia sangre, no hay marcas de autoarrastre, nada. Eso quiere decir que no avanza ni un centímetro después de recibir el primer disparo.

—Los otros dos tiros fueron en el torso, lo que indica precisión. Y el de la cabeza, aún más.

—Exacto. Así que, el primer disparo en la pierna, al girarse por instinto hacia el chófer, el chófer cae de rodillas, recibe un disparo en el pecho, o los dos. Al final de esos dos disparos, o entre medias, él realiza el suyo. Y luego se desploma.

—Vaya. ¿No lo tienes claro?

—No puedo deducirlo todo —dice Antonia.

—Menuda decepción.

Ella tuerce el gesto con perplejidad, pero reconoce el intento de humor. Las pastillas ayudan.

Premia a Jon con un leve estiramiento de los labios. Casi media sonrisa.

—Pero sigues sin explicarme cómo has sabido que el chófer disparó.

—Fácil. Mira los casquillos del suelo. Al girarse el asesino hacia el suelo, crea una segunda zona de disparo. Y ahora cuenta los casquillos de esa segunda zona.

—Cinco.

—El chófer recibió cuatro disparos. El primero sabemos que fue en la pierna. El último el de la cabeza. Dos acertaron en el pecho. Pero el asesino, que tiene una gran precisión, hace un disparo cuya bala no aparece. Si hubiera disparado en esa dirección…

—… la bala habría acabado en el chófer, en la pared o en el suelo —concluyen ambos al mismo tiempo.

Jon se rasca la cabeza.

—Así que el chófer dispara, da al asesino, le hace perder la puntería de forma que falla uno de sus disparos, que se pierde vete a saber dónde, y finalmente recibe el tiro en la cabeza.

—Eso es.

—Nunca lo hubiera adivinado.

—Menuda decepción —dice Antonia—. Pero alguien ha vertido lejía en el suelo. Alguien que no quería que encontráramos muestras de ADN válidas.

El hipoclorito de sodio en una superficie no porosa aniquila los restos de sangre. En presencia de la lejía, el Luminol se limita a reaccionar por toda la superficie, brillando como un árbol de Navidad. También pasaría inadvertida esa sangre para pruebas más complejas como la fenolftaleína o el inmunoensayo de hemoglobina.

—¿Alguien más ha tenido acceso a la escena del crimen? —pregunta Jon a Belgrano.

—No, claro que no —protesta el subinspector—. Cuando recibimos el aviso vino un zeta enseguida, pero ya era tarde. El asesino se había ido. Y después ha habido agentes de uniforme protegiendo la escena.

—Entonces ¿él mismo vertió lejía sobre su propia sangre? O tenía un cómplice que ha logrado burlarles.

—El vigilante de seguridad no era —dice Antonia, señalando a la segunda marca de cadáver.

Belgrano lee en sus notas.

—Mateo Lorente. Riojano. Vino a Marbella a vivir hace un par de años, con su mujer y su hija, cuando le salió trabajo de segurata. Y ya ven.

—Daño colateral —dice Antonia, con frialdad—. Sigamos.

—Oiga, que los seguratas también son personas —se ofende enseguida Belgrano (sin duda tiene cuenta en Twitter).

El inspector Gutiérrez respira hondo e intenta dulcificar la voz, como cuando hay que hablar con un chihuahua con problemas neurológicos (tuvo cuenta en Twitter).

—Si el papa Francisco hubiera estado haciendo pis detrás de una maceta y hubiera caído en el fuego cruzado, la señora Scott lo consideraría daño colateral.

Antonia se inclina hacia Jon y le susurra.

—Quizá en el caso de un dignatario internac…

—No ayudas.

—Lo siento. —Y, alzando de nuevo la voz—. Sabemos que la víctima, la señora Moreno, huyó por las escaleras.

—Se dejó las andalias —dice Belgrano, señalando a las sandalias del suelo, para dejar claro que él también tiene dotes de observación—. Descalza y con los pies heridos. Y el coche en la puerta. Las llaves todavía las tenía el chófer.

—No lo entiendo —dice Jon—. Intentan matarte y huyes a pie, sin dinero, sin el bolso, sin coche y sin zapatos.

Antonia se acerca de nuevo al montón de cristales, entre los que ha quedado el bolso de Lola Moreno, la mitad de su contenido esparcido por el suelo. Con la punta del bolígrafo, los remueve hasta localizar, semienterrada, una pequeña cartera de plástico azul. En su interior hay dos tubos de color rojo. En uno de ellos alcanza a leer TIMESULIN.

—Y no acudes a la policía —insiste Jon—. Tiene que estar muy asustada. O esconder algo muy sucio.

—¿Ninguna señal de ella desde anoche? —pregunta Antonia.

—No, señora. Hemos radiado su descripción a todas las unidades y mandado zetas a dar vueltas por los alrededores pero nadie la ha visto.

Antonia saca su iPad y consulta la ubicación del Centro Comercial Paraíso en Google Maps. Activa la vista tridimensional. Al sur del complejo está la AP-7, al oeste una urbanización. En las otras dos direcciones hay monte. Kilómetros y kilómetros de monte, que se extienden hasta las faldas de la Sierra Blanca. Sin más lugares habitados entre medias que la Funeraria San Pedro y el Cementerio Virgen del Rocío.

—Pues si no quieren que acabe aquí —dice Antonia, señalando los dos macabros puntos en el mapa—, mejor que la encontremos antes de cuarenta y ocho horas. Porque la señora Moreno es diabética y está embarazada.

—Mala combinación —dice Jon, chasqueando la lengua.

Lola

Había una vez una niña que creció en un hogar triste y sin amor, donde la comida sabía a cenizas y el futuro era negro. Una niña a la que sus padres abandonaron pronto. Una niña que, cuando creció, conoció a un príncipe azul, venido de tierras muy lejanas, que la llevó a vivir a un palacio de mármol blanco y una pechá de muebles

El padre de Lola era contable y la madre es peluquera. De pequeña le dieron todo el cariño que les permitieron sus horarios de clase obrera. Nunca faltó en casa un plato de ajoblanco y unos boquerones, y un abrazo sudao. Eso, de diario. En Navidad, gazpachuelo, chivo y bienmesabe antequerano, todo hecho por mamá. Y abrazos limpitos, con olor a Farala y a Brummel. Debajo del belén, un Furby, la granja de Playmobil, un tamagotchi, depende del año. Si venían malas, sólo un billete de mil pesetas. Se murió la tía Julia, ciega y medio sorda, y una de las abuelas, medio ciega y sorda del todo. Luego papá, el año pasado, de un infarto. Mientras dormía.

Y ése fue todo el drama.

No da para Dickens.

Había una vez una niña que creció en un hogar triste y sin amor, donde la comida sabía a cenizas y el futuro era negro, se repite Lola. Es sólo una versión de los cuentos que se narra Lola a sí misma en las noches en las que no puede dormir, en las que le persiguen las dudas o los remordimientos. Comienza a contarse ese cuento y el sueño termina llegando.

Aunque esta noche lo que le persigue es gente que quiere matarla.

Si ya lo sabía yo, se lamenta Lola.

Rebobinemos.

Cuando las sirenas están casi encima (y el ruido de la moto de los asesinos se desvanece), Lola sale de debajo del coche, atraviesa el parking y comienza a caminar campo a través. Sin mirar atrás, sin preocuparse de sus pies sangrantes hasta media hora después, cuando el dolor se impone al miedo y a la adrenalina.

Para entonces se encuentra en mitad de ninguna parte. Ha recorrido una trocha embarrada y atravesado un sendero de tierra sin haberse cruzado con una sola persona. El suelo está blando después de la lluvia reciente, y no hay nadie en kilómetros a la redonda.

Unos minutos más tarde, escucha el motor. No se para a ocultarse, no lo piensa dos veces. Está al borde de un camino. A un lado un bosquecillo de encinas y pinsapos, al otro un terraplén en el que el terreno desciende diez o doce metros en ángulo pronunciado. Lola se deja resbalar por el terraplén y se acurruca detrás de unas matas, justo a tiempo. El ruido del motor se detiene, y una puerta se abre. Alguien camina hasta el borde del camino, aunque Lola no se atreve a mirar quién es. Sólo lo escucha arriba, respirando fuerte. Por un momento pasa por su cabeza la idea de levantarse y de pedir ayuda. Luego Lola siente que la figura oscura la busca o la olfatea, y tiene la certeza de que no quiere que la descubra.

Así que permanece quieta.

Sólo se permite dar vueltas en la falange a su anillo de bodas, usando la yema del pulgar, como único medio para calmar su ansiedad.

Cuando la figura oscura vuelve a su coche y reanuda la marcha, Lola aún tarda un largo rato en ponerse en pie. Teme que el hombre aquel no estuviese solo, que haya dejado atrás a algún cómplice que ahora se arroje sobre ella, aprovechando que se confía.

Cuando se atreve a levantarse, no sucede nada.

Sólo silencio, roto por el cántico de unas pocas cigarras tempranas. No deberían surgir hasta la primavera, pero el cambio climático ha desajustado sus relojes internos, los mismos que les hacen dormir en la tierra durante diecisiete años exactos. Si surgen demasiado pronto, son pasto de depredadores.

Lola sabe todo esto, porque lo vio en un documental de La 2 una vez. Y es mucho más espabilada de lo que da a entender su aspecto, su currículum, su actitud sumisa.

Al fondo del terraplén hay un pequeño arroyo, casi siempre reseco, pero que en estos días de febrero borbotea perezoso, reticente. Obligado por las circunstancias. Lola desciende hasta él, recorre la orilla y busca un lugar para recobrarse. Una piedra algo más grande, curso arriba, le ofrece descanso apurado para nalga y media. Lola sumerge los pies en el agua. El frío del arroyo es como cuchillas de afeitar entre los dedos. Pero Lola resiste. No es plan de esquivar las balas y morir de sepsis.

Lola se quita el jersey, manchado de grasa, y se saca la blusa. Novecientos euros en Michael Kors. Ahora va a hacerle un apaño distinto. Usando los dientes, logra convertirla en tiras largas e irregulares. El tafetán de seda es lo que tiene, los hilos de distintas densidades parten mal.

Por qué coño no me habré puesto hoy unos tenis, se lamenta. No por última vez.